DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO
EL SILENCIO DE DIOS
En el Evangelio de este Domingo vemos al Señor en la región de Tiro y Sidón, dos ciudades emplazadas en la costa del mar Mediterráneo, al norte de Israel, es decir, fuera del territorio del Pueblo elegido. Eran, por tanto, ciudades habitadas por paganos, a los que los judíos llamaban “perros”.
Precisamente ese apelativo despectivo lo aplica Jesús a la mujer y su hija: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. ¿Acaso pretendía el Señor humillar a aquella pobre mujer, de una manera prepotente, para escuchar y hacer lo que le pedía?
Es cierto que hay un evidente contraste entre la resistencia inicial del Señor a escuchar a la pagana frente a la insistencia sin desmayos de la mujer, que grita, empujada por el amor a su hija, apelando a la piedad y al poder de Jesús, con la angustia de tantas madres cuando el mal les duele más, porque es el de sus hijos.
Pero Jesús, no le responde Es el silencio de Dios, que con tanta frecuencia, parece que experimentamos. Es el escándalo que impide a muchos creer en un Dios que permite tantas tragedias humanas, guardando silencio, o acusarle de ser el responsable de todos los males, por permitirlos. ¿Cuántos cristianos han abandonado la oración y retirado su confianza en Dios, cuando creen que no atiende a sus peticiones? “¿Para qué sirve rezar?”, se preguntan cuando ven que sus problemas no se solucionan.
Pero la mujer cananea no protesta ante la sordera de Jesús, ni le acusa diciéndole que será el culpable de la muerte de su hija, si no hace el milagro, sino que postrándose ante él, con toda humildad y confianza, le dice: “Señor, ayúdame” y deja que el Señor actúe como crea conveniente. Ella sabe que la oído y ha conmovido su corazón.
Que Dios no conceda siempre lo que le pidamos, o mejor, que Dios no actué siempre como nosotros quisiéramos que lo hiciera en nuestros problemas, no quiere decir que no nos haya oído, ni que no le duelen nuestros dolores. Es éste un error frecuente. Querer que Dios realice nuestros deseos, como nosotros queremos que lo haga, no es suplicar sino ordenar. ¿Y qué pedimos la mayoría de las veces? Que nos libera del dolor, que nos dé el éxito fácil, que con la vara mágica de su poder nos quite de encima los problemas… Pero se nos olvida algo muy importante: que nuestro Padre Dios, sabe mejor que nosotros lo que nos conviene y si deja que los lances de la vida sigan su curso, es o bien porque el quiere que seamos nosotros mismos los que nos enfrentemos responsablemente ante lo que nos afecta, dándonos la luz necesaria para veamos lo que hemos de hacer o bien porque de esas situaciones provendrá un beneficio mejor para nosotros, que con nuestra corta visión, pedimos “piedras en lugar de panes”.
Manuel Antonio Menchón
Vicario Episcopal