PROFUNDIZAR LA EXPERIENCIA DE DIOS
Ante el análisis que fuimos realizando de nuestro tiempo eclesial, interrumpido por este receso veraniego, el punto de partida no puede ser otro que la reconstrucción de la vida cristiana en toda su profundidad y radicalidad. Así lo han propuesto hasta la saciedad los grandes profetas, teólogos y místicos del pasado siglo XX (entre otros: D. Bonhoeffer, Juan XXIII, Teresa de Calcuta, K. Rahner, E. Stein).
Un desarrollo sobre este proceder y de cómo llevarlo a cabo lo podemos encontrar a lo largo de nuestra experiencia cristiana de Dios. Una experiencia de Dios que parte de lo más íntimo de cada uno de nosotros, desde nuestra propia humanidad, cuando esta es vivida con profundidad y hondura, y que se manifiesta en forma de deseo. Deseo de plenitud, de realización, de eternidad, de amor…
Un deseo, una sed, que nada ni nadie puede calmar. Una sed que pone en pie nuestra existencia, la pone en búsqueda, la dinamiza, le da sentido. Una sed que no se sacia cuando nos volvemos sobre nosotros mismos en un proceso de autorrealización, sino que busca ser saciada saliendo de uno mismo y corriendo al encuentro de los otros. Una sed que nos lleva a reconocerle, a decirle «tú», «Padre».
Esta experiencia de Dios supone dirigir la mirada hacia Cristo como manifestación y manifestador del amor de Dios entre nosotros. Pero la mirada sobre Jesús, el encuentro con él hace que nuestras miradas, al cruzarse (cf. Lc 18, 18-22), hagan añicos algunos escapismos que nos tientan a todos: pasividad, voluntarismos, activismos, etc., y que sintamos la invitación al discipulado en clave de seguimiento. Un seguimiento personal, pero llevado a cabo en relación y en comunión con una comunidad concreta, como parte de un pueblo y formando parte de la asamblea de creyentes, de la Ecclesia.
Una experiencia cristiana que debe ser de toda la asamblea eclesial, y que debe tener consecuencias para la vida de la Iglesia. Una necesidad de experiencia de Dios que le lleva a uno de los grandes teólogos de la segunda mitad del siglo XX, K. Rahner, a reclamar una Iglesia de espiritualidad auténtica. Una Iglesia que no degenere en una asociación humanitaria de beneficencia, sino que viva, reflexione y transmita, ante todo y, sobre todo, la cercanía de Dios a todo el que se acerque o pertenezca a ella.
Porque, parafraseando a Rahner, solo cuando cada uno de los seres humanos experimentamos que somos infinitamente más que una mera evidencia inmediata, que somos hijos e hijas del Dios infinito de libertad y bienaventuranza sin límites, solo entonces podemos realmente aguantar a la larga. Si no, nos vamos asfixiando lentamente en nuestra propia finitud, y toda la retórica sobre la dignidad y misión del hombre sonará cada vez más ilusoria y hueca.
Jesús García Aiz