A PROPÓSITO DEL DÍA DE LOS DIFUNTOS
Manuel Antonio Menchón
Vicario Episcopal
Se podría hacer un compendio con las particulares fórmulas de dar el pésame, cuando muere un familiar de algunos conocidos: las hay más espontáneas o más artificiosas; algunas son muy rutinarias y otras más sentidas y emotivas; unas tienen un lenguaje más convencional y otras más religioso;. En cada pueblo hay unas “palabras hechas” para expresar los sentimientos con los que los vecinos expresan a los dolientes que comparte el dolor por la muerte de sus seres queridos: “le acompaño el sentimiento”; “¿Qué le vamos a hacer? Es ley de vida”; “Que Dios le haya perdonado”; “Salud para sentirlo”, etc.
En realidad se trata de usar expresiones dichos tópicos para evitarnos el amargo trago de no saber qué decir para que refleje lo que realmente sentimos, si es que sentimos algo o solamente queremos quedar bien, cumplir.
No sé si hemos pensado que, en ocasiones, lo mejor sería el silencio que fraternamente calla y acompaña, porque el mejor pésame es ante todo acercar a los que sufren nuestro calor humano y nuestra presencia testimonial.
Pero, además, para los cristianos siempre es algo más: es una ofrenda y un responsabilidad. En los pésames nos comprometemos a prolongar esa solidaridad fraternal que hemos expresado a los familiares del difunto, en esos momentos de nuestro diálogo con el Señor, en nuestra oración.
Para que podamos mantener estos gestos de amor fraternal, por si alguien se despista, la Iglesia nos ofrece con el mes de noviembre una ocasión apropiada para plasmar nuestro compromiso hacia aquellos que nos han precedido y duermen ya el sueño de la paz. No sólo para nuestros seres queridos difuntos, en cuyo caso no es una obligación, sino una respuesta cariñosa a los que tanto amor nos dieron, para decirles que no solamente los hemos amado en vida, sino que también ahora los amamos en este recuerdo orante ante Dios. Pero la solidaridad cristiana tiene que ir más allá de la sangre y por eso en los pésames adquirimos el compromiso de tener presente a todos los que nos han precedido, hallamos tenido la oportunidad, en su momento, de dar el pésame a los familiares o no. Por eso hoy, de modo especial, le pedimos a Dios por todos los que han muerto, para que en su ternura y misericordia conceda la vida eterna a aquellos que nos dejan para ir a alojarse en las habitaciones que, según nos ha dicho Jesús, en la casa del Padre, están preparadas para todos.
Cuando asistimos a un funeral, estamos asistiendo al frecuente “espectáculo de muerte”. En una sociedad como la nuestra, donde lo que importa es sólo vivir el presente, la muerte es chocantemente, de una manera simultánea, por un lado, silenciada y, por otro lado, divulgada. Lo primero lo hacemos con nuestros difuntos “cercanos”, a los retiramos rápidamente de la circulación. Basta examinar lo que sucede cuando una persona muere: rápidamente se la hace desaparecer del terreno de los vivos y hasta para fijar la hora del funeral, se busca que no altere el ritmo cotidiano, porque la vida continúa. Todo nos invita a pasar página cuanto antes, a seguir adelante, a no detenernos. De esta manera, lo que estamos evitando es la posibilidad de que esa muerte nos haga reflexionar sobre la nuestra y no queremos entrar en contacto con es realidad irremediable. Huimos y rehusamos que se haga realidad aquello que decía el poeta John Donan: “cuando doblan las campanas por la muerte de alguien, en el fondo, doblan por nosotros”.
Por otro lado, los muertos “lejanos” se exhiben con todo lujo de detalles. Basta contemplar los informativos de cualquier cadena de TV. El espectador medio está ya acostumbrado a comer con cadáveres, sin que esto altere lo más mínimo su digestión. Siempre nos parece una realidad que se refiere a los otros. Son los “otros” los que aparecen en televisión víctimas de un accidente de tráfico, de un asesinato, o de una guerra.
Creemos que vivir el “hoy” con intensidad es la única manera de dar sentido a esta vida. Es como si afirmáramos que esta vida es tan valiosa que no puede dejarse todo para la segunda parte. Pero, aunque nos pese, es imprescindible creer que hay una segunda parte. Solemos decir que “nunca segundas partes fueron buenas”, si embargo, en el caso de la muerte, la fe nos recuerda que “lo mejor está por llegar” y que “es bueno esperar esa segunda parte de nuestra existencia”. O más bien saber que, desde que Dios vino a vivir entre los hombres, lo mejor de la vida nos está llegando día a día, pero que nunca lo disfrutaremos del todo hasta que no traspasemos la frontera que separa la vida de la Vida.