DOMINGO III DE ADVIENTO
Lc 3, 10-18: . “¿Entonces, que hacemos?”
La liturgia del tercer domingo de aviento es especial; rebosa de alegría, pues ésta es la reacción de aquellos que saben que la salvación de Dios está cerca. No hablamos de una alegría superficial que se quiere apoyar en la falta de problemas, sino aquella otra que, en las dificultades de la vida, sabe percibir la presencia del Señor dispuesto a transformarnos según su corazón. De qué forma tan plástica nos lo hace sentir el profeta Sofonías “No temas, que no desfallezcan tus manos..”. El profeta se dirige a la ciudad de Jerusalén que ha experimentado sucesivas destrucciones, con lo que esto supone para la fe de un pueblo. Son situaciones de dolor y sufrimiento que hacen preguntarse por el silencio de Dios. En medio de esta experiencia el profeta alza la voz en nombre de su Señor; invita a la confianza: “No temas, el Señor no te ha olvidado“, son sus palabras. Incluso se atreve a decir “que la ama“.
El evangelio es la continuación casi inmediata del que leíamos el domingo pasado. Si antes Juan era presentado como aquél cuya misión era preparar al Señor un pueblo bien dispuesto, no es de extrañar que quienes acogen esa llamada a la conversión quieran preguntar cuales son las implicaciones concretas que esta invitación supone. Convertirse conlleva un cambio de vida. Es este el motivo que hace que Juan exhorte dar “frutos que muestren la conversión”. Cuando uno lee el texto con detenimiento observa como los frutos de los que habla el Bautista no son exclusivamente religiosos; no se dice nada de la observancia de la ley, de los sacrificios y oración, propios de la religiosidad de aquel tiempo. La conversión que pide Juan pasa por la relación con el hermano, con la práctica de la justica, por la renuncia a la violencia. Así se acentúa, como veíamos el domingo pasado, que la salvación está abierta a todos, sin que nadie se sienta excluido. Ni tan siquiera los publicanos, tenidos en aquella época como pecadores sin posibilidad de perdón.
Si queremos vivir y testimoniar que el Señor viene no basta solo quedarse en la alegría. Ésta reclama la conversión, una conversión que no puede quedarse en sentimientos, intenciones o deseos pasajeros, sino que debe de hacerse concreta en la vida personal de cada uno.
Que importante es que el adviento nos ayude a recuperar la confianza que se apoya en la Palabra de Dios, una Palabra que nos asegura que Él se acerca a nuestra vida. Que importante es que en un mundo cansado seamos profetas que inviten a la esperanza, porque Dios viene y es posible un mundo según su corazón. Que importante es que nuestra una esperanza, lejos de evadirnos de nuestra realidad concreta, nos lance hacia ella. El camino se recorre en función de la meta a la que nos dirigimos. Nuestra esperanza, que es Dios mismo, lejos de hacernos insensibles a nuestra historia, nos hace “compartir en la caridad la angustias y tristezas de los hombres de nuestro tiempo“.
Francisco Sáez Rozas