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Pascua de Resurrección del Señor. Sábado Santo

Homilía en la Pascua de Resurrección del Señor

Lecturas: Hech 10,34a.37-43
                Sal 117Col 3,1-14
                1 Cor 5,6b-8
                Jn 20,1-9

            Queridos sacerdotes, religiosas y seminaristas;
Queridos cofrades;
Hermanos y hermanas en el Señor:

         Hemos celebrado el Triduo pascual que ha llegado a su cima con la vigilia pascual que desde medianoche nos introdujo en la madrugada de este domingo de Pascua. El canto del aleluya ha anunciado al mundo el gozo de la Iglesia por la resurrección de Cristo. Bien podemos exclamar con san Pablo: “La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado (…) ¡Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!” (1 Cor 15,54b-56a.57).

         Al celebrar hoy, un año más, la victoria de Cristo, confesamos con fe haber sido agraciados por Dios con esta victoria. Por el bautismo hemos sido configurados con la muerte y resurrección de Cristo. Esta mística identificación con Jesucristo muerto y resucitado hace de nosotros criaturas nuevas, interiormente recreadas por la gracia redentora del Señor. Nuestros pecados han sido perdonados y el hombre nuevo es realidad interior que ha de dejarse sentir exteriormente en una vida nueva. Hemos escuchado al Apóstol que nos dice: “¿No sabéis que un poco de levadura fermenta toda la masa? Barred la levadura vieja, para ser masa nueva, ya que sois panes ázimos” (1 Cor 5,6b-7).

Los panes ázimos eran los panes sin levadura que Dios mandó a Moisés que fueran comida de los israelitas nuestros padres, al salir de Egipto, camino de la patria prometida. Panes que necesitan de la levadura que los fermente y madure. Así somos nosotros y necesitamos la levadura nueva de la redención para convertirnos en verdaderos testigos de Cristo resucitado ante los hombres de nuestro tiempo. Seremos panes ázimos, dispuestos sólo si desechamos de nosotros “la levadura vieja de la corrupción y la maldad” (v.5,8a). Entonces, limpios ya de esta levadura vieja, estaremos preparados para dar lugar a la fermentación de la levadura nueva como “panes ázimos de la sinceridad y de la verdad” (v.5,8b).

Con esta imagen tomada de la historia de la salvación, que alude al alimento de los israelitas que habían de ser liberados de la esclavitud de Egipto, el Apóstol nos invita a cambiar de vida, amoldando nuestra existencia a la nueva vida que Dios nos otorga en la resurrección de Cristo. Hemos de vivir de modo conforme con la fe que profesamos en la resurrección de Cristo. No podemos conducirnos como los hombres que no tienen esperanza y no aguardan la manifestación de Cristo. No deja de ser sorprendente que haya personas que se digan cristianas y pretendan ignorar la resurrección de Cristo, pieza fundamental de la fe cristiana. San Pablo exclama con alarma: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe: estamos todavía en nuestros pecados (…) ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron” (1 Cor 15,17.20).

La resurrección del Señor es un acontecimiento que alcanza la historia de los hombres en forma tal que de la fe en la resurrección depende su suerte última y definitiva: la vida eterna. Por eso, como hemos escuchado en la primera lectura, del libro de los Hechos, Pedro y los apóstoles se presentan ante el pueblo congregado en Jerusalén, en las fiestas de Pentecostés, para exponer a todos el sentido de la muerte y pasión de Jesús.  Bajo la luz de la resurrección de Cristo, en la experiencia de las apariciones del Resucitado, Dios les ha revelado que Jesús de Nazaret fue ungido pro Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y librando a los hombres del poder del diablo porque Dios estaba con él (cf. Hech 10,38). Al resucitarlo de entre los muertos, Dios ha acreditado a Jesús como enviado suyo a los hombres: “El testimonio de los profetas es unánime: que los creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados” (v.43).

Pedro autentifica el anuncio de la resurrección con el testimonio de los profetas. Todo ha sucedido conforme al plan de Dios, y los Apóstoles son ahora testigos de que Cristo está vivo porque Dios lo ha arrancado del reino de los muertos. La resurrección de Jesús es el signo que Dios da a los hombres del valor redentor de la muerte de Jesús: los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados. Los Apóstoles hablan de la experiencia que ellos mismos tuvieron y que el Resucitado concedió también a las santas mujeres que los acompañaban. Más aún, ellas fueron las primeras en recibir la noticia de la resurrección de Jesús.

Las apariciones de Jesús resucitado a Pedro y a los Doce se extendieron a otros discípulos y hermanos, y san Pablo habla de que llegaron a verlo más de quinientos hermanos, muchos de los cuales vivían todavía cuando él escribía la primera carta a los Corintios (15,6). El evangelio de san Juan nos dice que fue María Magdalena fue al sepulcro, y vio la losa quitada; corrió enseguida a avisar a Simón Pedro de lo que sucedía. Pedro y Juan corrieron al sepulcro para ver lo sucedido y fue allí donde constataron que verdaderamente Jesús había resucitado, tal como lo había predicho. Comprendieron entonces las Escrituras que profetizaban su resurrección. Dios ofrecía así a los discípulos dos signos definitivos de la resurrección de Jesús: el sepulcro vacío y las apariciones del Resucitado.

Estos signos entregados a la fe son la garantía del cristianismo, y sin ellos no se podría hablar con propiedad de la resurrección de Jesús, de su triunfo sobre la muerte. La nueva vida de Jesús ya no es la vida terrena, sino la vida divina, pero Jesús se dejó ver bajo la figura de la vida terrena para dar a comprender a los discípulos que, a pesar de haber sido sepultado, la muerte no había triunfado sobre él. Más aún, el resucitado les abrió a una comprensión del sentido verdadero y pleno de las Escrituras que hablaban de su destino: su muerte había sido necesaria para que se revelara al mundo el amor de Dios y para que el hombre recibiera por su pasión y muerte el perdón de los pecados.

La Pascua nos llena de gozo porque con ella celebramos el triunfo de la justicia divina sobre la injusticia y el pecado de los hombres. La Pascua nos abre de este modo a la esperanza en el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte y del bien sobre el mal del mundo, porque es el triunfo del juicio de Dios sobre el juicio de los hombres. La fe en la resurrección de Cristo alimenta nuestra esperanza en el poder y la bondad de Dios. Esta fe, como consecuencia ineludible, nos abre al testimonio de Cristo ante un mundo que parece no tener otra esperanza que la que el hombre pueda levantar sobre sí mismo. Por aparente que se le presente al hombre toda esperanza meramente mundana es siempre limitada por el horizonte de todo lo caduco, perecedero y mortal. Por eso, la fe en la resurrección nos abre a la misión y al compromiso de la Iglesia como portadora del Evangelio de la vida para que nadie se pierda.

Pidamos hoy que María, que estuvo junto a la cruz de Jesús y con él padeció los dolores que aquel sacrificio bienhechor, nos ayude a mantener la fe en Cristo resucitado y a esperar de su gracia la perseverancia, a no sucumbir ante las dificultades que a la vida del cristiano le plantea una concepción de la vida al margen de Dios y de Cristo. Que ella nos ayude a afrontar los desafíos de la nueva sociedad y a llevar el anuncio de la resurrección de Cristo como oferta de salvación y de vida.

Catedral de la Encarnación
Almería, a 22 de marzo de 2008
Domingo de Pascua

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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