Es posible que en muchas ocasiones hayamos contemplado esa escena en la que un niño, bebé, “regomelloso” solo se queda tranquilo cuando su madre lo toma en brazos y lo acurruca contra su pecho. La ciencia busca y da muchas explicaciones; el latido del corazón de la madre, el olor corporal, el ritmo de la mecida… pero, en el fondo, lo que tranquiliza al bebé es la confianza. Es posible que no de una manera refleja, pero sí instintiva, el niño se siente seguro y protegido.
Cada segundo domingo del tiempo pascual, leemos el fragmento del evangelio de san Juan en que se nos narra la actitud descreída del apóstol Tomás ante el anuncio de los demás apóstoles de que Cristo ha resucitado y vive para siempre. La respuesta de Tomás es contundente: “si no lo veo, no lo creo”. Igual de contundentes son las palabras de Cristo cuando Tomás le reconoció como su Señor y su Dios: “dichosos los que crean sin haber visto”.
Este fragmento bíblico y siglos de tradición han hecho que cale en nosotros una concepción de la fe un tanto reduccionista. De tal manera que la fe se identifica como una especie de conocimiento que no llega hasta nosotros por los medios habituales: estudio, experiencia, práctica… sino, simplemente, porque aceptamos aquello que no vemos.
Sin embargo, esta idea de fe no da explicación a uno de los hechos más importantes de la historia humana; cómo un grupo de hombres atemorizados y desmoralizados dejaron a un lado todo temor y salieron al mundo, hasta entregar su propia vida, a gritar que Cristo está vivo y que nos ofrece un camino de vida. La adquisición de un nuevo conocimiento no lo explica. La única explicación posible es que la fe, llegada a su plenitud en los apóstoles a partir del encuentro con Cristo Resucitado, aporta mucho más que un mero “saber algo”.
La fe es certeza, no de tipo matemático, sino vital de que nuestra vida no está en manos de un destino ciego o de un azar caprichoso. La fe es experimentar la cercanía de un Dios que nos ama por encima de nuestros méritos. Es esperar contra toda esperanza. Es vivir con la convicción de que cuando se da la vida en favor de los demás, más vida tenemos en nosotros. Es comprobar en el día a día que la mayor riqueza que podemos tener es el amor que damos a los demás, aunque no sea recompensado. En definitiva, la fe es confianza en Dios por encima de las seguridades humanas, igual que aquella que siente el bebé cuando está entre los brazos de su madre y de la intranquilidad pasa a la calma más sincera.
Victoriano Montoya Villegas