SANTÍSIMA TRINIDAD
«Padre, Hijo y Espíritu Santo»
Cuando hacemos memoria de la predicación de Jesucristo, es fácil pensar que su enseñanza se presenta siempre de una manera rotundamente explícita. Es cierto que esta claridad de la enseñanza de Jesús se manifiesta en relación a la manera en que los cristianos debemos recorrer nuestra vida si queremos llamarnos, en verdad, discípulos suyos. Sin embargo, la predicación de Jesús, cuando habla del misterio de Dios mismo, aparece solo como indicación e invitación al descubrimiento personal, más que como exposición clara y distinta del misterio de Dios.
Jesucristo nos ha abierto una rendija en la verdad sobre Dios. A través de ella, podemos vislumbrar la intimidad de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta manera de proceder de Jesús al hablarnos de Dios, no busca crear ningún tipo de incertidumbre en el cristiano, sino que es una invitación al conocimiento y la profundización de cada uno en el «misterio» original de nuestra fe. Jesucristo no puede presentar el misterio de Dios como si se tratase de una fórmula matemática. Entre otras cosas, porque Dios es misterio de amor. Y pocas cosas pueden ser más distantes de la exactitud matemática que el amor.
Jesús nos ha hablado de un Dios que es Padre. Que cuando no existía nada, por amor, llamó a la existencia a todo lo que contemplamos. Y que esta creación tenía una intención clara; servir de sustento a aquel con quien quería mantener una relación de amistad; el ser humano.
Cristo nos ha hablado de un Dios que es Hijo. Aquel que cuando todas las llamadas que Dios había hecho al ser humano para que volviese a su amistad, escogió el camino de compartir nuestra condición humana para hablarnos de tu a tu. Sin distancia, sin la separación propia que existen entre Dios y la criatura.
Jesucristo nos habló de un Dios que es Espíritu Santo. Este Espíritu de Dios que haría posible que nuestra unión con Dios fuese tan fuerte que nada ni nadie pudiera romperla jamás. Este Espíritu Santo que nos vuelve a unir con el Padre y el Hijo cuando nos olvidamos de nuestra condición de criaturas. Este Espíritu que hace que podamos conocer internamente la verdad sobre Dios y enriquecernos con dicho conocimiento.
Volver nuestra mirada, hoy, al misterio cristiano en el que está sumergida nuestra vida, es superar la tentación de un conocimiento frío e impersonal del misterio más profundo de Dios, e introducirnos al conocimiento del corazón, ese que verdaderamente satisface al alma y nos permite compartir la vida trinitaria.
Victoriano Montoya Villegas