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HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

Lecturas bíblicas: Ex 24,3-8; Sal 115,12-13.15-17; Hb 9,11-15; Aleluya Jn 6,51; Mc 14,12-16.22-26

Queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo nos coloca en adoración del más grande sacramento, el signo que contiene la realidad en él significada: el Cuerpo y la Sangre del Señor. En este signo Dios nos ofrece la presencia entregada de su Hijo por nosotros: su pasión y cruz, y su gloriosa resurrección; en definitiva, el contenido del misterio pascual de Cristo, contenido del kerygmao anuncio cristiano de la salvación, tal como Dios quiso en su designio amoroso llevarla a cabo en la entrega de Jesús a la muerte por nuestros pecados, al cual resucitó para nuestra justificación (Rm 4,25). San Pablo nos ofrece probablemente el más antiguo testimonio de este gran misterio de amor de amor, no sólo en fórmulas del anuncio cristiano que dan razón del carácter salvífico de la muerte y resurrección de Jesús, sino en fórmulas también que dan cuenta de la presencia del misterio pascual en la Eucaristía. Así, dice en la carta a los Corintios: «Porque yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor Jesús la noche en que era entregado, tomó pan, dando gracias lo partió y dijo: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía” Asimismo tomó el cáliz después de cenar, diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces lo bebiereis, hacedlo en memoria mía” (1 Cor 11,23-25).

Esta narración de la institución de la Eucaristía por Jesús que ofrece san Pablo es anterior a la carta primera carta a los Corintios, carta que data de la Pascua del año 54, cuando el Apóstol se hallaba en Éfeso y allí fue informado de las desviaciones que se habían producido en su querida comunidad de Corinto. Sustancialmente es coincidente con la narración evangélica de la institución eucarística que hemos escuchado en el evangelio de san Marcos, escrito en torno al año 70, después de la muerte de san Pedro. El estudio de los textos sagrados permite concluir que la narración de la cena es anterior a la historia de la pasión, tal como la conocemos. La celebración eucarística es muy tempranamente descrita en la primera mitad del siglo II por san Justino mártir (†165), quien da cuenta de cómo ha sido recibida ritualmente en su época desde el tiempo de los Apóstoles la que en el libro de los Hechos de los Apóstoles se llama fracción del pan.

La Eucaristía es instituida por Jesús en la última Cena y como tal entregada a los Apóstoles y éstos la entregaron desde el principio a la Iglesia. La Eucaristía es por eso el gran bien de la salvación no sólo anunciada sino ofrecida sacramentalmente a cuantos vinieran a la fe. El II Concilio Vaticano enseña que la sagrada Eucaristía «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo» (II Concilio Vaticano, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, n. 5).

El bien de la Iglesia es la salvación ofrecido por Dios al mundo en la entrega de su Hijo por nuestros pecados. La Eucaristía tiene, por esto mismo, el carácter salvífico que dimana de su misma naturaleza como presencia en el sacramento del Altar del sacrificio de Cristo. En la Eucaristía se hace presencia actual para nosotros de su entrega a la cruz, que Jesús quiso anticipar en la última Cena, ofreciendo a los apóstoles el pan de su Cuerpo y el vino de su Sangre. Jesús en el evangelio de san Marcos identifica su cuerpo con el pan y, del mismo modo, el vino de bendición con «mi sangre de la alianza que será derramada por muchos» (Mc 14,24). De esta manera, en el evangelio escuchamos el eco de la alianza del Sinaí que Dios hizo con los israelitas nuestros padres por medio de Moisés diciéndole, tal como hemos escuchado en el libro del Éxodo: «Esta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros…» (Ex 24,8).

En contraposición a esta alianza antigua, Jesús ofrece el cáliz de su sangre de la alianza a los suyos, porque su sangre sustituye la sangre de los machos cabríos y las becerras, que no pueden alcanzar el perdón de los pecados, ya que sólo son ritos de purificación. Por eso, el autor de la carta a los Hebreos, recordando estos ritos de purificación con la sangre de los animales inmolados en la antigua ley, dice refiriéndose al derramamiento de la sangre de Jesús: «¡cuánto más [podrá purificar] la sangre de Cristo, que en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo!»(Hb 9,14).

El carácter de salvación de la Eucaristía dimana del hecho de que la sangre de Jesús «será derramada por muchos» (Mc 14,24), según el evangelio de san Marcos; lo que significa que no es derramada sólo «por vosotros» (por los apóstoles y por los que son del pueblo elegido, sino que el derramamiento de la sangre de Jesús alcanzará a los que viven fuera de la alianza de Moisés, a cuantos llegue el anuncio y vengan a la fe, «porque hay un solo , y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tim 2,5-6). Es lo que dice también la carta a los Hebreos: Jesús es «mediador de una alianza nueva»; y explica el autor de la carta que hemos escuchado hoy: en esta alianza nueva ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la vieja alianza que ahora ha sido superada por la alianza en la sangre de Jesús (cf. Hb 9,15).

Son las mismas palabras que escuchamos en la consagración de la Misa referidas al cáliz. Es la fórmula que explica el carácter de la entrega de Jesús, como la encontramos en el evangelio de san Mateo: «porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados» (cf. Mt 26,28). Entrega de Jesús por los pecados del mundo, porque Jesús es el verdadero cordero de Dios que quita el pecado del mundo, como le señaló Juan Bautista; y como le anunciaba ya el profeta Isaías al hablar del siervo del Señor que carga con los pecados del pueblo: «Mi Siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos (…) él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores» (Is 53, 11.12).

La salvación tiene un alcance universal y el mediador y redentor es uno sólo: Jesús que se hace presente con su sacrificio redentor en el altar, para transformarlo en mesa de la fraternidad, en la que se anticipa el banquete celestial de la vida eterna, donde participaremos de la vida divina para siempre. Por eso la Eucaristía alimenta nuestra esperanza y en ella tenemos el gran sacramento de nuestra fe. La fe que obra mediante la caridad que une el amor a Dios y el amor al prójimo en un solo amor, el amor que Dios infunde en nuestros corazones, la caridad que viene de lo alto y es infundida por el Espíritu Santo.

Como decía san Juan Pablo II, si con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés «nace la Iglesia y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo», porque en el don eucarístico Jesús anticipa el Triduo pascual de nuestra redención y hace misteriosamente contemporáneos de aquellos acontecimientos de gracia y salvación a los hombres de todas las generaciones que venimos después de él.

Si hacia Jesús miraban las promesas de los que aguardaban la salvación antes de su nacimiento en carne, nosotros que hemos conocido en Jesús la revelación del amor de Dios, ¿cómo no dar gracias a Dios y alabarle con gozo por haber sido agraciados naciendo después de Cristo? No podemos vivir sin agradecer este don admirable de la Eucaristía, sin adorar la presencia divina del Hijo de Dios en el sacramento más admirable, sin proyectar la experiencia de su presencia que nos llega por el ministerio de los sacerdotes.

Como dice el santo papa Juan Pablo II: «El sacerdote pronuncia estas palabras de la consagración o, más bien, pone en su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio» (San Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, n. 5b).

Nadie puede suplir al sacerdote en el ejercicio de este ministerio y, por eso, hemos de suplicar al Señor las vocaciones sacerdotales y agradecer que por ellas nos siga llegando la presencia del sacrificio redentor de la Eucaristía como verdadero sacrificio de la Iglesia. La crisis de fe en el valor de salvación de la Eucaristía es crisis de fe en la divinidad de Cristo y del carácter único y universal de la salvación que Dios nos ofrece por medio de Jesucristo, único Mediador entre Dios y los hombres.

Que la Virgen María de la cual recibió el Hijo de Dios nuestra carne y humanidad, nos ayude a mantener la fe en este augusto sacramento del amor y la misericordia, de la caridad de Dios con nosotros. Un amor que estamos llamados a extender a cuantos sufren carencias fundamentales necesitan de nuestra comunión fraterna de la que nunca pueden ser excluidos.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

Almería, a 3 de junio de 2018

Corpus Christi

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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