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LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS, HOMILÍA EN EL III DOMINGO DE PASCUA

Lecturas bíblicas: Hch 2,14.22-28; Sal 15,1-2.5.7-11; 1 Pe 1,17-21; Aleluya: Lc 24,32; Lc 24,13-35

Los discípulos de Emaús

La homilía de Mons. González Montes se acompaña hoy, para ilustrarla, de la conocida e impactante pintura “Pedro y Juan corriendo al sepulcro la mañana de la Resurrección” (de 1898), que cuelga en el Museo de Orsay de París.

Es una pintura muy célebre, que pasa por ser una de la mejores del autor, del pintor suizo Eugène Burnand (1850-1921).  El mensaje es el que las mujeres habían transmitido a los Apóstoles, tal como se lo pidió el ángel. Los discípulos de Emaús así se lo dicen al desconocido caminante que va junto a ellos y se ha hecho el encontradizo de los desencantados discípulos.

“Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de san Lucas que acabamos de escuchar, correspondiente al Domingo III de Pascua que hoy celebramos, nos llena de alegría en medio de los padecimientos a los que la pandemia tiene sometida la población, sin duda ya cansada de un confinamiento tan estricto y prolongado. Jesús, resucitado de entre los muertos, después de haber sufrido la crueldad de la tortura de la pasión y la cruz, nos descubre el sentido de los sufrimientos que quiso cargar sobre sí en plena comunión con los nuestros.

La muerte ignominiosa de la cruz padecida por Jesús quebró todas las esperanzas que sus discípulos habían puesto en que él fuera el Mesías esperado, el salvador de Israel, porque la imagen del Mesías que ellos tenían era la de un líder victorioso sobre sus enemigos, una imagen gloriosa y de triunfo imposible de conciliar con la de Jesús entregado a la muerte los jefes religiosos de su pueblo. La imagen del Crucificado era a sus ojos la expresión extrema del fracaso de Jesús y, consiguientemente, del fracaso de las esperanzas mesiánicas que ellos, sus discípulos, habían puesto en él.

Jesús se hace el encontradizo con los desencantados discípulos que caminan a Emaús, población muy cercana a Jerusalén. La tradición ha dado nombre a estos dos discípulos, que probablemente pertenecían al amplio grupo de los setenta y dos que Jesús «envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios donde pensaba ir él» (Lc 10,1)[1]. Fue entonces cuando les había recomendado ir siempre en manos providentes de Dios, sin equipamiento innecesario y que rogasen al dueño de la mies para que enviase abundantes operarios a su mies (cf. Lc. 10,2ss). Su misión era anunciar la llegada del Reino de Dios ya cercano, y no debían contar más que con la confianza en Dios. Así se lo decía al escriba que le manifestó deseo de seguirle. Jesús le respondió refiriéndose a las exigencias de la vocación apostólica con el ejemplo de sí mismo: «Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9,58; cf. Mt 8,20).

Con todo, los setenta y dos se habían emprendido con ilusión a la misión y había merecido la pena, porque regresaron contentos diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre» (Lc 10,17); pero ahora estaban por entero decepcionados. Jesús les pregunta ahora de qué hablan y Cleofás, uno de los dos caminantes, responde a la pregunta de Jesús por lo sucedido en Jerusalén: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que han pasado allí estos días?» (Lc 24,18). Le contaron cómo Jesús había sido condenado a muerte y crucificado, a pesar de haberse manifestado como «profeta poderoso en obras y palabras», y concluyen con la razón de su desencanto: «Nosotros esperábamos que fuera el futuro libertador de Israel. Y ya ves hace dos días que sucedió todo esto» (Lc 24,20-21).

Estaban sumidos en la tristeza y desencantados, a pesar de que algunas mujeres del grupo de los discípulos les habían sobresaltado «porque fueron muy de mañana al sepulcro y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que habían visto incluso una aparición de ángeles que les habían dicho que estaba vivo» (Lc 24,22b-23). No habían creído a las mujeres y ni siquiera les convencía la constatación de Pedro de que el sepulcro estaba vacío, como habían dicho las mujeres (cf. Lc 24,12). Comenta san Agustín que sus ojos seguían enturbiados, lo que les impedía reconocerlo, por eso convenía que el propio Jesús instruyese su corazón antes de darse a conocer y curara su ceguera[2]. Por eso Jesús les explicó las Escrituras, reprochándoles su incredulidad. Los sufrimientos del Mesías habían sido profetizados; más aún, en esas profecías se incluía el sentido de sus sufrimientos, tal como se lee en el cántico del Siervo del profeta Isaías, que inspira la primera carta de san Pedro dando sentido y valor a los sufrimientos del Mesías: «en sus heridas habéis sido curados» (1 Pe 2,24), como había dicho el profeta: «Herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Con sus heridas hemos sido curado» (Is 53,5.6).

San Pedro en discurso de Pentecostés argumenta que todo cuanto padeció Jesús al ser llevado a la cruz por los jefes de los judíos, que lo entregaron a manos de los paganos, era designio de Dios; pero no permitió el Padre que su Hijo experimentara la corrupción del sepulcro, como profetizó el salmista (cf. Sal 15,10). Este designio de Dios para el Mesías no era de muerte, sino de vida; y el derramamiento de su sangre preciosa era el precio por nuestro rescate. Resucitando a Jesús Dios ha dado fundamento a nuestra fe y nuestra esperanza (cf. 1 Pe 1,21).

Los discípulos habían pedido la fe y la esperanza y no podían creer que Jesús hubiera vuelto a la vida[3], porque no habían entendido las Escrituras y porque no habían llegado a comprender que la nueva vida del Resucitado no es el retorno a esta vida mortal y perecedera, sino la vida gloriosa en Dios. Sólo comenzaron a vislumbrar la nueva vida de Cristo al reconocerle cuando le invitaron a quedarse con ellos en Emaús a pasar la noche. Le reconocieron cuando «tomó el pan en sus manos, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio» (Lc 24,30). Fue entonces cuando “se le abrieron los ojos” y le reconocieron. Era él, el mismo que antes de padecer les había partido el pan y les había invitado a tomar su cuerpo y su sangre anticipando su pasión y muerte redentora, a la que Jesús fue por puro amor nuestro, en obediencia a la voluntad del Padre.

En la Eucaristía reconocemos al Señor sacrificado por nosotros y en ella escuchamos su palabra: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19; 1 Cor 11,25). Del sufrimiento de esta enfermedad que nos acosa y paraliza nuestra vida, salgamos con la fe y la esperanza que el Resucitado fortalece en nosotros. No podemos vivir sin la Eucaristía. Es ya justificado que, con las debidas precauciones frente a la pandemia, se devuelva a la Iglesia la celebración de la Eucaristía con los fieles, que necesitan este alimento esencial, sin que se prolongue por más tiempo la prohibición de la celebración de la Misa y los sacramentos, sin los cuales no podemos vivir”.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

Almería, a 26 de abril de 2020

+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería

 

[1] Sobre Emaús y los caminantes cf. F. Bovon, El evangelio según san Lucas. IV. Lc 19,28-24,53 (Salamanca 2010), 632-637 (n. 13).

[2] San Agustín, Sermón 232, 3: BAC 447, 399.

[3] San Agustín, Sermón 235, 2-3: BAC 447, 420-421.

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