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PREGÓN DE NAVIDAD DE NUESTRO OBISPO D. ANTONIO

Pregón navideño pronunciado el pasado 16 de diciembre en el salón noble de la Delegación del Gobierno andaluz

“La vida es como montar un belén primero lo que la sustenta y después los pequeños detalles”.

Autoridades, Hermandades, Asociación Almeriense de los Amigos del Belén, Guardia de Dios, Hermanos Sacerdotes… Buenas Noches.

La verdad es que me gusta montar el belén (en el sentido estricto de la palabra) y mis recuerdos se pierden en mi primera infancia. Hoy, que la asociación almeriense de los amigos del belén me pide que haga el decimotercer Pregón de Navidad, no puedo por menos de mostrar el sentido de la Navidad a través del diseño y montaje de un nacimiento.

Es fácil dejarse llevar por la imaginación a la niñez, a las historias antiguas que vivimos y escuchamos de nuestros mayores. Eran navidades que se preparaban, dentro de la austeridad de aquellas vidas, con tanta ilusión y regocijo que se esperaban como un nuevo resurgir en medio del duro invierno, y me refiero a los de Castilla.

Nuestras casas olían a horno de pan, donde, desde una sencilla lumbre de carbón o leña, se hacían rosquillas y magdalenas para celebrar las Santas Fiestas. Esos días se juntaban las casas contiguas, se mataba el mejor pollo o conejo del corral (entonces todos eran de corral), y teníamos en cuenta a los vecinos que vivían con más dificultades que nosotros, ¡eran pobres, pero con dignidad!

A nuestros mayores, los camellos de los Reyes Magos les traían una naranja o un puñado de castañas. A nosotros, un juego de mesa, y si había suerte los Juegos Reunidos Geyper o la Caja de Magia Borrás. También lápices de colores “Alpino” y ropa interior, siempre ropa. En algunas casas sé que las muñecas volvían de año en año, transformadas con nuevos vestidos y abalorios para no ser identificadas y pasar desapercibidas en su segunda llegada, para una hermana más pequeña, y sobre el mes de marzo se volvían a perder. Las panderetas y las castañuelas salían de los baúles y los abuelos trasmitían a sus nietos villancicos populares para adorar al Niño Dios: “Madre, a la puerta hay un niño más hermoso que el sol bello y dice que tiene frio, pues el pobre anda en cueros…” me cantaba mi tía María, que a su vez lo había aprendido de su abuelita. Y yo me conmovía. Así fuimos creciendo y así nos fueron educando en la fe.

Antes, cuando decorábamos nuestras casas en Navidad, no había más que los nacimientos, con aquellas figurillas de barro y las ovejas con las patas de alambre, si es que les quedaba alguna.

En el corazón, muchas veces, se me anida la nostalgia. No la del dolor y el deseo, sino otra, que no sabría con qué palabra designar. Se acurruca, como lo hacía Chispas, el gato de mi casa, y ronronea en ese espacio que le dejo entre mi cuerpo y el reposabrazos mullido del sofá. Mi nostalgia está llena de bondad, de personas queridas y de recuerdos, de esos que construyen la vida, y uno se goza en la contemplación sosegada de la memoria. La nostalgia que yo digo no duele, reposa y recrea, y las antiguas imágenes reaparecen de nuevo dejando reavivar el fuego del recuerdo de las cosas buenas vividas con sencillez y pobreza de espíritu. Y no vienen solas, las acompañan siempre los sentimientos, aquellos que hacen que el corazón cambie de ritmo y entre en una quietud de bienestar y gozo. Y si todo esto lo pudieras compartir con otra persona, en una equilibrada charla en torno a una mesa y a una bebida caliente entre las manos, sería un sublime momento.

La Navidad no es un cuento, ya tiene este tiempo demasiados tópicos típicos para enzarzarme en uno de ellos. Lo único que intento es recrear la vida desde lo que he vivido, desde el andamiaje que me hace ser lo que creo ser. Quiero construir una parábola, es decir, el esfuerzo de poner en paralelo las cosas sencillas de la vida, que es lo que realmente le dan sustento y encontrar su esencia. Lo hago en honor a todos los belenistas, y a sus familias que aguantan el ajetreo de lo que significa montar un belén (es casi como una batalla incruenta que desbarata toda la casa). No recuerdo la edad que tenía cuando monté el primero, quizás 6 años. Este relato lo comencé a escribir hace unos años, cuando me pidieron un artículo para una revista sobre la Navidad y encontré el belén del que voy a hablar. El belén de mi infancia, con figuras heredades alguna supera el centenar de años, lo monté por última vez en una vitrina del Museo Diocesano de Teruel, allí al menos lo seguirán viendo los visitantes todos los días del año.

En vísperas de la pandemia, cuando ni sospechábamos lo que nos esperaba, por la festividad de Todos los Santos, volví a casa, a mi pequeña ciudad, Carrión de los Condes, que ya ni roza los dos mil habitantes, perdida en su sublime historia y en lo que antaño fue, pero que ahora comienza a naufragar en ese mar que llamamos España vaciada. Después de recorrer casi quinientos kilómetros, llegué cansado y me encontré con las calles solitarias y empapadas en una bruma húmeda y melancólica. La imagen exterior nos hace olvidar la vida real, pero aún están ahí las personas que avivan las luces y el fuego de sus casas encendido, las iglesias abiertas, algunos comercios y bares, incluso dos monasterios que luchan por mantenerse vivos y activos, aunque sean de vida contemplativa. Uno de ellos, el de Santa Clara tiene un museo con más de 2000 misterios, (no podía ser de otra manera, pues san Francisco inventó el belén).  En nuestros pueblos pequeños no debemos de fijarnos tanto en los números, sino en la vitalidad de las personas que los habitan.

Abrí la puerta de mi casa, y se me presentó fría y vacía, como tantas y tantas de mis vecinos, que solo se abren en verano para soportar el bullicio de unas fiestas más propicias a los tiempos que corren que al origen religioso de las que deben su nombre. Sabía que lo primero era buscar en el desván el nacimiento de figuras de barro de mi primera infancia, allá a los comienzos de los sesenta del siglo pasado. Chirrió la vieja puerta que me conduce a unas empinadas escaleras de madera, ya carcomidas por el paso del tiempo. El desván es el almacén de todo lo que sobra a lo largo de una vida, porque el uso o las modas lo desecharon en su momento. Sabía que tenía que estar ahí, entre sillas rotas, una cómoda y cajas de cartón cubiertas por el polvo del tiempo, algunas con libros que no volveré a leer.

En una lata de dulce de membrillo de Puente Genil, que en su tapa representaba los apóstoles de la famosa Última Cena de Leonardo da Vinci, dormían las figurillas de barro arropadas en aquellos recortes de papel de periódico de provincias de la época, donde se anunciaba la venta de ganado: “Vendo una oveja abocada a parir, razón…”. Estaban casi todas las que recordaba, y el precio a lápiz, en las bases de barro que las sustentan: 1 peseta con 30 céntimos. Sin querer abrí los ojos con esa sensación de la mañana de Reyes, cuando era aún un niño, y volví a revivir el bazar El Rayo, al lado de mi casa y a Isabelita, la dueña, que me dejaba entrar en la trastienda a ver todas las figuras encima de un viejo aparador, al que casi no llegaba, y me aupaba de puntillas. Mis ojos, al ras del horizonte, contemplaba una gran multitud de personajes de barro, que representaban, tal cual, la vida de mi pueblo, y se dirigían en filas hacia mí, como los guerreros de Xian. Un día cerró el bazar e ingresó en el Monasterio de Santa Clara, pasando a ser sor María Paloma de la Santísima Trinidad, así son ellas poniendo nombres, y allí entregó al Señor sus días. En una caja de cartón, al lado de la de dulce de membrillo, guardaba el portal, las casitas de corcho, una palmera de latón recortado y unos arbolitos que había construido con unas ramas y unos cuantos líquenes, ya totalmente ajados y descoloridos.

El día de la Inmaculada, como cuando era niño, me he puesto a montar mi viejo belén. Antes había una antigua tradición en que los pequeños de cada familia, el 8 de diciembre, después de Misa Mayor, poníamos el nacimiento en nuestras casas, que manteníamos hasta la tarde del 2 de febrero, el día de la Presentación de Jesús en el Templo, las candelas, decíamos. ¡Ah! eso sí, podía estar todo construido, pero el Niño Jesús no se colocaba en su cunita de pajas hasta el 24 de diciembre, cuando volvíamos de la Misa del Gallo, y cantábamos villancicos, y ronchábamos, por primera vez, un trozo de turrón duro, las peladillas y algún que otro mazapán, con un poco de sidra, que se nos subían las burbujas a la nariz y nos daba la risa. Todo esto era la felicidad.

Ahora he comprado papel de roca para formar las montañas. Antes guardábamos una vieja manta mulera, de un marrón manoseado, o sábanas de algodón, ya casi trasparentes por el uso, que sobre cajas vacías de zapatos y una banqueta vieja, daba forma, y después cubría de harina, por eso de la nieve. La calle de mi casa, la rúa de peregrinos, del Camino de Santiago, entonces bullía de vida: frente a mi casa la farmacia, la pastelería, la pescadería, el sastre, la chocolatería y la droguería… todas colindantes y detrás de los mostradores siempre una mujer. En mi acera hacia la izquierda, se encontraba la carnicería, una alpargatería, una zapatería y una tienda de telas.

Mientras arrugo el papel, pienso que el paisaje nos conforma. No es lo mismo criarse en la montaña que en la llanura, en el interior o en la orilla del mar, en un clima frío que, en otro cálido, en una ciudad que en una pequeña aldea. Las psicologías, las miradas, los sentimientos… se doblegan y se amoldan de alguna manera a las abruptas rocas o a los suaves senderos que recorren y dan forma a nuestra geografía personal.  A Jesús, también Nazaret, con sus pequeñas viviendas cueva, le debió de educar, como las orillas del lago de Galilea y sus pueblos, las colinas que lo rodean, las cárcavas que bajan a Jericó, las murallas de Jerusalén, el huerto de olivos, el río Jordán, la viña.

Nosotros en realidad, cuando montamos el belén, mimetizamos nuestros pueblos, en toda su ruralidad, y a sus gentes, aquellas del primer pesebre franciscano, allá en el año 1223 (haremos 800 años de belenes el próximo año). Aquellos aldeanos, como nuestras figuras de barro que, con sus antorchas y sus cestas, con la leña al hombro, o llevando una gallina en la mano, o seguidos de un par de ovejas, eran los habitantes de Greccio y alrededores, que se dirigían a la gruta que montó san Francisco, para adorar al niño. Se sabe que la primera empresa que fabricaba figuritas del belén se fundó en Paris en el año 1465. Y ya ha llovido mucho. Luego fuimos añadiendo otros pasajes del evangelio, fruto de las representaciones teatrales de la Navidad en las iglesias: la anunciación a los pastores, la llegada de los sabios de oriente, la matanza de los inocentes, el sueño de José… además, de otros personajes de los oficios de la vida cotidiana. Allí estamos todos, camino del pesebre. Qué bien lo han sabido representar en el belén los alumnos y profesores del colegio Virgen de la Chanca, llamado popularmente la Calamina, que visité y gocé ayer y hoy le ha sido otorgado el primer premio del ayuntamiento. San Francisco lo aprobaría. Está el barrio de la Chanca y Pescadería, con sus parroquias, la alcazaba y el puerto… y todos los oficios y el deambular de las gentes por las calles empinadas. Mi enhorabuena a ese hermoso trabajo hecho entre todos.

El paisaje de nuestros belenes infantiles tiene dos polos: la montaña y la llanura. En la montaña colocaba el castillo de Herodes y a sus pies, no podía ser de otra manera, las casitas de corcho que conforman el pueblo, en declive hasta la llanura. En el llano los caminos, el puente, los diversos oficios… la vida diaria, la rutina, que hace ruta, y se dirige hasta el otro extremo, al final del camino, al portal de Belén. Un dulce río de plata, de envoltura de tableta de chocolates, atraviesa el paisaje de un lado a otro. Mi portal de belén es un castillo en ruinas, todo de corcho, tiene muchas décadas, casi cien años, me lo regaló mi abuelita, además de tres figurillas: una mujer de largos faldones de lunares, acompañada de una niña vestida de verde y también un pequeño adorador, que tiene los brazos y las manos de plomo, colocadas hacia adelante como si ofreciera una oveja. Ese establo es pura teología. Cada vez que lo miro veo como el niño Dios nace entre las ruinas de todas nuestras torres de Babel, de nuestras bien programadas grandezas, que no nos han llevado más que a la destrucción y a la desolación. La simplicidad del pesebre, allí donde abrevan y comen los animales domésticos, nos hace grandes. ¡Vaya comienzo, para hablar de la salvación de Dios!

Desenvuelvo el primer papel. Bien enrollados aparecen, como en un baile sobre sí mismos, Herodes y un soldado, con su escudo y con su lanza, tenía dos soldados, pero el otro se habrá perdido en cualquier batalla. Recordaba muy bien aquella figura: aparece el Tetrarca con corona dieciochesca y sentado en un trono, que cuando era niño me enfadaba mucho, porque me parecía que se igualaba al del Sagrado Corazón de Jesús, entronizado en casa de mis abuelos. Y perdón por la comparación, pero esa era la cruda realidad. Con el tiempo descubrí que él era el que estaba bien emplazado y no precisamente el buen Jesús, vestido de emperador como si de un rey todopoderoso más se tratara. A veces, qué daño nos hace dejarnos llevar, incluso en la expresión artística, por las modas imperantes de este mundo y que poco hemos tenido en cuenta la verdad desnuda del Evangelio. ¿Por qué, -si su reino no era de este mundo-, nos empeñamos en vestirle y decorarle con la parafernalia y el boato de un monarca absolutista? Aún no hemos aprendido a expresar la grandeza en el sentido evangélico de la palabra. O quizá es que no comprendemos lo que es la verdadera grandeza y nos acomodamos a las imposiciones que no tienen que ver con las razones del corazón, que son las del amor. Nos perdemos en los sentimientos y la estética mata la ética.

Desde la altura de papel, mi Herodes está pensando, mientras apoya la cabeza sobre la mano derecha y mira hacia abajo. Los poderosos, los soberbios, siempre te miran desde arriba, solo los niños, los necesitados, miran desde abajo. El que es madre o padre, el que es buen pastor, se agacha y se pone a tu altura, o te alza y te pone a la suya, te mira a los ojos, te atrae con lazos humanos y te come a besos, que dice el profeta Oseas hablando de la ternura de Dios. Esto no iba con Herodes. El pobre, el sencillo, no necesita de un soldado guardaespaldas, pues no tiene nada que guardar, ni nadie de quien protegerse. Todo es un mundo abierto para él. El viejo castillo medieval de cartón duro ya no sé dónde puede estar. Ahora, para darle solemnidad, le he armado una fortaleza que le respalde, aunque todo sea parte de una tramoya efímera. Como tantas cosas en la vida misma.

Hay en la caja como un pequeño rectángulo envuelto, que no sé qué puede ser. Ni me acuerdo. Y por lo que presiento entre los dedos, está roto. Es lo que queda de la posada. Una fachada de arcilla partida trasversalmente, una puerta cerrada y una minúscula ventana, por donde se asoma, casi como un contorsionista imposible, medio cuerpo de un hombrecillo con una mano extendida, en donde en su día hubo un farol. Está vestido de blanco y con un gorro de dormir. Nada queda de José y María. Tampoco quedan luces que iluminen hoy a los que buscan posada. Y todos dormimos apaciblemente tras esa pequeña ventana, tan estrecha, que nos impide ver el mundo en su total plenitud. Pero nuestro hogar también se resquebraja, y nunca desaparecerán los que piden posada, y nosotros quedaremos encajados, mirando al vacío, sin la luz entre las manos.

Me abruma la inestabilidad de José y de María. Siempre por los caminos del abandono y de la inseguridad. Desde el principio todo son búsquedas, éxodos y vigilias. Desde lo del anuncio del Ángel, vivían en un sin vivir. María, a visitar a su prima; José, dando vueltas sin dormir. Después a Belén, luego al exilio, en algún lugar desconocido de Egipto, y otra vez en camino, esta vez a Nazaret, siempre perseguidos y protegiendo al niño indefenso. Estaban curtidos en la confianza en Dios, si no, quién puede aguantar tanta desnudez. Sólo la capacidad de escucha (incluso en sueños) les mantenía despiertos, pero vivían despojados, hasta su propia voluntad la habían dejado en manos de Dios, por eso guardaban todos los acontecimientos en el corazón, por eso los meditaban, para poder fraguar la seguridad en aquel que todo lo puede, para armarse de valor. Y claro, de tales padres tal hijo, que se abajó de tal manera, que se hizo uno de tantos, no de los de la altura sin cimientos que lo dominan todo, sino de los del final del camino, allá donde se termina todo, donde no se puede caer más bajo, siempre en las afueras para nacer y para morir. ¡En Él sí que cabemos todos!

Los pastores vienen juntos, envueltos como en un caramelo. Son cuatro, en diferentes actitudes. Siempre les he hecho una pequeña cueva para refugiarse, aunque ellos eran de los que pasaban la noche en la intemperie y vigilantes. De los cuatro pastores de mi belén uno duerme, otro está como ensimismado en el fuego de la hoguera y los otros dos miran al ángel. La pastora parece que avisa a todos haciendo una señal con el brazo extendido y el pastor, más anciano, hace visera con la mano sobre los ojos, para ver mejor. En realidad, son cuatro actitudes sobre la vida, mientras tanto, el perro, al lado de la hoguera, esperando a ver que se cuece en el puchero. La pastora parece que pregunta, el anciano, de barbas blancas, hace un esfuerzo por alargar la mirada y escrutar, y el otro como que meditara. Aquellos pastores parece que hubieran hecho un taller de discernimiento con los jesuitas.

Y es que hay que estar muy despiertos para poder recibir un anuncio de tal calibre. Espabilado es tener preparado el pábilo de la lámpara para poder iluminar. Si no, llega el momento y te pilla dormido, como el otro pastor, que tuvo la oportunidad de escuchar el anuncio, pero no lo hizo. Es verdad que se lo contarían los otros, pero no es lo mismo, no hay color. Vigilar, escuchar, escrutar, preguntar, pararse, mirar en profundidad y anunciar lo experimentado son actitudes esenciales para crecer, para creer y también para amar. Mi amigo y vecino, ha leído y lee muchos libros de autoayuda personal y hablando de ello, el otro día le dije: todo está en el Evangelio. No hay más que leer y que alguien te acompañe, como le pasó al eunuco etíope con Felipe en el camino de Gaza. Todos son caminos abiertos para el encuentro con Dios, pero he de estar vigilante. La superficie lo hemos convertido en algo superficial, aparente. Bajo los hechizos de la apariencia esta lo esencial, lo que realmente construye la vida y la da sentido.

Tengo algunas ovejas (si esto lo leyese Nietzsche), pero la mayoría sin patas, de esta manera, las que debían de formar parte de un nutrido rebaño en camino, se han quedado tumbadas para descansar en el falso musgo. Tan solo tres se mantienen en pie. Esta puede ser una verdadera imagen de los discípulos de Cristo, que descansamos en las falsas praderas y hemos renunciado, vete a saber por qué, a los cuidados del pastor. La grey, aparte de significar rebaño de ovejas, es también la asamblea cristiana, la imagen del Pueblo de Dios, quizás por esto nuestros belenes están llenos de ovejas, bueno y por los pastores. La oveja, para el común de los mortales, es un animal bondadoso y tozudo, no hecho a las peleas, come de lo que hay, no necesita salir de caza, desamparada frente a los depredadores, necesitada de alguien que la acoja, cobije y guíe. Para los seguros de sí, para los que les gusta el poder, para los estrategas de la intriga, la oveja es un animal demasiado necio, pero es la única que se acomoda en los hombros del Buen Pastor.

En el discurrir del río he colocado al pescador, a un lado del puente. Al pescador le falta un brazo. Está con su caña de alambre y un plateado pez al extremo, que se mueve cada vez que abro o cierro la puerta de la habitación. Yo, de niño, iba a pescar bogas (de río, no de mar) con mis amigos Pepe y Víctor. Pasábamos la tarde escarbando la tierra para sacar orugas para el cebo y pescando pacientemente en silencio. Algunas veces era nuestra cena. También cogíamos cangrejos. La paciencia del pescador es una virtud, y desde que vi la película El río de la vida, lo valoro más. Había una familia en mi pueblo que vivía de eso, de vender por las casas, según temporada, bogas, truchas, cangrejos, setas, caracoles, níscalos, berros, de las cristalinas aguas de los manantiales destrozados por la concentración parcelaria, alguna paloma torcaz, acederas silvestres, majuelas del espino albar, endrinas para hacer pacharán, también te vendían jilgueros y verdecillos cantarines para poner en una jaula a la puerta de casa o en el balcón. Muchas veces pienso en ellos, vivían como los pájaros del cielo, que ni siembran ni cosechan… pero no eran libres.

La paciencia del pescador es una llamada de atención ante la vida ajetreada y hormigueante de hoy en día. Gozar de la naturaleza, como don de Dios, esperar, dejar el corazón en calma, saborear los colores del río y del paisaje que lo contornea, – o nosotros aquí del desierto, los bosques, las rocas volcánicas y el mar- disfrutar con el canto de los pájaros, el revolotear nervioso de las libélulas, las libaciones de las abejas, los mosquitos zancudos que caminan sobre las aguas remansadas, observar las piedras del fondo, las varas del mimbral, los juncos rivereños, y las hojas que pasan flotando, como barquitas a la deriva, sobre la superficie de las aguas, todo es motivo suficiente para la alabanza. ¡Esto sí que es calidad de vida!

Al otro lado del puente, bajo un árbol, coloco siempre a la lavandera. Inclinada sobre su tajo, esa tabla ondulada sobre la que golpeaban la ropa incesantemente, y un gran cesto, que yo mismo fabriqué con juncos del río, y lo llené con diminutos retales de telas de colores. En las imágenes de la infancia recuerdo a las mujeres en fila, de rodillas sobre el río, comentando los acontecimientos de cada día, (era el Facebook de entonces) vigilando, mientras los niños nos bañamos y chapoteábamos frente a ellas. ¡Cuidado, no te metas tan dentro, que te vas a ahogar! Las lavanderas, engullidas por la lavadora, ya son una foto color sepia en nuestro imaginario, como tantos y tantos oficios. Aquellas mujeres que contaban cómo rompían el hielo del río en invierno para poder lavar la ropa, con las manos llenas de sabañones, gracias a Dios, pasaron a la historia y ahora permanece su recuerdo en esta pequeña figurilla de barro. Cuánto servicio aceptado, cuánta entrega, cuánto amor manifestado en las pequeñas cosas y tareas cotidianas, que veíamos como tan normales y nunca supimos valorar del todo. El amor no solo es afectivo sino también efectivo.

Los caminos, que como varillas de un abanico se dirigen al portal, se van poblando de personas, que manifiestan los distintos oficios en las ofrendas que llevan al Niño. No faltan pastores, con su oveja al hombro, o un corderito colgando de la cintura, mujeres y hombres con sus cestos cargados de hortalizas o frutas, el leñador con un manojo de ramas al hombro, una joven con una cesta de rosquillas en la cabeza, una señora con la lechera, un chiquillo con su burrito cargado con dos fardos de harina, un abuelo, de blancas barbas, lleva a hombros a su nieto a adorar al Niño. Me quedo con esta última imagen. Este buen hombre pasa el testigo a su pequeño. Así ha sido nuestra fe, la hemos heredado, junto al ADN, al carácter y los rasgos físicos de nuestros mayores. Un día, de los últimos, del año de 1994, en la Asamblea Internacional de la Acción Católica de los Niños, me reuní con un grupo de preadolescentes armenios, que se jugaban la vida por practicar públicamente su fe. Les pregunté, como buen fariseo, para ponerles a prueba, si valía la pena tanta exposición y tan peligrosa. ¡Se jugaban la vida por ir a misa el domingo! Uno de ellos, de unos profundos ojos negros, me respondió: la fe es la mejor herencia que hemos recibido de nuestros mayores. Cuando la intérprete me desveló sus palabras, fueron para mí una revelación. Y en los momentos de oscuridad o de vacío me lo repito con insistencia: ¡La fe, la mejor herencia!

Tengo tres reyes magos sobre tres caballos (uno blanco, otro negro y otro marrón, me refiero a los caballos, claro) El evangelio no dice más que unos sabios de oriente. Sólo en los evangelios apócrifos aparecen tres en diálogo con san José. La leyenda les hace representantes de las tres grandes razas humanas Sem, Cam y Jafet: Melchor, de cabello blanco y larga barba, representa a Jafet (Europa), y ofreció oro, que es signo de   realeza. Gaspar, joven, sin barba y rubio, es semita (Asia) y ofreció incienso, que simboliza la divinidad. Baltasar, negro y con amplia barba, representa a los camitas (África) y ofreció mirra, que significa la humanidad. La mirra es una sustancia resinosa que se utilizaba de ungüento para embalsamar cadáveres. Hace muchos años compré un cuento de navidad (que he debido regalar) que se llamaba El cuarto rey mago. No me refiero al cuento del mismo título del escritor norteamericano Henry Van Dike, que publicó en 1896. Mi cuarto rey mago era de América (central o del sur, ya lo he olvidado). También vio la estrella y se preparó para ir en busca del Salvador del mundo y adorarlo. Recuerdo que las ilustraciones le vestían de inca o azteca, ahora no se las diferencias, que sí las hay. Pero al cruzar el continente americano vio tanta pobreza que los regalos que llevaba consigo los fue repartiendo entre los necesitados, y tuvo que quedarse contemplando la estrella a orillas del Atlántico. Fue Jesús niño quien le hizo la visita, como mejor agradecimiento. ¡Me encanta esta historia! La Biblia –que nos habla de Dios y de nuestra relación con él– nos enseña en los sabios de oriente cómo debemos buscar a Dios a pesar de la oscuridad y de las trabas que otros nos ponen, como por ejemplo Herodes. Estamos ante la postura de los que piensan ganar y la del que piensa perder. Otra vez los poderes de este mundo. Ante cualquier dificultad no hay como volver por otro camino.

Al lado del pesebre, al lado de los adoradores, siempre he colocado una pareja que, cada uno, tocaba un pandero y una especie de trompeta y otra pareja bailando al son de la música. Cuando era niño me decían, están muy contentos porque ha nacido el Niño Dios. La chica del pandero, la que marcaba el ritmo, ya hace tiempo que se rompió en un descuido. Y la chica de la pareja de baile, perdió un brazo, con lo cual, cuando antes bailaban una especie de jota, para disimular la ausencia, los he puesto bien abrazados, como si bailasen un chotis. Cosas del destino.

Ya sé que los más importante son María, José y el Niño, incluso la mula, que siempre me recuerda el villancico, con el mismo nombre, que me enseñó mi sobrina cuando era niña y que muchas veces vuelvo a escuchar en YouTube: Tengo que andar con cuidado, piensa la mula… Tengo que darle mi aliento, piensa la mula, mientras que con la mirada no lo deja un momento. Pero mi figura preferida es una sin rostro, y a falta de una pierna. Se rompió allá por los setenta, pero siempre la he puesto, la primera, delante de todas, de espalda y con una mata de musgo disimulando la cojera, está frente por frente del Niño. Al principio lo hacía por compasión y ternura, hoy lo hago por dignidad. En esa figurilla pienso en la Iglesia frente al Señor, hecho niño, barro de nuestro barro, en unas condiciones pésimas, pero mi fe heredada y la historia me manifiestan que la Iglesia triunfa en el fracaso.

Ahora que estamos en tiempos de debilidad, la Navidad es un canto para recorrer los caminos de la humildad (como José y María), de la acogida (como los pastores que velaban en la intemperie de la noche), de la búsqueda (como aquellos Sabios de Oriente que caminaban buscando signos). Jesús nace en Belén, la más pequeña, la “casa del pan” significa en hebreo. ¡Qué curioso! La vida de Jesús está muy relacionada con el PAN. También para quedarse entre nosotros vivo y presente, eligió un trozo de pan: “Tomad y comed esto es mi cuerpo”.

La Navidad (al contrario de lo que intentamos) es una llamada para volver a la vida cotidiana y sencilla. ¿No será la vida diaria con sus pequeños detalles, más importante que los acontecimientos que la rasgan y la rompen? ¿Dónde se hilvana la seriedad y la hondura de una persona? ¿Es que la vida se mide por el valor de una acción o la vivencia de un día señalado, o lo que uno escriba o diga?

La apariencia rutinaria, que es lo que expresan nuestros belenes, oculta lo extraordinario. Lo rutinario encubre actitudes de mucho valor. Lo sencillo, lo no trascendental, es la calderilla de la vida. La rutina hace ruta y en este peregrinar manifestamos la fe y la caridad, tan unidas… y ellas alimentan la esperanza para seguir viviendo con dignidad, a pesar del sufrimiento.

Cuando salí de mi casa con la caja de cartón y la lata de dulce de membrillo con las figuritas, para llevarlas al maletero, estaban colocando las luces de navidad. Ya no eran velas, ni coronas de reyes, ni estrellas de belén, ni tan siquiera hojas de acebo… tan solo esferas y figuras geométricas de centelleantes luces de colores discotequeras, que te foguean de tal manera, que es imposible serenar el corazón. Sé, que al final, más tarde, en la Plaza Mayor construyen un portal con figuras de tamaño natural, que guardan cada año en el ayuntamiento. Mientras me acerco al coche, pienso que la vida es como montar un belén, primero lo que la sustenta y después los pequeños detalles.

He navegado, sobre el mar en calma de mi memoria, para disfrutar de aquella vida que me conforma, agradecido a todos aquellos, con nombres propios, que me han hecho descubrir que el belén es una pequeña cristología en imágenes de lo que debe ser la vida evangélica.  Contemplar cada día este misterio de barro, montado tan solo en una superficie de un metro por cincuenta centímetros, me hace revivir las palabras de Celano, (el primer biógrafo de San Francisco) hablando de la noche en que san Francisco montó el primer pesebre en la cueva de Greccio, con aquellas personas sencillas que fueron a celebrar con él la Navidad:

Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada y se valora la humildad.

Simplicidad, pobreza y humildad: tres sustantivos clave para experimentar el paso de Jesús por nuestras vidas.

Pero aún nos queda mucha encarnación por vivir.

¡Feliz Natividad y Epifanía del Señor! ¡Ánimo y adelante!

+ Antonio Gómez Cantero

Obispo de Almería

 

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