EL CIELO ES GOZAR DE DIOS (II)
En una de sus homilías, el Papa emérito Benedicto XVI afirmaba que, con frecuencia, tenemos un poco de miedo a hablar de la vida eterna; que hablamos de las cosas que son útiles para el mundo, que mostramos que el cristianismo ayuda también a mejorar el mundo, pero que no nos atrevemos a decir que su meta es la vida eterna y que de esa meta vienen luego los criterios de la vida. Por ello, debemos reconocer que solo en la gran perspectiva de la vida eterna el cristianismo revela todo su sentido.
La voluntad de vivir, según la verdad y según el amor, también debe abrir a toda la amplitud del proyecto de Dios para nosotros, a la valentía de tener ya la alegría en la espera de la vida eterna. En efecto, esperar la vida eterna. Esperar que Aquel que es el Amor eterno transforme nuestra realidad purificándonos de nuestras esclavitudes para poder albergar en nosotros la eternidad de su amor.
La identidad (del latín identitas y esta de idem, «el mismo») es mucho más que tener nombre y apellidos en el registro civil; es lo que nos identifica ante nosotros mismos y ante los demás como individuos únicos, irrepetibles e insustituibles.
Las personas a quienes queremos y los valores a los que consagramos nuestra vida son elementos constitutivos de nuestra identidad. ¿Qué pasará con todo eso en la otra vida? La pregunta es importante porque, modificando un poco la famosa sentencia de J. Ortega y Gasset en su obra Meditaciones del Quijote, podríamos decir: «Yo soy yo y mi mundo, y si no se salva él no me salvo yo».
Explica santo Tomás de Aquino en su magna obra la Summa Theologiae que la compañía de los amigos que tuvimos en la tierra no es una exigencia necesaria para ser perfectamente felices en el cielo, porque la persona humana «tiene toda la plenitud de su perfección en Dios. Pero la compañía de los amigos formará parte de la bienaventuranza». Y lo mismo podríamos decir de las demás personas a las que hayamos amado verdaderamente (abuelos, madre, padre, esposa, esposo, los hijos…).
El hecho de que muchos cristianos crean más en la resurrección de los muertos que en la inmortalidad del alma, tiene mucho que ver con lo que acabamos de decir, porque las almas no tienen «puertas ni ventanas», pues es el cuerpo quien las permite comunicarse con los demás, tanto aquí como en la otra vida.
En esto consiste también afirmar que Dios es amor, amor eterno del que no caduca ni pasa de largo o de visita. Por eso el amor es eterno. Y es verdadero amor si está, comparte y compromete, marcando una huella imborrable en nosotros. Esto es el Amor de Dios, del que más místicos que Lope de Vega dirían que «quien lo probó lo sabe».
Jesús García Aiz