DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO
COMO EL GRANO DE MOSTAZA
La fe es un regalo de Dios, que se recibe gratis. Pero es un regalo para la vida y vivirla asegura su crecimiento. Por eso los apóstoles se dirigen confiadamente a Jesús, pidiéndole que les aumente la fe, a lo mejor recordando lo que el profeta Habacub afirmaba: “El justo vivirá por su fe”, haciendo lo que Dios le ha mandado, como criado obediente.
Seguramente los apóstoles pensaban entonces, como pensamos hoy día muchos cristianos, que aquellos tiempos eran difíciles para la fe
En nuestro hoy, hay cristianos que nos hemos acostumbrado a vivir una fe muelle. Sin más rodeos ni más obligaciones que el saber que Dios está ahí y con una iglesia que, en más de una ocasión, se sigue considerando como una de “estación de servicio”, que utilizo como y cuando me interesa .
Pero hemos llegado a “una hora de la verdad” Hacen falta urgentemente cristianos comprometidos en la causa de Jesucristo, que es la implantación del Reino de Dios..
Si la tuviésemos fe, aunque fuese tan imperceptible como es la semilla de la mostaza …, dice el Señor, que seríamos capaces de trasladar montañas de la tierra al mar.
Por supuesto que no estaba insinuando que intentemos y consigamos mover montañas sólo para probar que tenemos fe Lo que El Señor está pretendiendo enseñar a sus discípulos, y desea que lo aprendamos, es que no es necesario tener una fe grande para producir resultados grandes. ¿Por qué? Porque los resultados no dependen de nosotros, dependen de Dios. Con esa confianza lucharíamos a tiempo y destiempo contra esa corriente que pretende reducir la vivencia de la fe a un ámbito personal y privado.
Aunque a algunos les parezca una contradicción, es una gracia de Dios poder vivir en estos tiempos, porque el momento histórico es apasionante para nuestra Iglesia. Es el diálogo fe y cultura, espiritualidad y laicismo, iglesia y mundo. Lejos de sentir miedo, todo esto, nos ha de llevar a perfeccionar esta iglesia nuestra en la que algunos están pero no saben ni porqué ni para qué están y, tal vez, tengan muy claro lo que creen y porque creen.
Es la hora de plantearnos si nuestra fe es una fe sólida en Jesucristo o acaso se ha ido desdibujando y ciñendo a una religiosidad que no traslada montañas, que se conforma con ir tirando, con poca cosa, con que todo siga igual… ¡Total –nos decimos- si no tiene solución, dejemos las montañas en su sitio! Justificando nuestro miedos o nuestra apatía.
Este domingo es una buena ocasión para pedirle al Señor, no una fe grande para poder hacer cosas prodigiosas o milagros, sino que aumente la fe para que sea, al menos del tamaño del grano de mostaza, para que podamos hacer las cosas de Dios. Una fe suficiente, para creer en los demás, para creer que como las montañas pueden cambiar de la tierra al mar, las personas también podemos cambiar, incluso que los malos pueden ser buenos y que hasta los perversos pueden ser santos…
Una fe suficiente para creer que el mundo puede cambiar, como la montaña puede ir sola al mar en lugar…; que el mundo puede ser mejor, que el mundo puede ser admirable y hermoso.
Manuel Antonio Menchón
Vicario Episcopal