JUEVES SANTO
Mis queridos diocesanos:
El viejo adagio dice que el Jueves Santo es uno de los tres jueves que relucen más que el sol. Los otros son el jueves de Corpus y el jueves de la Ascensión. Estos últimos han dejado de parecerlo a causa de los calendarios laborales, que prefieren los lunes sin a las fiestas religiosas de la tradición religiosa cristiana que inspira nuestra cultura. Por eso la pervivencia del Jueves Santo cobra especial impacto en una sociedad muy secularizada en sus costumbres y al mismo tiempo fiel a los desfiles procesionales de la Semana Santa.
Son muchos los que no han vuelto por su iglesia a participar en la celebración eucarística y mantienen el rescoldo de la tradición religiosa, se apuntan incluso, además de a la cita de las procesiones, a la visita a los monumentos que se encienden para alumbrar la reserva eucarística del Jueves Santo después de la Misa «en la Cena del Señor». ¡Son tantos los bautizados que han perdido la noción de cómo surge la Reserva eucarística! No saben que procede de la Misa, sin la cual no hay sagrario donde se pueda contener el cuerpo, sangre, alma y divinidad del Señor glorificado por su resurrección de entre los muertos.
El Jueves Santo les da la oportunidad de renovar la confesión de fe en el Cuerpo y la Sangre del Señor, al enfrentarse de nuevo con el amor infinito de Dios que entrega a su Hijo al mundo para que no perezca y tenga vida eterna. ¿Recordarán acaso la parábola del buen Pastor? Ladrones y bandidos han venido antes que él, y otros, que han llegado después, han llevado el pueblo a la muerte, sin que hayan dejado surgir quimeras de sangre. Jesús es su antítesis y muere para que los demás tengan vida, dice el evangelio de san Juan. Para que tengan vida, Jesús, pastor divino, entrega la suya y se hace pasto de sus ovejas, no vive de ellas, sino para ellas hasta hacerse su alimento: “que hoy no sólo tu pastor soy, sino tu pasto también”.
El Jueves Santo es ante todo memorial de la alianza nueva y eterna en la Sangre de Jesús, que adelanta su inmolación en la cruz a la Cena con sus discípulos, para entregar a los Doce el sacramento de su amor. La Eucaristía se revela el Jueves Santo como verdadero sacrificio sacramental de la cruz, acontecido como libre entrega de la vida por amor al mundo del Hijo de Dios. El sacrificio de la cruz ocurre en el día de la Preparación de la cena pascual, cuando se inmolaban los corderos de la cena pascual judía, que había de ser comida una vez caído el sol, al atardecer de aquel día. La discrepancia entre los evangelistas llamados sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) con el evangelio de san Juan sobre el día de la última Cena cede ante la concepción pascual de la misma. Esta descripción de la Cena da contexto a la institución de la Eucaristía como sacramento de la alianza nueva en la Sangre de Jesús.
El agua que brotará juntamente con la sangre de su costado abierto por la lanza del soldado será vista por el evangelista como agua lustral, agua de purificación bautismal; y la sangre que mana de su pecho traspasado como la sangre de la Eucaristía, que Jesús entrega a los Apóstoles, porque la Eucaristía es para el evangelista inseparable de la institución del sacramento del ministerio ordenado.
El Jueves Santo viene así a hacer memoria de la institución del sacerdocio, servicio a la comunidad de fe para perpetuación de la ofrenda sacrificial de la Iglesia. Desde aquella Cena santa los apóstoles y sus sucesores actuarán en la persona del Redentor, para entregar a la comunidad de fe la ofrenda única que el hombre puede presentar al Dios: la víctima del amor “hasta el extremo” de quien puso su suerte en las manos de Dios y cayó bajo el acoso del mundo.
La Eucaristía y el sacerdocio, que la confecciona y sirve al pueblo fiel, son cada Jueves Santo contenido de la misa vespertina «en la Cena del Señor», realidades santas contempladas con fe este día primero del Triduo Pascual, que abre la celebración mayor de la Iglesia. A estas realidades sagradas llega la comunidad eucarística después de haber celebrado la «misa crismal» de la mañana, donde la Iglesia teje la hermosa liturgia de los santos Óleos: el «óleo de los catecúmenos», que fortalecerá el pecho de los nuevos atletas de la fe, dispuestos por la instrucción de la fe a correr en el combate de la salvación; el «óleo de los enfermos», para aliviar el dolor y borrar el pecado; y el «Santo Crisma», perfume del suave olor que exhala el Espíritu Santo para ungir la cabeza de los bautizados, las manos de los sacerdotes y la cabeza de los obispos, unciones a las que son asociadas las cosas santas.
La Sema Santa concentra así en el Jueves Santo la expresión sacramental de una jornada litúrgica memorable para la fe que inspira la caridad; porque el Jueves Santo, día del amor fraterno, rememora el mandamiento del amor que alcanza al prójimo de cerca y de lejos, sin que la exclusión aparte a ninguno de los llamados a ser hermanos en la común filiación divina del Padre de todos los vivientes. El pobre y el necesitado, siempre en el corazón de Dios, entran de lleno en la caridad de la Iglesia convertidos por la fe en miembros de la fraternidad de los discípulos de Jesús. La mesa eucarística se prolonga y se hace presencia del amor de Dios por el mundo en la llamada a la justicia distributiva y la apelación a la dignidad del ser humano, contra la exclusión y la marginación que genera el egoísmo pecador.
Cristo entrega su testamento y después de orar la comunidad de sus discípulos, “para que sean uno y el mundo crea”, se adentra en la espesura de la pasión y de la Cruz, mientras amanece el día que le llevará al Calvario y ser tendido sobre la Cruz, árbol de vida y salvación.
Almería, 17 de abril de 2014
Jueves Santo
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería