Homilías Obispo - Obispo Emérito

HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE SAN INDALECIO, OBISPO Y MÁRTIR

Obispo Fundador y Patrón de la Diócesis y Ciudad de Almería

Lecturas bíblicas: Sb 5,1-4.14-16; Sal 88,2.6.12-13.16-19; 1 Cor 1,18-25; Aleluya: Jn 15,15; Jn 15,9-17.

Queridos hermanos y hermanas:

El levantamiento parcial del confinamiento nos permite celebrar, aunque sea de esta forma reducida con relación a la libre afluencia de fieles, la santa Misa de la solemnidad patronal de san Indalecio. Como reza la recitación de la plegaria eucarística de la Misa damos gracias a Dios, porque nos permite «ofrecer el pan de vida y el cáliz de salvación, y darle gracias porque nos hace dignos de servirle en su presencia»[1].

Hemos sufrido la ausencia de los fieles en la celebración eucarística durante mucho tiempo, y la vida sacramental de la Iglesia, queremos decirlo una vez más, no es comprensible sin la comunidad celebrante. La suplencia de la Iglesia cuando se producen situaciones como la que todavía estamos viviendo, víctimas de una dolorosa pandemia, tiene un límite y la vida sacramental no es reducible a la vivencia meramente virtual de la celebración de los sacramentos de la fe.

Hoy, finalmente, podemos celebrar esta liturgia en honor de nuestro santo Patrón, cuya fiesta quisiéramos ver celebrada por los fieles y amparada por la ley en una ciudad que le tiene por Patrono principal. Las lecturas que hemos escuchado iluminan su misión evangelizadora, de la que surgió el asentamiento de la comunidad cristiana de Urci, de la que nos consta que estaba sólidamente consolidada a comienzos del siglo IV, ya que su obispo Cantonio, muy anciano asistió al Concilio de Elvira, cuya fecha oscila entre el 300 y el 303 como fecha más temprana, que algunos investigadores retrasan al menos hasta el 312 d.C.

El Martirologio Romano, reformado por mandato del Concilio Vaticano II y promulgado con la autoridad del Papa Juan Pablo II, recoge la conmemoración de los siete varones apostólicos el día 1 de mayo, aunque algunos de ellos sean celebrados en sus diócesis en diferentes días. Es el caso de san Indalecio, que conmemoramos en toda la diócesis el 15 de mayo, excepto en aquellas parroquias donde san Isidro es patrono, santo muy querido entre nosotros. A todos los siete varones el Martirologio los sitúa entre finales del siglo III y comienzos del siglo IV, tiempo en el que la figura del obispo evangelizador y fundador de las primeras comunidades cristianas les dio unidad y gobierno de modo regular.

El anuncio del Evangelio es tarea de dificultades, que a veces conducen al martirio del predicador. Las lecturas de la Misa iluminan la vida del justo, que se rige por criterios enfrentados a los criterios del mundo. Quienes en el mundo no creen en una justicia trascendente, en la justicia de Dios, encontrarán en la comparecencia ante el justo Juez lo equivocado de sus creencias y de su acción. Ante el juicio de Dios no sólo contemplarán que el justo salva el juicio, sino que ellos son excluidos de la vida eterna, lo cual les se estremece de miedo. No es el temor de Dios, necesario para conducirse en la vida cristiana y don del Espíritu, sino el miedo lo que les hace estremecerse y experimentan ante el justo castigo que puede venir sobre ellos. Por eso, no se arrepienten movidos por la contrición que les causa su anterior incredulidad y, si se estremecen de temor y espanto, es por la angustia que les asalta, al constatar su grave yerro y culpable equivocación. Los impíos ponen su esperanza en el poder y la riqueza y consideran indefensión la confianza del justo en Dios, su paciente espera del juicio divino, que saben que vendrá.

Los malvados querían verificar si la confianza del justo llamando a Dios padre respondía a la realidad, y han constatado al fin que el justo tenía razón y que Dios no lo ha librado de la muerte que le han infligido ellos, los impíos, pero el juicio de Dios les ha manifestado la inocencia del justo que ellos han condenado a muerte y su equivocación: «han errado el camino», se han salido de él y, con culpa propia, no han conocido al Señor ni su verdadero camino que es la ley del Señor; no la fuerza ni la prepotencia del violento o la arbitrariedad del poderoso, sino la justicia y el derecho[2].

En el fondo de su alma, los impíos no tienen fe, son ateos y no tributan a Dios el reconocimiento que manifiestan las obras de la creación y el dictado moral de su conciencia. Son culpables de no haber reconocido a Dios por medio de las huellas que Dios ha dejado en la creación; antes bien, dice san Pablo que el juicio de Dios los condena, porque con culpa propia insoslayable «se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios, se volvieron necios» (Rm 1,21). Creían necio al justo porque esperaba en Dios, pero ante el juicio divino, estremecidos de miedo, constatarán que la esperanza que ellos creían firme, la esperanza puesta en el poder y la riqueza, «es brizna que arrebata el viento, espuma ligera que arrastra el vendaval, humo que el viento disipa, recuerdo fugaz del huésped de un día» (Sb 5,14).

El desenlace de los justos y el de los impíos son contrapuestos, como lo fue su vida. El juicio de Dios condenando a los impíos aparece como acto de diva justicia a la luz de la fe, y se convierte en realidad evidente en la vida eterna. Como dice el autor sagrado, los impíos se salieron del camino que conduce a la verdad y no se dejaron iluminar por la justicia (cf. Sb 5,6), mientras la esperanza de los justos puesta en Dios les mantuvo firmes en la ley divina y, vestidos con la coraza de la justicia y llevando por casco un juicio insobornable, anduvieron por el camino de la santidad. Por eso, «los justos viven para siempre, reciben de Dios su recompensa, el Altísimo cuida de ellos» (Sb 5,15).

Esta contraposición se prolonga en la primera carta de san Pablo a los Corintios radicalizando sus términos: frente al desprecio de la sabiduría divina por los que en este mundo se tuvieron a sí mismos por sabios, «quiso Dios valerse de la necedad de la predicación, para salvar a los creyentes» (1 Cor 1,21). No es fácil aceptar el mensaje cristiano de la cruz, lo evidencia el empeño continuado de secuestrar la cruz, derribarla y destruirla como signo de la fe, que caracteriza a todos los regímenes totalitarios, como el que hoy sigue padece China. El ateísmo de quienes odian la cruz por motivos políticos no deja de poner en evidencia que la cruz les resulta un signo insoportable. Todas las persecuciones del cristianismo han derribado las cruces y destruido las iglesias. Por eso dice san Pablo: «pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, que es escándalo y necedad para unos y otros, judíos o griegos, pero para nosotros es fuerza y sabiduría de Dios, porque «lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1,25).

Jesús, después de poner a sus Apóstoles la comparación de la vid y los sarmientos, para expresar cómo han de permanecer unidos a él, les invita a mantenerse en su amor: «se remonta al origen, al amor con que el Padre lo ha amado y que es la base de su propio amor a los hombres»[3].

No han de dejarse amedrentar por la lógica del mundo y permanecer en aquel que ha vencido al mundo. Esta victoria suprema se realiza mediante la entrega a la muerte de Jesús, evocada en la sentencia del Maestro a sus discípulos: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13) Las armas del discípulo de Cristo se reducen todas al amor hasta el límite de la entrega de la vida. La amistad de Cristo tiene una prueba determinante de su veracidad: la permanencia en él mediante el cumplimiento los mandamientos: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (Jn 5,14). El mandamiento nuevo del Señor recapitula todos los mandamientos y consiste en el amor, fundamento de una verdadera civilización del amor, que redime incluso al enemigo. Este amor a los enemigos redime la culpa y lleva consigo el perdón de los pecados.

Este fue el mensaje predicado por san Indalecio y los evangelizadores de los primeros siglos cristianos que nos trajeron el Evangelio. Nosotros, sus continuadores hemos de proponerlo a la sociedad de nuestro tiempo, para que la fe cristiana siga iluminando la vida de los hombres. La Eucaristía que ahora vamos a celebrar es el signo que Jesús nos ha legado como signo del supremo amor, para que participando de ella permanezcamos en él y demos el fruto abundante del amor al prójimo. Que la intercesión de la Santísima Virgen del Mar nos lo alcance.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

15 de mayo de 2020

+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería

[1] Misal Romano: Plegaria eucarística II.

[2] Cf. exégesis del discurso de los impíos (Sb 5,4-13), en J. Vilchez, Sapienciales [Nueva Biblia Española]. V. Sabiduría (Estella, Navarra 1990) 211-216.

[3] X.-L. Dufour, Lectura del evangelio de Juan. IV. Jn 13-17 (Salamanca 1995) 142.

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