Existen cosas en nuestra vida que están tan interiorizadas que consideramos que no existe posibilidad de que sean de otra manera. Un ejemplo claro es la concepción que tenemos del tiempo. Con alguna precisión, comprendemos el tiempo como realidad que continuamente fluye, pasa. Sin embargo, esta idea es solo propia de la visión judía y cristiana de la realidad. Si leemos la antigua mitología griega o nos acercamos a las culturas asiáticas, el tiempo se concibe como una especie de círculo cerrado, por tanto, como una continua repetición.
Nuestra comprensión del tiempo nos permite hablar de ayer, hoy y mañana como momentos relacionados entre sí, pero no como repetición de un único momento. Desde nuestro hoy (presente), miramos el ayer (pasado), como lo que fue y el mañana (futuro), como una posibilidad abierta y no determinada. La «parábola de los talentos» muestra el sentido que el tiempo tiene para el cristiano. Así, partiendo de nuestro presente, el pasado se entiende como el momento en que Dios nos enriqueció con una serie de dones para que los pusiésemos al servicio de los demás. El futuro será el momento en que debamos rendir cuentas a Dios por la manera en que hemos utilizado esos dones. Y el presente es el momento de la verdad, puesto que es cuando debemos empeñar todas nuestras capacidades en hacer florecer esos dones.
Puede parecer una tarea muy grande, pero cuando nos fijamos en la parábola, nos damos cuenta que los dones que Dios da poseen un dinamismo propio que los hace desarrollarse por sí mismos. Es suficiente con que quien los ha recibido los ponga en juego. No tener miedo y ser valiente en la vivencia del evangelio, implicando la totalidad de la vida, es la llamada que Jesucristo hace hoy a los cristianos. De esta actitud depende nuestra vida presente y la futura.
Por ello, lo importante no es cuáles ni cuántos dones me ha dado Dios, ni qué hice con esos dones. Lo verdaderamente importantes es qué estoy haciendo con ellos ahora. Por eso, el mayor pecado que puede cometer un cristiano es el pecado de omisión. Caer en la «pereza cristiana» es el gran peligro de los seguidores de Cristo. Abandonar la audacia propia que nace de saber que es Dios mismo quien me ha dotado de una serie de dones que son necesarios para que la Iglesia y la sociedad sean mejores y no ponerlos en juego porque se está más «a gusto» y con menos preocupaciones, es lo mismo que despreciar a quien nos ha dado esos dones. En la vida cristiana no existe lo que podríamos llamar un «punto de equilibrio». En la existencia cristiana o se avanza o se retrocede, pero no se permanece igual.
Victoriano Montoya Villegas