Mons. González Montes: “No estamos dejados de la mano de Dios, porque estamos arraigados en la esperanza que alimenta nuestra fe”
HOMILÍA DEL DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO

Lecturas bíblicas: Lv 13,1-2.44-46. Sal 31,1-2-5.11 (R/. «Tú eres mi refugio: me rodeas de cantos de liberación»). 1Cor 10,31-11,1. Aleluya: Lc 7,16 («Un gran profeta ha surgido entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo»). Mc 1,40-45.
Queridos hermanos y hermanas:
La narración evangélica de san Marcos presenta los primeros milagros de Jesús como acreditación de su condición de Hijo de Dios y enviado divino, como hemos visto ya en estos últimos domingos. Hoy el evangelio narra la curación de un leproso, portador de una enfermedad maldita como era la lepra en la antigüedad. Para los judíos, si toda enfermedad podía ser interpretada como castigo divino del pecado, la lepra era un signo de claro de castigo divino que llevaba consigo el apartamiento pleno de la comunidad religiosa, inseparable de la comunidad social, de Israel. En este sentido el libro del Levítico recoge (1) las prescripciones y leyes sobre los rituales de los sacrificios, (2) las normativas sacerdotales y disposiciones sobre las vestiduras sagradas, así como la (3) legislación sobre lo puro y lo impuro y su aplicación a la detección y examen de las enfermedades, y (4) el código de santidad sobre el culto y el calendario litúrgico, así como sobre el rescate de las personas y los animales consagrados al Señor, y bendiciones y maldiciones.
Está en juego la pureza de la vida litúrgica, pero también de la convivencia en la comunidad de elección divina. Por eso esta legislación tiende a salvaguardar tanto la validez del culto como el estado saludable de la comunidad religiosa. La lepra hiere y llaga a las personas haciéndolas impuras, es un signo de la condición pecadora del portador de esta enfermedad infecciosa, con la que Dios castiga en determinadas situaciones, como vemos en la Biblia: Dios castiga a los egipcios con una plaga de ulceras que supuran en el cuerpo de hombres y animales (Ex 9,10); como también María, hermana de Moisés fue castigada por Dios por haber murmurado de Moisés, amigo de Dios y aunque fue curada por intercesión de Moisés, hubo de permanecer excluida durante siete días fuera del campamento (Nm 12,10.14-15). Dios castigó a otros y amenazó a Israel con la plaga de la lepra a su pueblo si desoye la voz del Señor (Dt 28,27).
Si se tienen en cuenta distintos pasajes de los libros del Antiguo Testamento, lepra traía consigo la exclusión de la comunidad y el apartamiento de los leprosos les dejaba en la mayor carencia de alimentación, vestido e higiene. En tiempos de Jesús, al leproso le estaba prohibido la entrada en Jerusalén en todo el recinto de la ciudad amurallada y, aunque se les permitía estar en los demás lugares, tenían que arreglárselas por sí mismos y, por lo general, vivir apartados de la población[1]. El estado lastimoso de los leprosos movía a compasión, pero el trato con ellos, marcados por la impureza del pecado, apartaba a cuantos deseaban acercarse y socorrerlos. La lepra era examinada por los sacerdotes, que declaraban la impureza del leproso y dictaban el apartamiento, pero la curación de la lepra era también certificada por el sacerdote, como vemos en el relato evangélico de san Marcos.
Si la lepra era signo del pecado, la sanación realizada por Jesús es signo de que con él llega la salvación prometida a su pueblo. La acción sanadora de Jesús se convierte en señal de que Dios ha perdonado el pecado de cuantos están marcados por una lepra que afecta al alma radicalmente y es el pecado.
Jesús se atiene a las prescripciones de la ley de Moisés y al curar al leproso, le ordena que calle y acuda a los sacerdotes para que le declaren legalmente que está curado, y que cumpla con la ofrenda que prescribe la ley de Moisés como testimonio que Jesús le ha devuelto la salud. Si la lepra era signo del pecado, la sanación realizada por Jesús es signo de que con él llega la salvación prometida a su pueblo. La acción sanadora de Jesús se convierte en señal de que Dios ha perdonado el pecado de cuantos están marcados por una lepra que afecta al alma radicalmente y es el pecado. La salvación que trae Jesús había sido anunciada por Isaías, que presenta al Siervo del Señor cargando con las ulceraciones y heridas de todos los pecadores. El cántico adelante en el Siervo la figura del Redentor, de Jesús entregado a la cruz por nosotros: «Nosotros le estimamos leproso, herido de Dios y humillado, pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron» (Is 53,4-5).
Jesús manda severamente callar al leproso curado, no quiere que hable de él, pero el leproso «comenzó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones» (Mc 1,45), de forma que Jesús no podía entrar en las poblaciones, sino permanecer en el descampado. El leproso curado se convierte en testigo de Jesús, al pregonar su curación, signo de la radical transformación que acontece en el enfermo devolviéndole la salud, por la cual debe dar gracias a Dios. San Lucas narra la curación de diez leprosos que al igual que el leproso del evangelio de hoy salió al encuentro de Jesús que caminaba hacia Jerusalén, para suplicarle: «Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros» (Lc 17,13). Los leprosos fueron curados y Jesús los envió a los sacerdotes para que acreditaran la curación, pero sólo volvió uno a agradecerle el bien de la salud recobrada. Dice el evangelista que de los diez curados éste era samaritano, y glorificaba a Dios en alta voz que había obrado en él por medio de Jesús (Lc 17, 15-16). El evangelista aprueba la acción de gracias del leproso curado, la alabanza a Dios que ha de ser glorificado por los que gratuitamente reciben la salvación.
El leproso curado se convierte en testigo de Jesús, al pregonar su curación, signo de la radical transformación que acontece en el enfermo devolviéndole la salud, por la cual debe dar gracias a Dios.
Jesús realiza sus milagros en plena comunión con su Padre, y le da gracias cuando va a resucitar a Lázaro (cf. Jn 11,41-42), porque Dios sana y resucita a la voz de su Hijo amado, y ha mandado que se le escuche. En el bautismo y en la transfiguración en la montaña Jesús es revelado por el Padre como su Hijo amado, a quien hay que escuchar (cf. Mc 1,11; 9,7). La relación de curación de la lepra y la resurrección de los muertos es estrecha, pues el leproso desde el punto de vista social es ya un muerto para la comunidad. Dar gloria a Dios y recitar la acción de gracias constantemente es deber del cristiano, que es exhortado por Jesús a hacerlo, y así se lo pide san Pablo a sus comunidades en la primera carta a los Corintios. Los cristianos han de dar gracias a Dios y glorificarlo por todo y todo lo han de hacer para gloria de Dios, procurando «no dar motivo de escándalo ni a judío ni griegos, ni a la Iglesia de Dios» (1Cor 10,32); es decir, no escandalizar con su palabra y su conducta a ninguno, sino más bien procurando contentar a todos, como hace el Apóstol, que les dice: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (v. 11,1).
La exhortación a la acción de gracias y a la alabanza, y a llevar una vida coherente con la fe es contenido de la exhortación apostólica, acompaña la predicación del Evangelio e incluye la instrucción moral de la conciencia. Pablo da gracias a Dios por los que se integran en sus comunidades, porque han recibido la salvación, y les recuerda que han de agradecer a Dios haber sido salvados, porque por medio del Evangelio «nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino de su Hijo querido, en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados» (Col 1,13).
Hemos de dar gracias y alabanza a Dios, que nos sostiene en la salud y en la enfermedad. La expresión de bendición y alabanza que brota del corazón de san Pablo nos enseña a tomar conciencia de que estamos siempre en las manos de Dios, lo cual nos da confianza en que nunca seremos alejados de su amor. Por eso exclama: «¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación nuestra, para pode nosotros consolar a los que están en tribulación mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios!» (2Cor 1,3-4).
No estamos dejados de la mano de Dios, porque estamos arraigados en la esperanza que alimenta nuestra fe, y auxiliados con la luz que nos viene de Dios e ilumina nuestra conciencia, podremos recobrarnos y afrontar la convivencia según el designio de Dios.
Estamos viviendo momentos de dificultad a causa de esta enfermedad infecciosa que ha llevado a la muerte a tantas personas y ha contagiado a muchísima más, que han sufrido y sufren las consecuencias de la enfermedad. No estamos dejados de la mano de Dios, porque estamos arraigados en la esperanza que alimenta nuestra fe, y auxiliados con la luz que nos viene de Dios e ilumina nuestra conciencia, podremos recobrarnos y afrontar la convivencia según el designio de Dios. Podemos vivir momentos de especial dificultad en la sociedad, como sucede a causa de la inestabilidad social y política, agrandadas por las consecuencias de la pandemia. Podemos incluso pasar en la Iglesia por momentos de confusión y tener que soportar propuestas de vida cristiana que son contrarias a la tradición de la fe que profesamos, pero las palabras del Apóstol a los Romanos vienen en nuestra ayuda, recordándonos que «nos hallamos y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios»; e incluso más: «nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,2-5).
Como dice Benedicto XVI, «el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica»[2]. Nada puede frustrar la esperanza que se alimenta del amor de Dios, porque esta esperanza es certeza en el poder y la bondad suprema del Dios misericordioso, y esta esperanza no nos defrauda y al tiempo que nos anima nos consuela, para hacernos capaces de soportar todas las limitaciones.
Si Dios nos consuela, nosotros debemos consolar a nuestros hermanos, y unidos a Cristo abrir la comunidad a los que como el leproso están fuera de ella, marginados, excluidos. Abrir la comunidad abriendo nuestro corazón a cuantos sufren, para aliviar su dolor con nuestra compasión y nuestra ayuda desinteresada. Así seremos imitadores de san Pablo, que nos da a conocer bien su programa de acción al decir: «Por mi parte, yo procuro contentar a todos, no buscando mi propio interés, sino el de ellos, para que todos se salven» (1Cor 11,1). Imitando al Apóstol imitaremos en verdad a Cristo, que nos ha entregado su Cuerpo y Sangre y se da por entero a nosotros en el sacrificio eucarístico.
S.A.I. Catedral de la Encarnación
14 de febrero de 2021
+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería
Ilustración: Jesús cura a un leproso. Pietro Perugino (1482). Capilla Sixtina El Vaticano.
[1] Cf. J. Gnilka, El evangelio según san Marcos, vol. I. Mc 1-8,26 (Salamanca 1986)107-108.
[2] Benedicto XVI, Carta encíclica sobe la esperanza cristiana Spe salvi (30 noviembre 2007), n. 35.