GRACIAS POR NUESTRA MADRE LA IGLESIA
Amigo lector, quiero dar gracias por la Iglesia. Quiero agradecer a Dios el pertenecer a la Iglesia; me apetece hacerlo contigo porque, los dos somos miembros de la Iglesia. Somos del mismo Pueblo: tenemos nuestro origen en Dios, y por ser de este pueblo, nuestra condición es de ser hijos de Dios, esto es, la libertad, la ley para vivir en este pueblo es la del amor y nuestro destino definitivo es llegar a la plenitud del Reino de Dios, lo que Dios quiere para cada uno de sus libres y amados hijos. Para nosotros es motivo de alegría saber que todos los hombres, aún de modos diversos, están ordenados a la unidad de este Pueblo de Dios. Que nadie puede sentirse sin carta de ciudadanía y menos echado fuera. La conciencia de pertenencia a este Pueblo nos ayuda a sentirnos familia. Dios así lo quiere.
Uniendo mi voz a la tuya para cantar a Dios por la Iglesia, amada como nuestra, la alabanza se hace más sentida y auténtica por ser Madre. No es una referencia lo que tenemos por ser del mismo pueblo; es saber que en ese pueblo hemos recibido lo mejor que tenemos: Dios al convocarnos en la Iglesia nos lo ha dado todo. Una madre a su hijo le da todo, de la misma manera, Dios nos ha dado todo en la Iglesia, a su Hijo Jesucristo, su amor y ha puesto en nosotros la fe.
Nos asaltan dudas sobre todo por los hechos, y es que la Iglesia es un misterio. Es humana y divina. Estamos tú yo yo ¿quieres más…? Y con nosotros está Dios. Es algo más que nosotros. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, enseñaba que es una «que realidad compleja que está integrada por un elemento humano y otro divino» (Lumen gentium, 8).
Querido lector, el amor a la Iglesia que debemos como creyentes nos hace sufrir por ella: nada hace sufrir más que la infidelidad, y eso se pone de manifiesto en muchas ocasiones y de las maneras más insospechadas. La Iglesia está para la fidelidad de los hijos que reconocen la libertad como el don más preciado. A veces es un blanco para tirar desde fuera, querer aprovecharse o buscar una serie de derechos que si lo son no es a merced de la falta de sentido común, o para lo que me dé la gana que para eso está (¡y si no me sirven son malos!); falta de conocerla íntegramente y de sentido de comunión.
Con la mirada y el corazón en Cristo, tenemos que confesar el silencio de muchas personas entregadas a la Iglesia, consagrados y laicos. Desde quienes han consagrado su vida a rezar y sólo tienen, existencialmente y en formas, por opción de vida, a Dios como lote y heredad hasta quienes colaboran al servicio del Reino.
Si damos gracias por nuestra Madre la Iglesia y por pertenecer a este pueblo hagámoslo agradeciendo la labor de quiénes atienden en los mas de cinco mil centros de enseñanza a casi un millón de alumnos. O a quiénes atienden a cinco mil personas en dispensarios médicos, centros de enfermos terminales de sida, asilos… Están los centros de reeducación para marginados sociales que los ocupan más de cincuenta y tres mil personas y son más de trescientos. Entrañablemente daremos gracias por la Iglesia al ver a los más de diez mil niños que son atendidos en orfanatos en los casi mil centros distribuidos. No tienen cifra los que actúan como voluntarios haciendo las distintas obras de caridad que se pueden hacer y mirando dónde hay una necesidad y qué se puede hacer.
Ahora, por ejemplo, en febrero, la cantidad de personas que en Manos Unidas trabajan con todo desinterés por paliar el hambre en mundo. ¡Gracias Señor por tu Iglesia!
El Concilio en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia, Gaudium et spes, número 41, reflexionaba acerca de la ayuda que puede prestar al hombre: «Apoyada en esta fe, la Iglesia puede rescatar la dignidad humana del incesante cambio de opiniones que, por ejemplo, deprimen excesivamente o exaltan sin moderación alguna el cuerpo humano. No hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. El Evangelio enuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que derivan, en última instancia, del pecado; respeta santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de Dios y bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos».
Antonio de Mata Cañizares
Vicario Episcopal