DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO
¿Seremos capaces de ir a donde nos lleve la fe?
El evangelio de hoy recoge una petición de los discípulos a Jesús: «auméntanos la fe». No debió ser una petición que hicieran una sola vez, puesto que en otros fragmentos de los evangelios también aparece recogida. Lo que podríamos preguntarnos es qué están pidiendo exactamente los apóstoles a Jesús. ¿Quieren conocer y comprender mejor la realidad íntima de Dios? No. Los apóstoles no buscan un mejor conocimiento, sino la capacidad de poder repetir en sus vidas aquella actitud vital que día a día apreciaban en Jesús; ser capaz de amar la voluntad de Dios, sea cual sea, y cumplirla en la vida.
Comprender la fe sólo como un incremento de conocimiento o la ausencia de dudas racionales, es un empobrecimiento de este don de Dios. La fe ha de entenderse, en primer lugar, como confianza en la capacidad de Dios de intervenir en la historia y en nuestras vidas. Especialmente cuando las situaciones no son muy favorables. Los apóstoles veían cómo la confianza de Jesús en el Padre Dios se mantenía inalterada a pesar del rumbo que estaban tomando las cosas. De los triunfos y aclamaciones que eran lo habitual al comienzo de la predicación de Jesús, se estaba pasando a la pequeñez del grupo de los seguidores más íntimos y al rechazo de los más significativos del pueblo de Israel. A pesar de ello, la confianza de Jesús en Dios se mantenía inalterable. Esto es lo que pedían los apóstoles; poder mantener la confianza en Dios cuando aparece el dolor y el sufrimiento.
Por ello, una adecuada comprensión de la fe significa no solo un asentimiento de la mente, sino una adecuación vital a la voluntad de Dios. Aquí radica la dificultad de una fe fuerte y verdadera; llegar a querer y a amar aquello de Dios quiere y ama.
Es cierto que esta disponibilidad de la propia vida se convierte en la mayor dificultad que se nos presenta a la hora de crecer en la fe. Es fácil pensar que la fe se convierte en enemiga de la libertad. Por ello, solo hay una posibilidad; crecer en el amor. Solo el que ama es capaz de entender que la propia felicidad descansa en hacer feliz a quien se ama verdaderamente. Esto es lo que los apóstoles pidieron a Jesús. La pregunta es si nosotros tendremos la misma valentía para pedir a Dios que Él se convierta en el auténtico centro de nuestra vida. Que lleguemos a asumir como propio aquello que Dios quiere. Que seamos como el sirviente, que a pesar del cansancio del día, sigue dispuesto a mantenerse en el servicio a su Señor.
Victoriano Montoya Villegas