HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DEL SEÑOR
Lecturas bíblicas: Gn 14,18-20; Sal 109,1-4; 1 Cor 11,23-26; Aleluya Jn 6,51-52; Lc 9,11-17b
La celebración de la solemnidad del Cuerpo y Sangre del Señor centra nuestra mirada en el mayor y más admirable sacramento de nuestra fe, la Eucaristía, presencia del Señor en medio de su pueblo. Esta presencia de Cristo Jesús en la Eucaristía hace palpable físicamente la humanidad del Señor en las especies del pan y del vino que han sido consagrados y, por la acción del Espíritu Santo, se han convertido en el Cuerpo y la Sangre del Redentor. Al cumplir la encomienda de Jesús a sus Apóstoles en la última Cena, la Iglesia por medio de los ministros de Jesús recibe el mayor don, que «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia»[1]. La explicación nos la ofrece con breve precisión el santo papa Juan Pablo II, al afirmar que «la Eucaristía encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia»[2].
Podemos preguntarnos cómo sucede algo así, y la respuesta nos la da el Catecismo de la Iglesia Católica, al decir que la Eucaristía es el gran sacramento de la unidad de la Iglesia, porque «realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del pueblo de Dios»,[3] y de esta manera es como la Iglesia es ella misma. El Catecismo, siguiendo la enseñanza del magisterio eclesiástico, define a la Eucaristía como sacramento de la unidad de la Iglesia[4]. Al realizar la unidad de la Iglesia, «la Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el Bautismo mediante el don del Espíritu (1 Cor 12, 13.27)»[5]. Es así, porque siendo uno solo el pan y uno el mismo cáliz (cf. 1 Cor 10,16-17), la Eucaristía da unidad a la congregación de los fieles incorporados al cuerpo místico de Cristo. No se puede expresar mejor que lo hicieron ya los santos Padres de la Iglesia antigua, y así decía san Juan Crisóstomo: «En efecto, como el pan es uno, por más que esté compuesto de muchos granos de trigo, y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo»[6].
Por eso, con toda verdad se dice que la Eucaristía, que es la meta de la evangelización, edifica la Iglesia hace la Eucaristía, de modo que son realidades inseparables. No es posible pretender pertenecer a la Iglesia y vivir al margen de la Eucaristía. Vivimos momentos de deserción de la Iglesia y el mayor de los riesgos para los cristianos es que al abandonar la Iglesia o vivir sin conciencia clara de su pertenencia a ella y sin práctica de fe, el cristiano pierda la Eucaristía, que realiza nuestra comunión mutua y la comunión con Cristo, que nos hace partícipes de la vida divina.
Es Cristo quien ha instituido divinamente la Eucaristía, para hacer de ella presencia de su sacrificio por nosotros, y lugar de plena comunión en la unidad de su cuerpo entregado para nuestra salvación. Ya en el Antiguo Testamento, la sagrada Escritura nos ofrece una prefiguración de la Eucaristía en la ofrenda hospitalaria de Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo y rey de Salem, que salió al encuentro de Abrahán para ofrecerle pan y vino. Melquisedec bendijo a Abrahán, rindiéndole homenaje por su victoria contra los reyes de las ciudades enemigas coaligadas, vecinas de los asentamientos del campamento y ganados de Abrahán y sus parientes y servidores.
El autor de la carta a los Hebreos ve en este rey y sacerdote una figura de Cristo, inspirándose en los salmos para hablar del Señor como «sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec» (Hb 5,6; cf. Sal 110,4). En contra de lo que sucedía con los sacerdotes de la antigua Alianza de la tribu de Leví, que accedían al sacerdocio por herencia de sus padres, Jesús no tiene linaje sacerdotal, lo que le asemeja a Melquisedec, que no ejercitaba un sacerdocio hereditario y personaje sin linaje conocido. Jesús es constituido sumo y eterno sacerdote por Dios su Padre, y es el mismo Dios quien declara la filiación divina de Jesús: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7). El Padre hace de él sumo y eterno Sacerdote de nuestra salvación.
Esta semejanza de Jesús con Melquisedec alcanza un significado eucarístico ya que, al igual que hará Jesús, entrego a Abrahán el pan y el vino, como Jesús entregó a sus Apóstoles en el pan y vino de la última Cena su propio cuerpo y sangre. La institución de la Eucaristía acontece, como nos dice san Pablo en la primera carta a los Corintios, en el gesto de Jesús en la noche de la última Cena sellado con las palabras que el sacerdote, actuando en la misma persona de Cristo, pronuncia sobre el pan y el vino en la consagración de la Misa: «Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros» y «Este es el cáliz de la nueva Alianza sellada con mi sangre» (1 Cor 11,23-26). La Iglesia, siguiendo el mandato del Señor: «Haced esto en memoria mía» (v. 11,24), sigue celebrando el memorial de su muerte y resurrección, verdadero sacrificio eucarístico, porque en él se hace presente el sacrificio único de la cruz sucedido de una vez para siempre.
Desde aquella noche de la Cena, convocados en asamblea en torno a la mesa de la palabra y de Eucaristía, los cristianos experimentamos la eficacia de la salvación acontecida en la muerte y resurrección de Jesús, al comulgar su cuerpo y sangre eucarísticos. Esta salvación es resultado de nuestra unión con Cristo y entre nosotros por medio de él, y en esta experiencia de la caridad de Dios para con nosotros sentimos que Dios nos purifica y, por medio del Espíritu, verdadero hacedor de la Eucaristía, nos alimenta con la vida divina y nos recrea al hacernos partícipes de Cristo.
Deberíamos pensar bien las consecuencias de nuestra comunión en el cuerpo y sangre de Cristo. Pues dice san Juan Crisóstomo, comentando la primera carta a los Corintios, que, si nos alimentamos todos del mismo cuerpo del Señor, «¿por qué no manifestamos también la misma caridad y con ello nos convertimos en una misma cosa?»[7]. Se refiere de este modo a las consecuencias de comulgar en el mismo cuerpo de Cristo todos nosotros. Los comulgantes quedan referidos recíprocamente unos a los otros y a la vez a Cristo mismo, que está en todos. Es la razón de ser de que en este día se celebre la Jornada de Caritas, a fin de concienciar de la trascendencia social que tiene la profesión de fe en la presencia del cuerpo y sangre del Señor.
Es lo que quiere significar la narración evangélica de las comidas de Jesús con la multitud y con los pecadores, como sucedió en la comida de la multiplicación de los panes y los peces que narra san Lucas en el evangelio de hoy. Cuando los Apóstoles dicen a Jesús que despida a la multitud para que vayan a comer, porque se encontraban en descampado y llevaban tiempo sin comer. Jesús les dice: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Es verdad que no es fácil cumplir el mandato de Jesús, pero es la señal de nuestra comunión en Cristo, el signo por el que reconocerán que somos discípulos de Jesús: si nos amamos recíprocamente y amamos a nuestro prójimo. También es verdad que en nuestro tiempo se insiste sobre manera en el amor al prójimo, pero no podemos tampoco dejarnos encasillar en una imagen de la Iglesia como si de una sola sociedad benéfica se tratara. Henos de abrir nuestro corazón a los más necesitados y a los pobres más desplazados y desvalidos, peo hemos de reflejar en nuestro amor por el prójimo el amor divino que inspira nuestro compromiso social.
Por eso es necesario que reparemos en este admirable misterio de amor y divina filantropía que es la Eucaristía: en ella se hace presente el amor misericordioso de Dios por nosotros, hasta la entrega de su Hijo, para que nosotros alcancemos la salvación. Cuando hoy recorramos las calles de nuestra ciudad en la procesión de alabanzas a Cristo presente en el sacramento del Altar, adorémosle en este sacramento de amor y abramos nuestro corazón a su acción sanadora de nuestras heridas y males; porque sólo él nos puede comprender y ayudar a salir del pecado que nos ciega y nos cierra a su amor y al amor de nuestros hermanos. Rindamos a Cristo presente en la Eucaristía el culto de adoración «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23) que nos hace recibirle arrodillados, porque es Dios mismo el que en su Hijo se hace presente a nosotros, sus criaturas. Jesús viene a poner su tienda en nuestros corazones, para ser el «Dios-con-nosotros», el Emmanuel que nació de la Virgen María para hacerse en el altar sacramento de redención y alimento de vida divina para siempre.
S.A.I. Catedral de la Encarnación
Almería, a 23 de junio de 2019
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
[1] Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, n. 5.
[2] Juan Pablo II, Carta encíclica sobre la Eucaristía en su relación con la Iglesia Ecclesia de Eucharistia [EE] (2003), n. 1.
[3] Catechismus Catholicae Ecclesiae [CCE], n. 775.
[4] CCE, 1325; cf. SCCD, Instr. Eucaristicum mysterium (1967), n. 6.
[5] EE, n.23.
[6] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Primera Carta a los Corintios 24, 2: PG 61, 200; cf. Obras de San Juan Crisóstomo IV, ed. BAC bilingüe de Mª. I. Delgado Jara (Madrid 2012) 589.
[7] Ibid.