DOMINGO IV DE PASCUA
EL PASTOREO DEL SEÑOR
En el Antiguo Testamento el pastor y el rebaño eran símbolos para explicar la relación de Dios con el Pueblo Elegido. Así nos los recuerda el salmo 23:”El Señor es mi pastor; nada me falta”, pastoreo confirmado porque protegió y salvó continuamente a su pueblo; lo guió; atendió a sus necesidades; lo instruyó con su palabra; lo amonestó, siempre amparándolo de sus enemigos.
La imagen bíblica del pastor alcanza su sentido pleno en Jesús, quien se llama a sí mismo “el buen pastor”.
En aquel tiempo los pastores de cada aldea dejaban por las noches sus rebaños en un redil común, con un guarda. Era la manera más fácil de protegerlas de los ataques de los lobos o de los ladrones. Al amanecer, antes de salir el sol, cada pastor recogía su propio ganado. Como tenía un nombre para cada una de las ovejas, entraba en el recinto y las llamaba a una a una. Las ovejas también reconocían la voz de su dueño y no seguían a otro. Una vez fuera, las iba contando y, cuando estaban todas, caminaba delante de ellas para conducirlas a pastar al campo, haciendo oír su voz para que no se perdieran.
Había dos clases de pastores: dueños y asalariados. Este último trabaja por dinero y, por lo común, no le importaba la suerte de las ovejas y huía, pensando sólo en salvarse a sí mismo, en situaciones de peligro. Mientras que el dueño de las ovejas era capaz de arriesgar su vida por defenderlas, pues eran la base de su subsistencia.
El buen pastor conoce las necesidades concretas de cada una de sus ovejas, sufre con ellas las inclemencias del tiempo y el cansancio de los desplazamientos, vela por su rebaño, lo protege de los enemigos, cura a las enfermas, dedica una atención especial a las más débiles.
Como Pastor bueno y generoso con nosotros, se presenta Jesús en el evangelio de hoy. Pastor que nos conoce uno a uno por nuestro nombre y apellidos, que sabe de nuestra historia, de nuestras cualidades personales, de nuestras dolencias y carencias…
Cada día viene a buscarnos para sacarnos del redil donde estamos encerrados en nuestros miedos, nuestras cobardías, nuestras rutinas y apatías y nos conduce a las verdes praderas de la libertad de los hijos de Dios. Nos habla con palabras de vida eterna. Nos alimenta con su propio Cuerpo y su propia Sangre Nos abreva en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna y sacia la verdadera sed. Nos conduce por el camino justo de la Verdad y la Vida. Buen pastoreo dando la vida para nosotros no pereciéramos. Su amor y su bondad nos acompañan todos los días de la vida, para que lleguemos a habitar en la casa del Señor eternamente.
Manuel Antonio Menchón
Vicario Episcopal