DOMINGO IV DE CUARESMA
¡ABRID LOS OJOS A LA FE!
Si un bebé pudiera comunicar lo que siente cuando empieza a ver y distinguir con claridad el rostro de su madre y de su padre, las personas, las cosas, las coloraciones, ¡cuántos “oh” e admiración se oirían! ¡Qué canto a la luz y a la vista entonaría! Ver siempre es un milagro, aunque no le prestamos mucha atención porque nos hemos acostumbrado y lo damos por descontado.
Pero hay también otros ojos aún que deben abrirse al mundo, además de los ojos de la cara: ¡los ojos de la fe! Estos ojos nos otorgan el don de poder conocer otro mundo más allá del que percibe nuestra vista: el mundo de Dios, de la vida interminable, el mundo del Evangelio, esos regalos de Dios que no terminan ni siquiera… con el fin del mundo.
Cuando Jesús, después de ponerle lodo en los ojos, envía al joven ciego, del evangelio de hoy, a la piscina de Siloé, quería, por supuesto, que aquellos ojos hiciesen pasar al mendigo de las tinieblas a la luz, ver a las personas que antes sólo oía, percibir la grandeza del Templo, en cuyos atrio pedía limosna, captar todos los matices de la luz, poder moverse con libertad, pero quería también significar, por medio del agua, que esos ojos diferentes, los de la fe, empiezan a abrirse en el bautismo, cuando recibimos precisamente el don de la fe. Por eso en la antigüedad el bautismo se llamaba también “iluminación” y estar bautizados se decía “haber sido iluminados”.
El ciego, poco a poco empezó a ver con claridad el mundo que le rodeaba y el mundo de Dio, al que llega a ver vivamente retratado en el profeta que le ha abierto los ojos, en Jesús de Nazaret.
Pero en la escena quedan otros ciegos incurables, cerrados voluntariamente a ver más allá de sus criterios, tradiciones, convicciones, fanatismos o miedos: los fariseos, prisioneros de una creencia cerrada.; los padres del ciego, temerosos ante las amenazas de excomunión de las autoridades; los vecinos y conocidos que se niegan a admitir el milagro…
Frente a estas cegueras –conocidas también entre los cristianos-, la postura de Jesús es tajante: “los que creen ver, se quedan ciegos”. Quien está demasiado seguro de sus creencias, está en realidad ciego, porque el fanatismo produce unas cataratas que le impiden ver con claridad la verdad; quienes tienen miedo a ser incomprendidos o rechazados por confesar que Jesucristo es el Hijo de Dios, es la Luz del mundo, esa cobardía les nublará la vista y poco a poco irán perdiendo el regalo de la fe; quienes se niegan a admitir el milagro del cambio de la persona, el milagro de la conversión, esa obstinación les llevará a que se les vaya oscureciendo la hermoso paisaje de la esperanza.
Manuel Antonio Menchón
Vicario Episcopal