TODOS ESTAMOS EN LAS MANOS DE DIOS
HOMILÍA DEL XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Lecturas bíblicas: Jr 20,10-13; Sal 68,8-10.14.17.33-35; Rm 5,12-15; Mt 10,26-33
Queridos hermanos y hermanas:
La palabra de Jesús que acabamos de proclamar en el evangelio de este domingo es parte del conocido discurso de misión con el que Jesús instruyó a sus discípulos al enviarlos a la misión. Conocido como discurso apostólico, con él envía Jesús a sus apóstoles a proclamar el Evangelio, instruyéndoles cómo han pertrecharse para el viaje misionero, ligeros de equipaje, con la confianza puesta en la providencia de Dios. El Señor les exhorta a proceder siempre con valentía y fortaleza, con la mira orientada al desenlace final de la historia, cuando vuelva para consumar la historia el Hijo del hombre, a quien Dios ha confiado el juicio divino sobre las acciones de los hombres, porque será entonces cuando Dios desvelará toda la verdad oculta hasta entonces sobre las acciones de los hombres.
Jesús a sus apóstoles a proclamar el Evangelio, instruyéndoles cómo han pertrecharse para el viaje misionero, ligeros de equipaje, con la confianza puesta en la providencia de Dios.
Es un discurso en el que Jesús manifiesta tener conciencia de haber sido enviado a buscar las ovejas perdidas del pueblo elegido como tarea primera y principal, y por eso les dice: «No toméis camino de gentiles, ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,5-6). Una perspectiva que Jesús matizará al contemplar la fe de los gentiles, de los paganos que salen a su encuentro y le suplican ayuda y curación, como en el caso de la mujer cananea que le pide la curación de su hija, y Jesús le responde con las mismas palabras que dirige a sus discípulos: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,26). Jesús ante la insistencia de la mujer, le dirá: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (v. 28). Como en el caso del centurión de Cafarnaún, que pedía la curación de un criado suyo, Jesús está impresionado por la fe del centurión y, volviéndose a los que le acompañan les dice: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande» (Mt 8,10). Recordemos también el caso del leproso agradecido. Jesús ha curado a diez leprosos, pero sólo un samaritano volvió para darle las gracias. Jesús preguntará por la ingratitud de los curados: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?» (Lc 17,17-18). Jesús alaba la gratitud del extranjero curado. Como también hizo al presentar al samaritano que se ocupó del pobre hombre que había sido asaltado por los bandidos, apaleado y abandonado al borde del camino (Lc 10, 29-37).
La conciencia de Jesús como hombre que quiere cumplir el mandato de su Padre que le ha enviado, se abre a la voluntad divina madurando el alcance universal de su misión. El carácter universal de la salvación lo deja patente ante sus apóstoles después de su resurrección, encomendándoles prolongar en el tiempo su propia misión: «Id, pues, y haced discípulos de todos los pueblos…» (Mt 28,20). En el evangelio de hoy vemos que con el envío misionero de los discípulos Jesús les anticipaba la misión evangelizadora que se prolongaría en la Iglesia. El envío estaba provisto de la facultad sanación del cuerpo y del alma, «dándoles poder para expulsar espíritus inmundos, y para curar toda enfermedad y dolencia» (Mt 10,1). En verdad, anticipo de la potestad que entregaba a Pedro (Mt 16,19) y a los apóstoles (Mt18,18) con el ministerio del perdón como sanación plena y definitiva del pecador. Este ministerio lo confía el Resucitado a sus apóstoles con el don del Espíritu Santo en la misma tarde de su resurrección (cf. Jn 20,22-23).
Es la humanidad entera, son las naciones todas las que necesitan la sanación del Evangelio, el perdón de los pecados y con él el inicio de la nueva creación.
Es la humanidad entera, son las naciones todas las que necesitan la sanación del Evangelio, el perdón de los pecados y con él el inicio de la nueva creación. La redención es don universal porque todos los seres humanos la necesitan, como dice san Pablo en la carta a los Romanos al explicar cómo la muerte alcanzó a todos los hombres a causa del pecado la muerte entró en el mundo por el pecado de un hombre y llegó a todos: «…porque todos pecaron» (Rm 5,12). Después de afirmar que el pecado va desde Adán hasta Moisés y desde éste hasta Cristo, para afirmar que en Jesús hemos recibido el perdón, san Pablo añade que, si es grande la culpa contraída por la humanidad, mayor es el don, porque «gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos» (Rm 5,15).
Entonces igual que siempre en la historia de la misión cristiana, los discípulos necesitan ponerse en las manos de la providencia y han de tener aquella valentía y fortaleza necesarias para llevar adelante la proclamación del Evangelio. Para preparar la lectura del pasaje evangélico que hemos escuchado, la primera lectura nos presenta las dificultades y la persecución que padece Jeremías para realizar la misión profética de hablar en nombre de Dios. El profeta se siente acosado por los mismos destinatarios de la palabra divina, que conspiran contra él: «A ver si se deja seducir y lo violaremos, lo cogeremos y nos vengaremos de él» (Jr 20,10). El profeta reacciona poniendo plenamente su confianza en Dios, convencido en la fe de que Dios hará sucumbir a los malvados, porque el juicio de Dios es la garantía de su misión y a él ha encomendado su causa. El profeta invita a la alabanza del Dios providente, «que libró la vida del pobre de manos de los impíos» (Jr 20,13). Es la fe que vemos en la oración del salmista que encarna la oración de Jesús ante su pasión: «Por ti he aguantado afrentas, / la vergüenza cubrió mi rostro (…) Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia; / por tu gran compasión vuélvete hacia mí» (Sal 68,8).
La instrucción de Jesús a sus discípulos incluye la advertencia sobre las persecuciones que han de padecer los misioneros, de cuantos anuncian el Evangelio con sus obras y su palabra. Jesús no es un maestro de los que inician en los secretos de los misterios que sólo los iniciados conocen en las religiones de antigüedad helenista. Manda a sus discípulos pregonar desde las azoteas de las casas o los terrados la instrucción que han recibido de labios de Jesús en la intimidad de la noche, alejados de las multitudes; y les dice que «no hay nada oculto que no llegue a saberse» (Mt 10,26). Jesús pone en relación la conducta transparente de los discípulos con el desvelamiento de toda la verdad en el juicio de Dios. Les pide que confíen en la justicia de Dios que se asienta sobre la verdad de los hechos y de las palabras que Dios conoce y el hombre, porque cuando venga el Hijo del hombre todo será revelados y nos será manifestada la verdad del misterio divino que el Hijo del hombre ha comenzado a desvelar con su misión en la tierra y llevará a plena revelación cuando vuelva, cuando este mundo pase y en Dios veamos todo, cuando «Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,28).
Todos estamos en las manos de Dios como lo están los gorriones y toda la creación está en las manos del Creador.
Les añade por esto mismo que los perseguidores creen que puede acabar con el que anuncia el Evangelio, pero sólo pueden matar el cuerpo, no pueden dar muerte al alma. Todos estamos en las manos de Dios como lo están los gorriones y toda la creación está en las manos del Creador. Intentar salvar la muerte del cuerpo a toda costa no garantiza que uno vaya a salvarse para la vida eterna, por eso Jesús declara: el discípulo ha de ponerse de parte de Cristo ante los hombres, para que Cristo se ponga de su parte ante el Padre del cielo (cf. Mt 10,32); y no tenga que decir: «Nunca os he conocido» (Mt 7,23) Para ser reconocidos por el Señor ante el Padre hemos de dar la cara por nuestro Señor, como Pablo le pide a su colaborar e hijo espiritual el obispo Timoteo, al que dice: «Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. Así, pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios» (2 Tim 1,7-8).
La fortaleza del evangelizador le viene de Dios, que le sostiene y le remite a la revelación plena del juicio final, donde será descubierta toda verdad. La misión va acompañada de persecuciones por parte de cuantos no pueden tolerar la proclamación de la verdad evangélica, pero «no está el discípulo por encima de su maestro… le basta al discípulo ser como su maestro» (Mt 10,24-25). El juicio es de Dios. Lo único que el evangelizador debe tener presente, y cuantos han conocido a Cristo por medio del anuncio del Evangelio, es que en el juicio final Cristo diga: Nunca te he conocido. Los hombres podrán soslayar los tribunales humanos, pero no podrán evitar el tribunal de Dios.
La Eucaristía es el sacramento de la misericordia de Dios, y a él hemos de acudir con un corazón convertido, que recibe agradecido el amor de Dios, que cubre nuestras infidelidades. Recordemos las palabras del Apóstol a Timoteo: «si le negamos también él nos negará; pero si somos infieles, el permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,12-13). Jesús nos es fiel y nos ofrece la comunión con Dios Padre si participamos en su sacrificio presente en el altar.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
21 de junio de 2020
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería