PROTEGER LA VIDA CONCEBIDA Y NO NACIDA. Mons. Adolfo González Montes-Obispo de Almería
Queridos diocesanos:
La fiesta de la Anunciación del Señor nos coloca ante la revelación de la dignidad del ser humano, cuyo fundamento está en Dios. El Hijo de Dios, como reza el Credo, se hizo carne en las entrañas de la Virgen María: «por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo y se hizo hombre». Por su encarnación, el Hijo de Dios vino a hacerse visible e histórico, y en su humanidad, en la cual “habita la plenitud de la divinidad”, dice san Pablo a los colosenses (Col 1,19), Dios revela la condición sagrada de la vida humana. Ante la escandalosa desprotección de la vida y contra una cultura de la muerte, la Iglesia ha querido dedicar el año en curso a la oración por la vida concebida y no nacida, poniendo su confíanza en el Dios de la vida.
En la visión bíblica, la dignidad de la persona se funda en la creación del hombre por Dios a su imagen y semejanza, abierto en sí mismo a la encarnación de Dios. Se entiende lo que dicen los teólogos de la antigüedad y padres de la Iglesia cuando afirman que Dios se hizo hombre para que el hombre, según la expresión de san Pedro, viniera a hacerse “partícipe de la naturaleza divina” (2ª Pe1,4).
La cultura contemporánea ha puesto en entredicho la antropología bíblica, y no sólo banaliza la diferencia de los sexos, como si de algo discrecional se tratara, sino que parece restarle todo sentido trascendente a la vida; de hecho, ha llegado a sustituir la misma noción de concepción y generación como acción de «pro-creación» por el de mera reproducción de la especie. La jornada anual por la vida nos ayudan a tomar conciencia de la grave amenaza que se cierne sobre el débil ser humano en gestación. En palabras del Concilio, el aborto es un crimen abominable, cuya mención se evita para hablar de «interrupción del embarazo», un eufemismo que disimula una práctica tan inmoral y aminora el impacto del lenguaje con propiedad, enmascarando la verdad de las cosas.
Echando mano de los prejuicios de siempre, se descalifica a la Iglesia por denunciarlo, y se dice que es cosa de debate doctrinal saber qué es el embrión y el feto. Ni siquiera importa que esta pretendida ignorancia sea contraria a la evidencia que hoy nos proporciona la ciencia. Sencillamente, se pretende negar el carácter de ser humano en gestación, negándole al embrión la condición de ser personal en desarrollo que le convierte en sujeto de derechos. Se argumenta en favor de la libertad de la mujer para proseguir o no con el embarazo, como si no estuviera en juego la vida de su propio hijo, sujeto diferenciado de la madre. Se propone incluso otorgar a las menores de edad el derecho a decidir por sí mismas sin otra autorización ni “intromisión” paterna. Toda una argumentación falaz, declarando defender el derecho de la mujer a decidir, sin mencionar los derechos del hijo en gestación ni tampoco los del padre. La verdadera protección de la mujer embarazada es el apoyo de la maternidad como aportación de la mayor excelencia a la sociedad. Hay que cambiar la mentalidad y la legislación, para impedir que ninguna mujer se vea sola, sino que cuente con el amparo social, laboral y jurídico del Estado, además de con el cariño de los suyos.
No sólo se descalifica el magisterio de la Iglesia, sino que se recluye a lo opinable el criterio científico de biólogos y médicos que no se pliegan a la visión oficial de una práctica, cuyas ganancias comerciales resultan ingentes y escandalosamente inmorales para cuantos nos oponemos, tanto en nombre de la fe como de la razón y la ciencia, a la despenalización de la práctica del aborto. Si se llegara a aprobar una ley de plazos, la ya grave desprotección de la vida humana sería despojada de las mínimas garantías que la asisten. El aborto, se quiera reconocer o no, es visto erróneamente como la última garantía del ejercicio discrecional y seguro de la sexualidad, sin responsabilidad moral. De hecho se ha convertido en un método último para el control de natalidad, si fracasan o se excluyen las prácticas antinatalistas al uso, ofrecidas sin prejuicios a los jóvenes e incluso a los adolescentes para evitar embarazos indeseados.
La contundencia de las estadísticas permite constatar que la inducción de estas prácticas en los jóvenes ha dado lugar a una promiscuidad despersonalizadora, que ha empeorado las cosas y ha dado como resultado un alarmante índice de abortos: más de tres millones en apenas tres décadas, resultado de la multiplicación de los embarazos no deseados. Por si fuera poco, se dice que la ley de plazos quiere dar seguridad a las clínicas abortistas, evitando así la inseguridad jurídica en que se mueven cuando violan a sabiendas y sin escrúpulos la ley que ahora limita su nefanda actuación y sus dividendos.
¿Se puede sofocar la conciencia moral que se rebela contra tales supuestos de una ley que busca amparo en la demanda social? Por la resistencia que la ley está encontrando no parece existir esta demanda en la medida que se dice, pero, si existiera, sólo sería exponente de la enorme degradación moral de la sociedad actual. ¿Es posible dejar de oponerse a una ley semejante argumentando que es asunto político?, para añadir que no hay que mezclar política y religión; o bien para decir que es cosa de cada uno. Todas estas apreciaciones son contrarias a la conciencia de fe que dimana del Evangelio e ilumina el juicio ético de la razón natural. El cristiano está llamado a dar testimonio de la verdad de palabra y de obra, negarse a ello es negar a Cristo y ocultar el esplendor de la verdad evangélica.
Con mi afecto y bendición.
Almería, 29 de marzo de 2009
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería