HOMILÍA EN LAS VÍSPERAS DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO Oración por la Unidad de los Cristianos
Lectura bíblica: Gál 1,11-24
Queridos hermanos y hermanas:
Concluye hoy el Octavario de Oración por la Unidad de los cristianos, en el que hemos pedido al Señor que nos conceda vivir en aquella unidad visible que él quiso para su Iglesia, porque en la unidad de los cristianos el mundo tiene un gran argumento para acoger a Cristo como Salvador universal. Jesús pide al Padre la unidad de sus discípulos y ofrece les ofrece el modelo de esta unidad.
La unidad que Jesús pide al Padre para sus discípulos no es el resultado de un equilibrio artificial, al modo humano, entre quienes están en desacuerdo; es decir, no se trata de una unidad construida sobre el interés de cada parte en litigio. No es una unidad consensuada en razón de la preservación de los intereses de aquellos que han de alcanzar la unidad, sino una unidad fundada en la unidad de Dios Trinidad de personas divinas y una sola y misma divinidad. Se trata de aquella unidad que es la comunión del Padre y del Hijo en el amor del Espíritu Santo. Este es el modelo de unidad que Jesús quiere para su Iglesia: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21).
Los cristianos no pueden alcanzar por sí mismos la reconstrucción de la unidad visible de la Iglesia, ahora rota a causa del pecado; esta unidad no se puede lograr por las solas fuerzas humanas. Llegar a la unidad deseada por Cristo es algo que sólo puede venir de Dios, y les será dada a las Iglesias y Comunidades eclesiales en la misma medida en que los discípulos de Jesús permanezcamos en Cristo, único medio de estar en la unidad del Padre y del Hijo.
Es probable que los cristianos de las distintas confesiones podamos ponernos de acuerdo para establecer una cierta recomposición de la unidad visible de la Iglesia, algo que, sin duda, sería un importante signo ofrecido al mundo, pero aun así no sería el signo por el cual el mundo reconocerá que Jesús es el enviado del Padre. Para que el mundo reconozca a Jesucristo es necesario que la unidad de los cristianos sea percibida como algo más que un armisticio por el que “cesan las hostilidades” entre cristianos y consensuan unas relaciones amistosas y un acuerdo de cooperación en las obras de alcance social o cultural. La unidad que el mundo espera de los cristianos es aquella comunión eclesial en la que se hace patente la misma unidad de Dios. Esta unidad es, por esto mismo, un don de la misericordia de Dios, un don por el cual se hace patente en la comunión de todos los discípulos de Jesús la comunión trinitaria de Dios visible en la Iglesia una y santa.
Los cristianos han de ser uno como el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, porque es en esta unidad donde los hombres reconocerán que Jesús es el enviado del Padre. Por esta unidad rezó y suplica Jesús al Padre. Es la unidad en la cual los hombres reconocerán que Jesús es el Hijo de Dios enviado al mundo y que la comunión de la Iglesia es donde Dios revela su designio de salvación universal, porque Dios ha amado al mundo de manera irrevocable. La unidad, entonces, que Jesús pide para sus discípulos tiene un carácter sacramental; es decir, debe contener aquello mismo que significa, esto es, la unidad divina, que el mundo tiene que reconocer en la comunión de la Iglesia una y santa. Este es el contenido de las palabras de Jesús incluidas en la oración de la última Cena: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17,23).
Se trata de que los hombres puedan conocer el amor de Dios en la unidad de los cristianos, descubriendo en esta unidad del Padre y del Hijo no sólo que Dios ha amado al mundo, sino que lo ha amado como ama al Hijo, porque la comunión con el Hijo es vivir en la comunión trinitaria de Dios.
El significado hondo de la fiesta de la conversión de san Pablo está en que la permanencia en Cristo Jesús es fruto de la conversión a él. Por eso, la reconstrucción de la unidad de los cristianos requiere un progreso mayor en la conversión a Dios, en la adhesión de cada uno de los bautizados a Cristo para nuestra permanencia en él. Si los hombres no pueden reconocer en nosotros a Cristo es porque no pueden percibir aquella unidad que hiciera transparente que, en verdad, «nosotros estamos en comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3).
La conversión de san Pablo queda reflejada en tres importantes pasajes del libro de los Hechos de los Apóstoles (9,1-19; 22,1-16; 26,9-18) y en la carta a los Gálatas (1,12-14). De esta última narración toma el fragmento de Gál 1,11-24 la liturgia del oficio divino de la fiesta de la conversión de san Pablo. El carácter autobiográfico de este texto de Gálatas que hemos escuchado deja claro que la conversión es fruto de la gracia divina, que es la revelación del Hijo. Convertirse a Jesús es alcanzar por la misericordia de Dios aquel conocimiento de Cristo Jesús como Hijo de Dios encarnado, en el cual tenemos acceso a Dios.
Pablo da cuenta de cómo se produjo en él la conversión a Cristo, que es posible resumir en el hecho de salir Cristo mismo al encuentro de Pablo; es decir, la gracia de la conversión es revelación de Jesús como Hijo de Dios, como dice el mismo Pablo: «aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia se dignó revelar a su Hijo en mí, para que yo lo anunciara a los gentiles» (Gál 1,15-16). En un pasaje Filipenses, igualmente biográfico y semejante a este pasaje de Gálatas, encontramos la misma afirmación: Dios ha revelado a Pablo que Jesucristo es el Hijo de Dios; y es así en esta revelación por la que Dios le ha dado a conocer a Jesús como Hijo de Dios donde Pablo ha hallado la mayor de las riquezas, la perla de gran valor por la cual «un mercader que anda buscando perlas finas… va vende cuanto tiene y la compra» (Mt 13,45-46). El conocimiento de Cristo es para san Pablo la perla de gran valor por la cual merece venderlo todo para adquirirla, y por eso dice: «juzgo que todo es pérdida por la sublimidad del conocimiento de Cristo, mi Señor» (Fil 3,8).
Podemos pensar sin equivocarnos que la conversión de Pablo es un don que le fue concedido por Dios en su designio de salvación, para ser apóstol de los gentiles, como dice en Gálatas. Más aún que este don estaba ya previsto en la elección que Dios hizo de él desde el seno de su madre, puesto que dice que el autor de la revelación de Cristo en él es «Aquel que me separó del seno de mi madre y me llamó por su gracia, [y] tuvo a bien revelar en mí a su Hijo» (Gál1,15-16). Sin embargo, si la elección de uno, en este caso la elección de san Pablo, fuera para nosotros excusa para no responder a la llamada de Cristo a nuestra conversión, no tendríamos en consideración que, aunque Dios oriente la llamada a cada uno de los humanos, como orientó la llama que hizo a Pablo, Dios llama a todos, porque su llamada a todos alcanza y es universal.
El carácter universal de la llamada lo sostiene el mismo san Pablo cuando afirma en la carta a los Efesios que Dios «nos ha elegido en él [Cristo] antes de la fundación del mundo», para que fuéramos santos, a lo cual añade el carácter gratuito de esta llamada (como ocurre con Pablo), de suerte que Dios ha procedido del mismo modo «eligiéndonos de antemano para ser hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado» (Ef 1,5-6).
Podemos, por esto concluir que, si Dios llamó a Pablo, nos ha llamado a nosotros para que, mediante la conversión a Cristo y nuestra permanencia en él, demos a conocer el amor de Dios a nuestros hermanos; para que hagamos realidad la misión de la Iglesia en el mundo. Lo que tiene de modélico el caso de san Pablo es para ayudarnos a comprender la llamada de Dios a cada uno de nosotros, a quienes Dios revela en la fe el conocimiento de Cristo. Todo para que vivamos en aquella comunión de amor del Padre y del Hijo que haga posible el conocimiento de Jesús como Enviado del Padre para la salvación del mundo.
La conversión es don de Dios, porque mediante la conversión a Cristo somos liberados de la esclavitud del pecado. Por la conversión acontece lo que expresa el lema de la Semana de Oración de este año: «Fue tu diestra quien lo hizo, Señor, resplandeciente de poder» (Ex 15,6). Este lema bíblico que evoca la liberación de la esclavitud de Egipto padecida por los israelitas nuestros padres bajo el régimen opresivo del Faraón. El lema evoca hechos históricos de liberación que son paradigma y figura de la acción liberadora de Dios en la muerte y resurrección de Cristo, pues por el misterio pascual fuimos liberados de la muerte eterna. En este lema, portador de esperanza, se reconocen las Iglesias y comunidades eclesiales de las Antillas y del Caribe que este año han preparado la oración ecuménica del Octavario. Son Iglesias y comunidades formadas por poblaciones que han vivido como esclavos durante siglos y la fe en Jesucristo les ha ayudado a superar la esclavitud y a emanciparse. Hoy se apoyan en esta fe en la Palabra de Dios que rompe todas las cadenas, para avanzar hacia la meta de la unidad de la Iglesia santa.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
25 de enero de 2018
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería