DOMINGO I DE ADVIENTO
salvados en esperanza
En algunas regiones se llama Pascua a la Navidad, una denominación que tiene su fundamento teológico, pues los cristianos recordamos el nacimiento del Hijo de Dios a la luz de Pascua, es decir, el mismo Jesús que vino y acampó entre nosotros, murió, resucitó, continúa presente ahora entre nosotros en formas pobres, y vendrá de nuevo en su parusía a juzgar vivos y muertos e instaurar plenamente el Reino de Dios Padre. Es lo que confesamos en uno de los artículos del credo: «Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios… se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre… fue crucificado y resucitó al tercer día y subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin».
Adviento es tiempo de preparación a la celebración de Navidad, durante el cual la pedagogía la Iglesia nos invita a profundizar en lo que implican estas venidas, especialmente la parusía y su espera.
La parusía es el culmen de toda la Historia de la salvación (Evangelio). Significa que la historia no camino sin rumbo ni es un círculo fatal condenado a repetir cíclicamente los mismos acontecimientos, aciertos y errores. La historia es lineal, tiene un comienzo y un final, comienza en la creación y en las promesas de Dios y camina hacia su cumplimiento, una meta de salvación y felicidad plena, que llegará con toda seguridad. Realmente ya ha llegado con la resurrección de Jesús, pero no se han manifestado plenamente todos sus efectos. Ahora las consecuencias de la resurrección están actuando eficazmente, pero en la pobreza y debilidad, para respetar la libertad de los hombres, de forma que todos puedan responder libremente a esta llamada de amor. Se trata de una pobreza de la acción divina en sí y de nuestra forma de percibirla. A veces tenemos la impresión de que Dios está ausente del mundo y de que no actúa la gracia de Cristo, que el dominio del mal es creciente y que la obra de Jesús ha fracasado. Todo es pura ilusión. La victoria ya se ha conseguido. Lo que ahora está en juego no es el triunfo de la obra de Cristo sino las personas que se beneficiarán de ella, usando correctamente de su libertad. La parusía es el momento en que el Padre presentará a toda la humanidad la obra de Cristo, desapareciendo la pobreza de su manifestación, que se impondrá a toda la creación. Toda la humanidad será testigo de la gloria de Jesús y los que han acogido su salvación se la agradecerán. Será la hora del pleno triunfo del amor de Dios manifestado en Jesús, que es a la vez la hora de nuestro pleno triunfo. Por este contenido se aplicó a esta manifestación la palabra parusía, que en el antiguo Imperio romano se empleaba para designar la “llegada” y entrada triunfal de emperador a una ciudad. En la tradición judía se la llama el Día del Señor (2ª lectura).
Esto significa que Jesús tiene la última palabra sobre nuestra vida y sobre la historia y que triunfará el amor y la justicia sobre todos los planes humanos injustos y opresores. Significa que la vida tiene sentido y que vale la pena trabajar por el amor y la justicia. Aunque ahora sea difícil y tropiece con muchas dificultades, incluso parezcan anuladas, al final se impondrá el plan de Dios. Nuestro trabajo nunca será inútil.
Ante esta realidad la Iglesia nos invita a vivir la virtud de la esperanza, una de las virtudes principales de la vida cristiana, llamada teologales porque son un don de Dios. Hemos de vivir esperando el encuentro con el Señor, que ya comenzará en el momento de nuestra muerte, y el triunfo final del amor sobre la humanidad.
Esperar no es mera pasividad, como el que espera aburrido la llegada de un tren. Es vivir trabajando los talentos recibidos para que cuando el Señor nos los pida, los hayamos doblado; es vivir llenando el tiempo en obras concretas de amor a los humildes, pues cuando el Señor venga nos examinará de amor. Esta es la meta principal que relativizará las otras y, por otra parte, da un sentido especial al tiempo. «Buscad el Reino y su justicia y lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). Este debe ser nuestro anhelo: «Ojalá rasgases el cielo y bajases» (1ª lectura) a consumar tu obra. «Venga tu Reino».
La esperanza no defraudará, pues se fundamenta en la palabra de Dios, que no fallará. Las expectativas humanas se fundamentan en las posibilidades internas de una realidad. Si tengo cincuenta euros, puedo esperar razonablemente comprar tales cosas y no otras. No hemos de confundir la esperanza cristiana con este modo de pensar, poniendo nuestras esperanzas en lo que puede dar de sí la Iglesia concreta que estamos viviendo, realidad santa y pecadora a la vez, que desde un punto de vista sociológico a veces crea pesimismo por sus escándalos y pobreza. Nuestra esperanza se funda en las promesas de Dios, que no fallarán. Nos lo recuerda Jesús en la parábola del grano de mostaza, enseñando que en la pequeñez del presente está oculta la grandeza del futuro por el poder de Dios (Mt 13,31s). Fiel es Dios y nos ayudará a superar las dificultades (2ª lectura).
La celebración de la Eucaristía nos ayuda vivir nuestra situación en la Historia de la salvación:viene ahora el Señor resucitado eficazmente, pero en la pobreza de la celebración eclesial, el mismo que vendrá en su parusía. Ahora viene para alentar nuestra esperanza y vigilancia.
Primera lectura: Is 63,16b-17; 64.3b-8: ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!
Salmo responsorial: Sal 79,2ac y 3b. 15-16. 18-19: Señor, Dios nuestro, que brille tu rostro y nos salve
Segunda lectura: 1Cor 1,3-9: Aguardamos la manifestación de Jesucristo nuestro Señor
Evangelio: Mc 13,33-37:Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el Señor de la casa.