FELIZ CULPA QUE MERECIÓ TAL REDENTOR
Amigo lector:
Hemos pasado de la muerte a la vida. Quiero compartir contigo el gozo de la Resurrección del Señor. Ha cambiado todo: hemos recibido la noticia de Jesucristo Resucitado de entre los muertos, y además, se nos anuncia que estamos llamados a la vida nueva, a compartir la vida nueva del Resucitado. Esto es lo que significa el Bautismo: incorporados a Cristo, a su muerte y a su resurrección. San Pablo nos hablará de morir con Cristo para resucitar con Él, que en la vida y en la muerte somos del Señor. Por eso, morimos con Él para resucitar con Él, he aquí el sentido de nuestra vida.
Te invito, amigo lector, a que a lo largo de estos días de Pascua, con serenidad, leas y reces con el libro de los Hechos de los Apóstoles. Te sugiero que conforme lo vayas leyendo te hagas dos preguntas: ¿qué dice el texto que estoy leyendo?, y ¿qué me dice el texto? Después eleva tu oración al Señor de la vida, contémplalo resucitado, presente en su Iglesia como lo está presente en tu vida, y termina siempre con algún rasgo nuevo que te ayude para ser su testigo. No te olvides de pedir antes al Espíritu Santo que te ilumine. Es lo que se llama la lectio divina un método de lectura de la Palabra de Dios y de oración. ¿Cómo tendremos experiencia del Resucitado si no tenemos experiencia de Dios? ¿Cómo vamos a tener experiencia de Dios si no nos acercamos a Él a su Palabra, a los Sacramentos, sobre todo de la Eucaristía y de la Reconciliación? ¿Por qué no dedicarle –“consagrarle”- unos minutos de nuestra jornada a la intimidad con Él, a estar con el Señor Resucitado? Lo que me pregunto como lo “normal” para llamarnos cristianos, y vivir con la certeza de que somos de Cristo, brota del amor: de saber que Dios nos ha amado primero y con un amor eterno,«porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito para que todo el que cree en él no perezca sino que tengan vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17). Lo que brota del amor, sabernos amados por Dios, se muestra y demuestra en la caridad fraterna, de modo que ser testigos del Resucitado significa tener amistad íntima con el Señor que nos llama amigos porque todo lo que ha oído al Padre nos lo ha dado a conocer, nos dice Jesús después de la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn 15,15) y vivir la caridad fraterna. No podemos vivir la Resurrección sin amor. No podemos decir que hemos resucitado con Cristo si nos falta la caridad.
Ejemplo ya nos lo dejó el Señor en el lavatorio de los pies, antes de morir, el la Última Cena con los suyos, en el Cenáculo, espacio del amor hasta el extremo de Cristo por los suyos. La pregunta del Señor: «¿comprendéis lo que he hecho con vosotros?» no tiene respuesta definitiva, es decir, no es algo que entendemos y ahí termina. Lo que quedó fue el ejemplo de amor hasta el extremo pero el Mandamiento Nuevo está siempre para cada situación y circunstancia por descubrir. «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?» es la pregunta del Señor cada vez que nosotros necesitamos la luz del Espíritu de Jesús para vivir la caridad fraterna, porque sólo, amigo lector, el mundo creerá cuando nos amemos como Cristo, sólo seremos dignos de crédito cuando el distintivo sea la caridad porque estaremos revestidos de Cristo y ese será el signo de que vivimos el Bautismo que nos ha hecho renacer a la vida nueva de la Pascua.
Ejemplo de morir y resucitar con Cristo, y vivir iluminados con su Pascua, lo vivimos el domingo de la Divina Misericordia, en el acontecimiento de gracia vivido en la Iglesia: la Beatificación del Papa Juan Pablo II. A nadie se le oculta que su vida, incluso en la debilidad y en el sufrimiento ha predicado lo que con fuerza de voz siempre dijo: la santidad. Concluimos con las palabras de Benedicto XVI: «El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Eucaristía».
Antonio de Mata Cañizares
Vicario Episcopal