DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO
APRENDIENDO A AMAR
El amor es la aspiración y el afán de todos los seres humanos. Y es el mandamiento más fácil y más difícil de poner en práctica. Sencillo, porque no es necesario perderse entre un fárrago de normas y mandatos; dificultoso, porque exige superar todo egoísmo. Pero hay que partir de una convicción y es que el amor no puede ser una ley o un estatuto, que nos obliga. Nadie puede amar por mandato.
Cuando Jesús resume toda la Sagrada Escritura en el amor a Dios y al prójimo, lo que nos está enseñando es que amar a Dios debe ser la respuesta del hombre a un Padre Dios que nos ha amado primero, sin exigirnos ni siquiera que le queramos, porque el amor no se puede exigir. Amar a Dios por tanto no es tanto exigencia cuando respuesta agradecida.
Además de ese amor a Dios, depende el amor por los demás El amor del cristiano por los demás refleja el amor de Dios por nosotros. No es que Dios nos ama como nos aman los padres o los hermanos o los amigos, sino que padres, hermanos, familia, amigos… nos aman o nosotros les amamos porque todos bebemos consciente o inconscientemente del amor de Dios derramado sobre nuestros corazones. Por eso no son dos mandamientos, sino uno solo, que más que ley es evocación para el creyente para que haga memoria de cuánto le ha amado Dios y le responda como a Él más le gusta: amando a los demás. Porque el que ama al prójimo ama siempre a Dios; el que ama a Dios no puede no amar al prójimo.
Incluso hay quienes sin “creer” en Dios, aman a sus semejantes. Podríamos decir que estos tienen una “fe anónima”; como también los hay quienes dicen creer y amar a Dios, pero no aman al prójimo, sino que restringen su amor a aquellos que les aman a ellos. De estos también podríamos decir que viven un “ateísmo anónimo”. Porque si separamos estos amores, hacemos trampa. Si el hombre es templo donde habita el Dios viviente, no se puede amar a Dios si no se ama al hombre.
Lo que el Señor nos pide no es un amor “humanista”:” te amo porque me amas”, “te amo, porque te necesito”, “te ayudo porque me das lástima”. A lo que nos invita es a un amor sin condiciones, sin esperar respuesta, si exigir que nos agradezcan lo que hagamos por lo demás, sin barreras de amigos y enemigos, hasta dar la vida, como Él lo hizo.
Creer que amando al hombre es como amamos a Dios no significa que no amemos a las personas concretas con las que convivimos o que conocemos por sí mismas, lo que realmente significa es que, como seguidores de Jesús, queremos ir más allá y descubrir en cada ser humano a Dios presente en él y que pide más de lo que espontánea, sentimental o ideológicamente haríamos.
Manuel Antonio Menchón
Vicario Episcopal