La explosión de luces y colorido que se vive en nuestras calles, los anuncios de la televisión, los olores y sonidos que flotan en el ambiente, más que una invitación, se han convertido en una imposición de alegría. Eso está bien. Pero ¿qué ocurre cuando yo no tengo motivos para la alegría ni la esperanza? Es como si a nuestro alrededor todo el mundo viviese en una burbuja de alegría mientras que yo, como diría Tolstoi, vivo mis pesares a mi manera y como puedo.
Cada tercer domingo de adviento, el evangelio invita a contemplar la figura de un personaje singular; Juan el Bautista. En el evangelio de hoy se presenta a Juan Bautista en la cárcel. Pero lo que le preocupa no es su prisión, sino que la esperanza que había depositado en Jesús como el Mesías esperado, parece enfriarse. El motivo es que Jesús no se ajusta a su imagen de Mesías. Que Cristo no se acopla a sus ideas preconcebidas de cómo o cuándo debía proceder el Mesías. Por ello envía un grupo de sus discípulos a preguntar a Jesús si él es el Mesías o hay que esperar a otro.
La respuesta de Jesús no es un solido discurso sobre su propia identidad personal, sino una invitación a los discípulos de Juan Bautista a mirar con más detenimiento la realidad. Es cierto que Jesús no realiza acciones portentosas que despierten la admiración y el sobrecogimiento de sus paisanos, pero sí realiza pequeñas acciones que hacen que las personas salgan de su situación de postración y tengan una vida más plena y feliz.
Cuando se experimenta en la propia vida la misma experiencia de decepción que experimentó Juan el Bautista, es bueno recorrer el mismo camino que hicieron sus discípulos; mirar con mayor detenimiento a nuestro alrededor. Fijarse en las personas y en las cosas pequeñas que rodean nuestra vida. Darse cuenta de que Dios sigue actuando en medio de nuestro mundo igual que lo hizo entonces, sin espectacularidad, con sencillez, pero haciendo que la vida de cada persona que acude a Él alcance plenitud. La clave para mantener la alegría cristiana, que es mucho más profunda y permanente que la algarabía, es mantener la esperanza. Para ello, es necesario seguir confiando en que Dios está siempre cerca de nosotros.
Convirtamos los elementos propios de estas fechas: luces, colores, olores, sabores, sonidos… en un recordatorio de que nuestra vida no está en manos de un ciego azar, sino en las manos amorosas de Dios, que nos ama y nos cuida. Así, ni la alegría se convertirá en simple bullicio, ni las tristezas podrán arrebatarnos la esperanza.
Victoriano Montoya Villegas