DOMINGO IV DE CUARESMA
Este domingo de cuaresma tiene un sabor distinto, nos hace mirar el centro de nuestra fe: el amor de Dios revelado en la cruz. El evangelio corresponde al diálogo de Jesús con Nicodemo, un judío piadoso que, como buen fariseo, había puesto su confianza en la ley de Moisés. A pesar de que son muchas las cosas que separan a Nicodemo de Jesús, su modo de entender la religión, su posición social, su riqueza, etc., hay algo más importante que les une, y es el amor a Dios y querer encontrarlo en su vida: Nicodemo busca honestamente al Dios verdadero.
El evangelio nos dice que se acercó al Señor «de noche» por temor. La noche puede representar, por una parte, la tiniebla de la duda frente a la luz de la fe. Nicodemo va en la noche porque su fe aún es demasiado pobre. Y una fe débil, como la de Nicodemo en este momento, da lugar, por otra parte, a un testimonio débil. No quiere que lo vean. Y es en esta situación de búsqueda, desde la propia pequeñez, desde donde Jesús conduce a Nicodemo a profundidades insospechadas. Él busca a Dios, y Jesús le va a mostrar como es su rostro.
En un momento del diálogo Jesús se aplica a sí mismo la imagen de la serpiente de bronce. Moisés tuvo que hacer, de parte de Dios, una serpiente de bronce y elevarla en un mástil, de tal manera, que aquella serpiente, solo con ser mirada, salvó a muchos israelitas de las picaduras de las serpientes venenosas (Nm 21,4-9). En ese mástil Jesús ve la figura anticipada del madero de la cruz, y así se lo explica a Nicodemo, de la misma manera tiene que ser elevado el Hijo del hombre para que, quien cree en él, participe de la vida eterna que nos regala.
Es este el centro de la buena noticia de Jesús, el eje de toda la vida cristiana: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su único Hijo». Con frecuencia olvidamos que el propósito de su amor es que el mundo tenga vida. Es pues un amor universal. Desde esta revelación se entiende que ser cristiano es experimentar ese amor, y a la vez, sentirse enviado a manifestarlo, pues solo así reconocerán que somos sus discípulos. Me puedo imaginar a Nicodemo esa noche. Él que deseaba un cambio en su vida, descubre que lo que tiene que hacer es nacer de nuevo. Pedía luz y queda deslumbrado. Algo de esto deberíamos sentir nosotros cada vez que miramos la cruz. Ojalá que aquellas palabras, «tanto amó Dios al mundo…», nunca dejen de producir en nosotros el asombro y el vértigo de un amor así.
La invitación a «coger la cruz y seguirle», que Jesús realiza a todos sus discípulos, se entiende bien desde este evangelio. La cruz no es ensalzar el sufrimiento y el dolor, sino la cercanía y el amor de Dios. No es el simple sufrimiento lo que salva, sino el amor. Por eso, anunciar la cruz del Señor se puede resumir en amar sin medida. Coger la cruz es percibir la fuerza liberadora que tiene el amor cuando es vivido de forma total.
Francisco Sáez Rozas
Párroco de Santa María de los Ángeles