Autor: Adolfo González Montes - Obispo EméritoDiscursos, Alocuciones y Otros Escritos - Obispo Emérito

Pregón y Crónica en tres actos de la Semana Santa en Huercal-Overa

PREGÓN Y CRÓNICA EN TRES ACTOS
DE LA SEMANA SANTA EN HUÉRCAL-OVERA
Iglesia parroquial, sábado 6 de marzo de 2004

Ilustrísimos Sres. Vicarios,
Sr. Cura Párroco y sacerdotes presentes,
Ilmas. Autoridades;
Queridos cofrades morados, blancos y negros;
Queridos fieles convocados por este pregón de Semana Santa:

PRELUDIO

Mi agradecimiento por la invitación a estar hoy entre vosotros al Paso Negro, de la Pontificia, Real, Venerable e Ilustre Hermandad de Ntra. Sra. de la Soledad y Santo Sepulcro del Redentor, de la Parroquia de la Asunción de Nuestra Señora, que este año le toca en suerte la organización del tradicional acto del pregón de Semana Santa.

Vuestra Hermandad, queridos cofrades, marca el climax religioso del Viernes Santo, desembocadura natural del fervor y la emoción religiosa que acumulan en torno a sus imágenes las cofradías que preceden vuestro paso por excelencia, el Yacente de Alanguas, escultor de impronta imaginera de inspiración en los cristos de mis tierras castellanas de origen, jalonadas de equilibrio renacentista y barroco sentimiento religioso, que se pierde en la tradición hispanoflamenca, escuela de primera hora de la plástica dolorista del catolicismo de la meseta alta, que tanto impresionaba a don Miguel de Unamuno, el rector por excelencia del alma mater de mi Salamanca natal.

Sentido agradecimiento el mío, que lo es también a la Real y Venerable Hermandad de Ntro. Padre Jesús Nazareno, Santísimo Cristo de la Misericordia, María Santísima de la Esperanza y Ntra. Sra. de la Amargura, el popular y muy amado Paso Morado, cuyas filas de cofrades se sienten herederos de la antigua Escuela de Hermanos de Cristo, discipulado del seguimiento del Señor que tanto bien acumula en siglos de vigencia en estas tierras de nuestra Andalucía oriental. Escuela que quiso ser magisterio de aprendizaje cristiano y testimonio de fidelidad en tiempos de inclemencia. Vuestro Cristo Nazareno, prodigio de Salzillo, es inspiración del cielo, para que contempléis en él el rosto sereno y sumido en la perplejidad meditativa del Varón de dolores, demandando de Dios y de los hombres la razón de tanto y tan grande sufrimiento, sin ceder al peso de la cruz que, erguido el Nazareno, deja descansar sobre sus hombros en sustitución de los nuestros.

Y agradecimiento por igual a la Real, Ilustre y Venerable Hermandad de Ntra. Sra. de las Angustias y San Juan, Jesús en su Tercera Caída y la Precisosíma Sangre de Ntro. Señor, el Paso Blanco, cofradía que acumula ya más de un siglo de nueva tradición de fervor, desde que fuera refundada a finales del siglo XIX, y lleva a las calles la imagen prodigiosa en la que interpretara el valenciano Francisco Bellver las angustias de la Virgen. Una composición escultórica de singular belleza: María recibe, en el maternal regazo que cobijara en su infancia tierna y feliz de Nazaret, el cadáver del hijo sacrificado por nuestros pecados, causa real y única de todo el dolor del mundo.

Aún tengo fresca en mi memoria la acogida que me dispensasteis al entrar a la diócesis de Almería por esta villa de raigambre cristiana y fidelidad a Cristo, que honra la gloriosa Asunción de santa María Virgen, titular de su Iglesia parroquial. Villa insólita que divide e identifica a sus hijos por su color procesional, división que no logra separarlos porque la competencia en el amor a la Pasión de Cristo y a su Madre sólo puede generar hermanamiento, fraterna comunión de fe.

El pliego con que el alcalde de la villa me obsequiara aquella mañana de gratos recuerdos, en que pisaba mis nuevas tierras diocesanas pende en mi despacho recordándome siempre vuestra hospitalidad y adhesión leal al Obispo, sucesor de los Apóstoles y pastor de la comunidad diocesana. Como sé que me acompaña vuestra plegaria y me es ya familiar la figura, enaltecida por el pueblo fiel, del siervo de Dios, el Cura Valera, de cuya casa de hicisteis donación de llaves para que en ella pudiera respirar la vida pastoral de un sacerdote santo, entregado a la santificación de los fieles y honrado por ello con la memoria de su santidad por el pueblo.

Gracias a todos, queridos hermanos y hermanas, parroquianos y amigos de Huércal-Overa. Gracias a cuantos me recibís una vez más entre vosotros, cuantos sentís estos días la Pasión de Cristo como propiedad de quienes han sido redimidos y salvados por ella.

I

SEGUIREMOS TUS PASOS CAMINO DE LA CRUZ

Dejadme ahora narrar la crónica de nuestra salvación, la historia de nuestra vida, y pregonar, para gloria de Cristo Resucitado, esta su Pasión gloriosa y los Dolores de su santísima Madre. Dejadme, cofrades y fieles todos, contar la mayor historia de amor al mundo, pues por el eficaz padecimiento de esta Pasión sanadora, el hombre interior, viejo y perdido por el pecado, pudo rehacerse de nuevo. Grita el profeta: “¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco em la muerte de nadie , sea quien fuere, oráculo del Señor. Convertíos y vivid” (Ez 18,32). Y para que la muerte no devorara la vida quiso Dios la Pasión de su Hijo, “porque Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. Él lo creó todo para que subsistiera (…) pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces” (Sb 1,13-14;2,24). Liberado Adán por la Pasión de Cristo devino en él “Hombre Nuevo” (Ef 2,15), de forma que todos llegaran a “reproducir la imagen del Hijo, para que fuera él el primogénito de muchos hermanos” (Ef 8,29).

Hemos entrado en la Cuaresma de este año de gracia de 2004, impelidos por la urgencia de la llamada divina a la conversión, con sincera voluntad de alcanza por la gracia de Dios la obediencia de la fe y el espíritu de piedad que dan sólido fundamento a la práctica religiosa y a todas sus manifestaciones externas. Como reza el himno del Oficio de lectura cuaresmal, nuestro propósito es Cristo y nada ha de apartarnos del camino que lleva a la mañana de la Resurrección:

“Seguiremos tus pasos,
camino de la cruz,
subiendo hasta la cumbre
de la Pascua de luz.”

Seguir al Nazareno no siempre es fácil, porque la escolta que lo acompaña y cierra el paso hasta él, le ha colocado en soledad infinita mientras la multitud se agolpa en su camino de dolor, enmudecida de espanto o enardecida de odio. Mientras unos callan, otros vociferan y en el centro de las miradas su paso se hace impotente para alcanzar la meta donde la muerte será liberación de tanto horror. Desgarrada las sienes coronadas de espino, la epidermis destrozada en las espaldas por los golpes de esbirros ocasionales que sirven al César, celosos de su voluntad civil y militar a un tiempo, soberana frente a la pretensión mesiánica del reo que dice ser Rey de los judíos, avanza con dificultad el Nazareno. Dogal al cuello apenas está en sí porque la fiebre enajena su cuerpo en escalofríos de relámpago, y han echado mano de un hombre, “un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús” (Lc 23,26).

Nadie puede interferir la marcha. Sólo su madre detiene la comitiva y todo se paraliza al instante, como si la parafernalia de ejecución tan sangrienta se descubriera a sí misma en su real verdad, mofa infinita de una horrible mentira judicial. La respiración de todos se detiene mientras madre e hijo cruzan las miradas, embargada ella del dolor del hijo sentenciado, que va hacia el suplicio exhausto de vida. Desvelándole él que su dolor es el entero dolor del mundo por su propia suerte sin Dios, dolor de la humanidad afligida por tanta herida, y tanta muerte de guerras y desolación de madres que lloran ante las pantallas televisivas de la aldea global hodierna, plaza pública de obscenidades sin cuento y sin fin. Es el dolor de los horrores del mundo, obra del terror de todos los violentos que asesinan al prójimo para sobrevivir marcados por el signo de Caín.

Quizá una vez más casi se repetirá el portento del estremecimiento global antes de alcanzar la colina del suplicio final, cuando Verónica enjugue con su velo de mujer el rostro del Nazareno que, aliviado por la compasión de tan grande piedad, se lo devuelve impresa la imagen santa de su rostro hermoso y ahora desfigurado por la agresión brutal de los que le condenan. Los gritos, empero, de los que vociferan ahogan el milagro. La comitiva avanza y el Nazareno sigue su itinerario de dolor camino del Calvario.

Es éste el escenario de Pasión el que da marco y contenido al desfile procesional del Paso Morado. El escenario de Nuestro Padre Jesús, la serena escultura de Salzillo por las calles de la villa. Coronado de espinas y vestido de túnica violada, el Nazareno, cargado con la cruz en la que va a ser crucificado para pender de ella como un maldito, caído bajo la terrible prescripción de la Ley (Dt 21, 23; cf. Gál 3,13).

Jesús es contemplado por la fe del artista y del pueblo fiel con aquella serenidad de quien lleva el dolor del mundo sobre sí sin sucumbir a su peso ni dejar de ser, bajo él y su opresiva carga, Señor de los acontecimientos. Transfigurado su dolor en obediente conformidad serena, el Nazareno, seguido por la Virgen de la Amargura, que acompaña su vía dolorosa asociada a su tormento, se viste con regia túnica bordada en oro. Túnica de lirios que desciende sobre el trono recogiendo las heridas del Señor ensangrentado, los claves por docenas mil, símbolo de su cuerpo lacerado, estallido y anuncio de la resurrección que llegará tras el Calvario hacia el que avanza abrazado a su cruz transfigurada también en la fe de los que le aman por el oro de la Pascua.

II.- LEVANTADO EN LA CRUZ Y ACOGIDO EN SU REGAZO POR LA MADRE

Entre el camino del Nazareno y su sepultura, los acontecimientos del suplicio final. Crucificado el Señor, es luego levantado sobre el Gólgota escoltado por dos malhechores. Pende el Redentor entre cielo y tierra del nuevo árbol de la vida, puente tendido entre los extremos del hombre: su humanidad contundente y su destino celestial. La crónica evangélica nos sitúa en el lugar del suplicio: “Era la hora tercia cuando le crucificaron. Y estaba puesta la inscripción de la causa de su condena: ‘El rey de los judíos’. Con él crucificaron a dos salteadores, uno a su derecha y otro a su izquierda“ (Mc 15,25-26). Flanqueado por la maldad de los hombres, soportaba la mofa y el escarnio: “¡Sálvate a ti mismo bajando de la cruz!” (v. 30).

Mas ¿cómo bajar de la cruz dejando sin redención el mundo en su pecado? La transfiguración de la cruz convertida en trono desde donde reina Cristo adquiere legitimidad en la liturgia y en la teología, en la piedad y la devoción, cuando la cruz sigue levantada sobre el Calvario como santo y seña del cristiano, que huye de un cristianismo muelle y acomodaticio como el que hoy se quisiera promover en una simbiosis de la Iglesia con el mundo que aniquilaría la fe hasta convertirla en mera opinión privada y, todo lo más, en sentimiento.

El Crucificado, empero, sólo descenderá de la cruz para alcanzar la sepultura. Entonces, desnuda la cruz, ella en sí misma, de por sí sola, instrumento del suplicio consumado, se desvela ante los ojos de la fe como camino de salvación y gloria. La Iglesia la ofrecerá a los fieles como objeto de culto y garantía de gloria futura. Después de las secuencias eucarísticas de la Misa crismal y de la Misa in Coena Domini, del Jueves Santo, la Iglesia presenta el Viernes Santo la cruz como camino hacia la resurrección: “Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a adorarlo”.

La piedad cristiana lo ha asimilado haciendo de la cruz irrenunciable testimonio de la verdad histórica sobre la que se sustenta la confesión de fe en Jesucristo, “que fue crucificado, muerto y sepultado”, como reza el Credo. La “predicación de la cruz” es, por eso mismo, “ una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios” (1 Cor 1,18).

¿Quién podrá arrebatarnos el signo de la cruz? La cultura laicista de hoy, que recorre Europa, se ha convertido en una confesión de fe alternativa a la cruz de Cristo. Se invoca la neutralidad ante la pluralidad religiosa, pero se reprime la fe cristiana y cualquier otra fe religiosa cuando no se tolera su presencia social y pública. No se puede obligar a las mayorías religiosas a enterrar los signos de la fe en el recóndito reducto de la conciencia, porque la fe es para vivirla en privado y en público; para pregonarla y ofrecerla como tesoro por el amor de Dios hallado, y perla por la que se da la fortuna, sin imponerla ni obligarla.

Por contra, el laicismo beligerante de nuestros días se presenta con una tendencia hacia lo totalitario rechazable por ser contraria a la realidad social e histórica de la cruz. No podemos permitir que la Semana Santa se convierta sólo en manifestación de sentimientos y en exhibición de un producto de interés turístico, sin caer en la cuenta de que su belleza y su valor plástico brotan de la fe que la imagina y representa, la nutre y alimenta, la vive y la experiencia en la acción litúrgica.
Pero permitidme volver la mirada hacia ya el Crucificado, la imagen del Cristo de la Misericordia de Bellver de los Morados, sobre el trono de Mariscal, seguida de la Virgen de la Esperanza han llevado al límite la piedad del Miércoles Santo. Hemos de seguir el iter procesional de la villa y dejarnos transportar al misterio de la muerte del Hijo eterno de Dios. Levantado en la cruz, muerto el Señor, su cadáver no tocado aún por el rictus de la muerte es recogido de la cruz por José de Arimatea y Nicodemo, mientras María es sostenida por Juan y las santas mujeres al no poder soportar la escena y desmayarse. El Descendimiento de la cruz del gran flamenco Van der Weyden, de 1435, sirva para evocar por su increíble perfección de colorido, dibujo y volumen la secuencia que ha de seguirle el colocar estos santos varones el cuerpo muerto de Cristo en el regazo de su madre.

Ambientados por la historia del arte religioso, el Jueves Santo nos coloca ante el Paso Blanco. La vi en su ermita y contemplé con admiración la ejecución de talla tan hermosa de la madre y del hijo muerto salida como otras del cincel del valenciano Francisco Bellver. Los huercalenses todos tenéis en la composición escultórica de Nuestra Señora de las Angustias la expresión bella por excelencia de aquel instante de dolor inmenso que alcanzó el corazón de santa María, al acoger en su regazo el cuerpo exánime que ella diera luz la humanidad plena del Verbo terno hecha suya por designio amoroso del Padre.

Si la interpretación barroca de la Piedad, llamada en la imaginería castellana de la Quinta Angustia, ha alcanzado bellas ejecuciones, llevando la obra escultórica a paradigmas de perfección total, hay plasmaciones de esta estación de dolor extremo para el corazón de la madre, entre las que se encuentra la vuestra del Paso Blanco, que se agotan en sí mismas, ejecuciones en la frontera de lo posible al artista. Cristo reposa muerto en el regazo de María, sostenido su cuerpo entre sus manos, suavemente elevando el brazo derecho del Hijo y la cabeza que ya cuelga sin gobierno del que ha sido muerto por mor del amor de los hombres.

El Señor ha sido bajado de la cruz donde pendiera. Los Blancos han hecho que el Nazareno de La Caída y el Santísimo Cristo de la Sangre precedan al paso de Las Angustias para mejor dar representación a la historia evangélica. Arrastrado del lacerante dogal al cuello, que le amarra a la vía dolorosa, Jesús ha caído por tierra. En túnica blanca de virginal pureza, en oro bordada como trasunto de la divinidad del Caído, la procesión se abre paso tras la cruz de guía y los cofrades penitentes la noche del Jueves Santo.

Detrás pasa descubriendo la majestad de su compostura no desdibujada por el suplicio el Cristo de la Sangre. La cabeza ligeramente inclinada con los ojos ya cerrados conserva las facciones del más bello de los hombres. Crucificado para devolver la imagen perdida al rostro desfigurado de Adán, la hermosa talla de Cristo ya muerto en la cruz revela la serena beatitud del justo martirizado a quien Dios su Padre justifica frente al mundo que le acusa.

La sucesión de las secuencia concentra las escenas del Calvario, y Jesús pasa desde la cruz a las haldas de la madre. Los ojos apenas vueltos y entreabiertos del Cristo de las Angustias no logran turbar la cincelada belleza del Crucificado que se prolonga en el cuerpo entregado ya exánime a María, cuerpo santísimo de Jesús muerto que la madre muestra al que contempla el troquel de humanidad perfecta que es el Señor.

Hay un paralelismo entre las pinturas de la mostración y compasión del Hijo por Padre, bajo la acción luminosa del Espíritu, y la mostración y compasión del Hijo por la Madre bajo la sombra de la cruz iluminada por la fe, obra del Espíritu. En el primer caso es el amor fontal del Padre, manantial de toda gracia y redención, fuente de la vida interior de la Trinidad, el origen de la historia de amor hasta la cruz del Hijo. Entre las más bellas ejecuciones pictóricas del tema es obligada la mención de La Trinidad del Greco (1577/79) del Museo del Prado, donde se adivinan trazas escultóricas del gran Miguel Ángel en el cuerpo de Cristo sostenido por el Padre y contemplado por los ángeles.

En el segundo caso es el amor de María protagonista de la plástica sagrada y concreción escultórica del designio amoroso de Dios. María muestra al hijo, que es suyo y, antes que suyo Hijo del Padre, sacrificado por nosotros y por ella llorado y compadecido. Es la compassio Matris que sigue a la compassio Patris formando las dos secuencias de la historia de la redención. La de la Madre es acontecimiento en el tiempo, la del Padre revela el amor divino en la eternidad y es cauce por el cual la pasión del Hijo, decretada eternamente por el Padre, es elevada a acontecimiento universal.

Hay tablas de concentración asombrosa en el protagonismo casi escultórico del cuerpo muerto de Cristo bajado de la cruz. Es el caso del Descendimiento de Van der Weyden, que acabamos de referir. Hay lienzos en los que el cuerpo del Señor es sostenido por María, que espera del cielo la respuesta a tanto dolor, o por ángeles transidos de in finita tristeza que lloran las heridas del Redentor. Ninguno de ellos ha hurtado protagonismo a composiciones escultóricas de la Piedad, que van desde la escultura hispano flamenca más temprana del XIV y XV a las ejecuciones barrocas, pasando por el clasicismo renacentista de Miguel Ángel. Esculturas que han terminado por convertirse como la vuestra en concreciones de la intensa y solidaria devoción del pueblo fiel por la Madre sufriente y corredentora, que mira al cielo; o como sucede en vuestra escultura, mira angustiada al hijo, intentando alcanzar el sentido de la inmolación.

De este amor sufriente de María hay un testigo singular, destinatario de la ternura de santa María. Es el hijo nuevo que, a cambio del Hijo de Dios, el mismo Cristo ha dado a su madre: es Juan evangelista, el discípulo amado, cuya imagen procesionan los Blancos. El amigo del Señor, confidente en la noche de la Cena y más creyente que ningún otro discípulo, el mismo que “vió y creyó” (Jn 20,8).

III.- MUERTO LE BAJARON A LA TUMBA NUEVA
NUNCA TAN ADENTRO TUVO AL SOL LA TIERRA

Y dejadme ahora los Negros volver la mirada hacia la obra de Sánchez Lozano, la Virgen del Río de acuchillado corazón y contemplativa demanda, transida de desolación y honda tristeza de madre sin consuelo:

“La madre piadosa estaba
junto a la cruz y lloraba pendía
cuya alma triste y llorosa,
traspasada y dolorosa,
fiero cuchillo tenía.

¡Oh cuán triste y cuán aflicta
se vio la Madre bendita,
de tantos tormentos llena!
Cuando triste contemplaba
y dolorosa miraba
del Hijo amado la pena.”

La Virgen, precedida por el paso de la Oración del Huerto, obra de Noguera Velarde, ha hecho suya toda la agonía de Cristo y su muerte en cruz. En su dolor es todo el dolor del Crucificado el que alberga su propio corazón y en él resuenan las interrogativas palabras del Cristo expuesto a las injurias de curiosos y viandantes:

“¡Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino!
Mirad y ved
si hay dolor semejante a mi dolor.”

Esta Virgen de todos los huercalenses, negra el Viernes Santo, se arropa de calves y gladiolos blancos, rosas y carmesíes, para dar mística cabida en su alma al flujo de la sangre vertida que cubre el cuerpo cárdeno del Nazareno. En ella, en la Virgen del Río se aúnan los colores de las hermandades de Huércal-Overa. Patrona por aclamación del pueblo y tácito consentimiento canónico, es la imagen de María traspasada por el dolor de la espada que profetizara el anciano Simeón: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y como signo de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2,34-35).

¿Cómo no correr tras ella, amparando su dolor para repetir con el poeta versos de compañía amorosa que consuelen el corazón herida de tan amorosa madre? Sus lágrimas hacen saltar las de los fieles y todos se conmueven con ella, para decirle:

“Quiero ir contigo en la impía
tarde negra y amarilla.
Aquí, en mi torpe mejilla,
quiero ver se retrata
esa lividez de plata,
esa lágrima que brilla.”

Pasa la Virgen y tras ella, cuando la tarde es ya noche la sigue el luminoso sarcófago neogótico florido del maestro sevillano Guzmán Bejarano. Dentro espera la resurrección por el poder del Padre Cristo muerto. Al aire vierte la Iglesia la pregunta al vigía testigo de la salvación cuya respuesta recita Oficio divino:

“¿Qué ves en la noche,
dinos, centinela?
Muerto le bajaban
a la tumba nueva.
Nunca tan adentro
tuvo al sol la tierra.
Daba el monte gritos,
piedra contra piedra”.

La obra ha sido consumada: “Todo está cumplido” (Jn 19,30). El Crucificado puede ya dormir y descansar, haciendo suyas las palabras que se profirieron para él: “Mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción” (Sal 15,9-10).

Pasa dormido en el sueño de la muerte el Yacente de castellanas evocaciones de factura, y tras él, el cortejo de más alta representación del pueblo fiel, enmudecidos los cofrades y sumidos en meditación los fieles. Cristo crucificado ha muerto en la soledad de la hora nona, cuando se abatieron sobre el cielo de Jerusalén todas las tinieblas del mundo. Bajado su cuerpo de la cruz, ahora reposa en comunión entera con el Universo, que no puede contener a su propio Creador y cuya muerte llora la Virgen. Tras el Yacente, la imagen lacrimosa y dulce de santa María de negro y oro. La Virgen de la Soledad, que Sánchez Lozano ideara en troqueles de Salzillo, se cobija bajo palio, coronada por el amor de los muchos nuevos hijos que porfían por consolar su corazón dándole compañía.

Piezas de ropería escogidas por el artista y los cofrades para mejor envolver el rostro desolado de Nuestra Señora, que pasa con toca de mujer consagrada y de viuda enlutada, que también perdiera al hijo para quedarse sola y sólo pendiendo su suerte de la misericordia del cielo. Sola con su soledad de tristeza y esperanza, sin el esposo, José castísimo y justo de sus mejores años, intensamente amado desde principio cuando las dudas del embarazo del Hijo; y, después, en la calma de un oasis familiar que duró poco, cuando Nazaret era escuela de humanidad para Jesús, niño primero, luego adolescente y joven aprendiz de artesano en las orillas de Genesaret, remanso de aguas que fertiliza la Galilea de los gentiles, primer escenario de la predicación del Reino.

COLOFÓN

De esta historia de amor, en espera del júbilo pascual me habéis hecho pregonero, pero es mi propio ministerio y mi deber primero y mi tarea anunciaros, predicaros, repetiros esta historia garantizando su autenticidad y fundamento. Me es forzoso decir con san Pablo: “¡Ay de mí si no predico el Evangelio!” (1 Cor 9,16). Por eso, dejadme deciros, al final, cuando ya os dejo, que este pregón, en verdad, es crónica de una historia cierta contemplada con aquellos ojos de la fe que aguzan la esperanza. Ojos que no proyectan tan sólo el deseo o la ansiedad de las almas piadosas, sino ojos que reflejan la verdad contemplada a la luz de la resurrección del Nazareno, protagonista único de la crónica.

Así lo creéis vosotros mismos, que celebráis su victoria después de llorar su Pasión y muerte. Os aseguro algo que vosotros mismos convenís en saber conmigo: que si nos dejamos transformar por la narración evangélica también nosotros veremos la gloria de la resurrección, ricamente equipados como estamos, para revivir esta crónica evangélica, inspirados por la fe y saciada la sed por adelantado con el agua de la gracia que corre por los siete canales de los sacramentos.

Huércal-Overa, 6 de marzo de 2004
Sábado de la I Semana de Cuaresma

+ ADOLFO GONZÁLEZ MONTES
Obispo de Almería

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