Una de las características de este tiempo antes de Navidad, incluso en una situación tan particular como la que estamos viviendo, es la abundancia de sonidos. Percibimos los sonidos del bullicio de la calle, de las melodías propias de esta época, de unas ciertas prisas, aunque mitigadas, y, sobre todo, el sonido de la multitud de mensajes que nos lanzan. Sin embargo, todos estos mensajes comparten una característica fundamental: en cuanto llegan a nuestros oídos, parecen desvanecerse. No dejan huella en nosotros.
El fragmento del evangelio de Juan que la Iglesia propone para este tercer domingo de adviento también nos presenta una sonido: la voz de Juan Bautista resonando al lado del río Jordán. A diferencia de lo que ocurre con los mensajes que no paramos de recibir en estos días, la voz de Juan resuena con un tono diferente. Él no tiene pretensión de absoluto. Solo pretende ser indicativo de Aquel que es mayor, del que sí es el mensaje absoluto de Dios: Jesucristo.
Con una bella imagen, san Agustín definió a Juan Bautista como el sonido que contiene la Palabra y que se desvanece en el silencio cuando la Palabra ha llegado a su destino. Hoy, esta imagen adquiere especial importancia, puesto que la abundancia de ruidos hace que la verdadera Palabra de este tiempo de adviento que es Jesucristo, difícilmente puede llegar a los oídos de un mundo que vive embotado de ruidos.
Juan Bautista tenía conciencia de ser el mensajero del único mensaje que verdaderamente merece la pena que llegue a todos los seres humanos: la plenitud de vida que Jesucristo ofrece a todo hombre y mujer de este mundo. Quizá sería conveniente que los que hemos escuchado la palabra de la vida volviésemos a repetir la experiencia del Bautista: convertirnos en sonidos que transmiten la Palabra.
Posiblemente tengamos clara esta tarea, lo que nos cuesta más es saber cómo hacerlo. Ante la presencia de Jesús, Juan se hizo pequeño. Continuó haciendo la tarea encomendada con la humildad propia de quien se sabe instrumento de Dios. En la vivencia humilde y alegre de nuestro quehacer cotidiano, los cristianos encontramos un camino excepcional para ser testigos de la Palabra que contiene el mensaje de la salvación. Sabiendo que el centro de nuestra vida no somos nosotros mismos, podemos dar el mejor testimonio de que verdaderamente hemos escuchado la Palabra que es Jesucristo y que, por encima de todos los ruidos que hay a nuestro alrededor, queremos decir que hemos descubierto a quien es el auténtico Salvador de nuestra vida.
Victoriano Montoya Villegas