FE CIEGA, RAZÓN CIEGA
Manuel Antonio Menchón
Vicario Episcopal
Hay fanáticos y fanatismos religiosos que pretenden descalificar la capacidad racional del hombre y la consecuencia de ella, que es el avance de las ciencias y de las ideologías. Pero hay también fanáticos y fanatismos racionalistas que, seguramente como revancha, descalifican y desacreditan todo tipo de creencias, en aras de “diosa razón”, la que le otorgan un valor desmedido, pues afirman que es la única facultad capacitada para alcanzar la verdad. De esa manera presentan una contraposición entre las verdades racionales frente a lo que llaman los engaños o ilusiones de las creencias religiosas, que, según ellos, son un signo de que la alienación y la irracionalidad no han sido del todo borradas de la faz de la tierra.
No deja de ser una ingenuidad el enfrentamiento entre la razón y la fe, como si se tratara de una alternativa insuperable. Porque ambas son, en realidad, dos dimensiones, dos posibilidades genuinamente humanas. Se puede creer y se puede pensar en serio.
Ingenuos son esos cristianos que piensan que se puede creer al margen de la razón e incluso que para creer hay que prescindir de la razón. ¡Cómo si el sujeto de la fe no fuera el propio ser humano, sino un irreflexivo sin pies ni cabeza!.
Pero no deja de ser también una postura de ingenuos racionalistas la de los que apuestan por la razón y se sienten forzados a prescindir de la fe. ¡Como si el hombre para ser racional tuviera que despojarse de su condición humana!.
Cuando un creyente prescinde de la razón, su fe es ciega. Mejor dicho, no es fe, sino ceguera, obcecación y eso es fanatismo religioso. Esa actitud es fruto del miedo a que le quiten la fe o de la negación a una reflexión seria que le descubra que la fe es ante todo comprometerse y le saque de esa postura cómoda de creerse todo, sin preguntarse nada y sin saber dar razón de lo que se cree y por qué se cree. Pero el hombre es humano porque continuamente se interroga por el sentido de las cosas y necesita tener una justificación para hacer lo que hace y para creer lo que cree.
También cuando el hombre prescinde de la fe para ser más racional, se convierte en racionalista, que es otro modo de fanatismo, pues es fe ilimitada en la razón., sin tomarse siquiera la molestia de indagar qué cosa es la verdadera religión y, negando los dogmas religiosos, establecen un nuevo dogma obligatorio de creer para todo ser humano que se considere racional, moderno y progresista, y es que la religión hay que archivarla en los expedientes de la historia pasada, que nunca debería volver o ser confinada por irrelevante a una zona de sentimientos privados y subjetivos., que no deben tener ninguna proyección pública, aunque aún sean una mayoría de la humanidad, la que se manifiesta como creyente. Dios se reduce, así, a una opción privada, a un emocional consuelo psicológico, a un objeto de museo. Otros, de una manera más belicosa, deseosos de imponer solapadamente en la sociedad un laicismo intolerante, pero disimulado con el barniz de verdadera democracia, van consolidando desde todos los medios y foros a su alcance la idea de que la religión, por ser una percepción artificiosa, debe ser combatida y eliminada radicalmente de la conciencia del pueblo, lo que no deja de ser un fanatismo mas, pues se olvida que el laicismo en sí consiste en la ausencia en el Estado de una filosofía o religión oficial, o cualquier otra verdad obligatoria y eso lleva implícito una neutralidad por parte del Estado en cuestiones de dogma o doctrina.
Entre ambos fanatismos, equidistantes, se sitúa el hombre racional y creyente. Entre ambos extremos, ambas cegueras, está el hombre crítico. La fe hace posible y aun aumenta el ejercicio de la razón, y ésta posibilita una fe auténtica y responsable. Pues lo razonable es que la razón reconozca sus límites y que la fe reconozca y estimule el uso de la razón.
Querer echar a Dios de la sociedad, es tan irracional como descortés. Si Dios es un hecho entre nosotros es como si recibiéramos en nuestra casa a un huésped de gran importancia: la casa sigue siendo nuestra, pero también es suya, por eso le decimos: “aquí tienes tu casa”. Pero Dios se lo ha tomado en serio y en esta tierra, que consideramos nuestra casa, el ha venido a visitarnos y ha tomado posesión de ella. Dios que se ha hecho uno de nosotros y ha puesto su morada en medio de nuestras moradas, se ha convertido en nuestro vecino y por tanto también tan propietario de esta tierra, si no más, al menos tanto como lo somos nosotros.