EL NIÑO DESAGRADECIDO
Muchas veces contemplo esa escena en la que una madre tiene que recriminar a su hijo cuando recibe un regalito o una chuche: -“¿Qué se dice?”- El niño “trinca” su regalo, y con mucho esfuerzo, y casi obligado por la insistencia de la madre, da las gracias con pocas ganas. Los niños, sin filtros socializadores, hacen algo muy humano: aceptar el regalo y olvidar la mano que se lo entrega. A los mayores, de manera más disimulada, nos ocurre lo mismo: convertimos muchos de los dones recibidos en méritos propios.
Los adultos nos convertimos en ese niño ingrato cuando, por una malévola trampa interior, nos creemos merecedores de todo. Y nos volvemos desagradecidos cuando creo que lo “mío es mío”: mi tierra, mi casa, y el pan de cada día. Cuando, en realidad, todo me ha sido entregado… Soy europeo, porque se me dio nacer a este lado de la doble valla de seis metros de altura en la orilla buena del mar. Y, por eso, tengo derecho a viajar libremente por todo el mundo, mis títulos son reconocidos fuera de mi tierra, sé escribir y leer…
Y es que hay dos maneras de ver la vida: como mérito o como don. Cuando vemos la vida como mérito, nuestra actitud es la del que cree que aporta todo lo necesario, que cumple holgadamente con su trabajo, y ha conseguido con su esfuerzo e inteligencia todo lo logrado. La segunda forma de ver la vida es como don. Todo se ve como un regalo gratuito, y entonces, tenemos sentimientos y razones para vivir agradecidos, porque sabemos que se nos da más de lo que merecemos. Todo es gracia y, por ello, debemos a la vida más de lo que ella nos pudiera deber.
Dice el profeta Isaías: “Mi amigo tenía una viña en una fértil colina. La cavó y despedregó, plantó cepas selectas, levantó en medio una torre y excavó un lagar. Esperaba que diera uvas, pero dio agrazones”(Is 5,1-2). Esa viña es nuestra propia historia y, nosotros, en muchas ocasiones, agrazones desagradecidos al propietario de la viña: Dios. Él es quien nos cava, nos planta y nos riega cada día.
Hoy el reto que os propongo es no caer en la trampa de ser desagradecidos, tomando mis regalos como derecho adquirido y mérito propio. Si un día tan solo diera gracias por haber nacido “aquí”, por la familia que me besó, los profesores que me formaron, las personas que me amaron, la Iglesia que me contagió el evangelio… algo cambiaría en mí. Hazme agradecido, Señor. Abre mis ojos para reconocer tanto don recibido.
Ramón Bogas Crespo
Director de la oficina de comunicación del obispado de Almería