HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE SAN INDALECIO
Patrono de la Diócesis y de la Ciudad de Almería

Lecturas bíblicas: Sb 5,1-4.14-16. Sal 88,2.6.12-13.16-19 (R/. «Cantaré eternamente las misericordias del Señor»). 1Cor 18-25. Aleluya: Jn 5,15b («A vosotros os llamo amigos, dice el Señor…»). Jn 15,9-17.
Queridos hermanos y hermanas:
Nos congrega la solemnidad del santo Obispo fundador de la Iglesia de Almería, san Indalecio, pontífice y mártir. La palabra de Dios viene a iluminar la vida de la Iglesia y la existencia del apóstol de Jesús marcado por el seguimiento discipular, como ilumina la vida del conjunto de los bautizados, porque cada cristiano está llamado al seguimiento de Jesús llamado a la vocación universal a la santidad. Como el Vaticano II enseña, esta santidad ha de caracterizar la existencia de los pastores de las ovejas del rebaño de Cristo, configurando su vida con la del Señor, para que «a imagen del sumo y eterno Sacerdote, Pastor y Obispo de nuestras almas, realicen su ministerio con santidad, alegría, humildad y valentía»[1].
Esta fue la vocación de san Indalecio como fundador de nuestra Iglesia, que él constituyó sobre la palabra de Dios y por la cual entregó su vida como pastor y sacerdote de la grey, que convocó en la Iglesia de Urci en el tránsito del siglo III al siglo IV de nuestra era. Llamó al seguimiento del nuevo camino de salvación en Cristo mediante el anuncio del Evangelio, con el fin de convertir a Cristo a la sociedad hispanorromana de un tiempo lejano para nosotros, pero históricamente bien documentado. Conocemos, en efecto, la historia de nuestra nación, cómo fue adquiriendo forma en la fusión de los pueblos asentados en la Península Ibérica y los que llegaron a ella con las inmigraciones mediterráneas y africanas, a las que seguiría la dominación roma y la configuración de la sociedad hispanorromana destinataria de la predicación evangélica.
No fue fácil la predicación apostólica, llena de las vicisitudes que hubieron de vivir los evangelizadores que fundaron las primeras comunidades cristianas, embrión de las primeras Iglesias de la Península. Entre los evangelizadores se encuentra san Indalecio, que la tradición coloca entre los Varones Apostólicos, marcada sin duda por elementos legendarios, pero en el origen de esta tradición legendaria está la memoria histórica de los obispos fundadores de las Iglesias de la Bética oriental, de su obra evangelizadora y de su santidad. Fueron estos obispos los que dieron la primera estructura social y canónica al tejido de comunidades cristianas urbanas, las cuales fueron adquiriendo organización en las poblaciones asentadas en estas tierras de la Península de manera no diferente a como sucedía en todo el territorio del Imperio. Fueron «Iglesias episcopales» que en el siglo III extendieron progresivamente su jurisdicción a las comunidades del campo que los obispos confiaban a un presbítero asentado en ellas y siempre sujeto al obispo[2].
San Indalecio encarna, en su persona de evangelizador y pastor de la comunidad localizada en una población urbana y algún territorio en torno a la misma, el ideal del pastor que entrega su vida por la grey. El Concilio pidió que este ideal de vida en santidad que ha de caracterizar a los pastores de las Iglesias diocesanas resulte del ejercicio del ministerio episcopal como medio de santificación. Dice el Concilio: «Elegidos para la plenitud del sacerdocio, reciben la gracia propia del sacramento para que, con la oración, el sacrificio y la predicación, por medio de todas las formas de cuidado y servicio episcopal, realicen su perfecta misión de caridad pastoral. Con esta gracia no temerán dar su vid por las ovejas y, como modelos del rebaño (cf. 1Pe 5,3), elevarán a la Iglesia, incluso con su ejemplo, a una santidad cada vez mayor»[3]. Es el tenor de vida en santidad que la constitución conciliar sobre la Iglesia pide asimismo de los presbíteros, de suerte que lleguen a emular a aquellos sacerdotes que en el correr de los siglos dejaron un ejemplo admirable de santidad y cuyas alabanzas celebra la Iglesia[4].
Hoy, en efecto, celebramos la alabanza del Fundador de nuestra Iglesia y pedimos por su intercesión que el Señor quiera concedernos los sacerdotes que tanto necesitamos, para que la fe cristiana siga inspirando la vida de una sociedad que el cristianismo contribuyó de manera decisiva a configurar en su identidad histórica, hoy notablemente difuminada.
El ideal de una vida en santidad aplicado a los pastores nos es ofrecido por la primera lectura entendiendo que el pastor santo ha de buscar la sabiduría divina y vivir de ella. Es la sabiduría que viene del Espíritu Santo la que sostiene al pastor, porque es la que sostiene al justo sin arredrarse a la hora de dar testimonio de Jesucristo «delante de los que le afligieron y despreciaron sus trabajos» (Sb 5, 1). Al igual que el testimonio del justo se sostiene con la fortaleza de la fe que inspiró su vida, el testimonio del buen pastor, que «conforma su vida con el misterio de la cruz del Señor»[5], se sostiene en la fortaleza que le viene de la gracia sacramental que recibió en su consagración. Gracia que, como habilitación para llevar a cabo su misión evangelizadora y pastoral, se convierte en gracia de estado que alienta sus trabajos evangelizadores y su gobierno de la comunidad. Por eso, mientras «la esperanza del impío es brizna que arrebata el viento, espuma ligera que arrastra el vendaval, humo que el viento disipa…» (Sb 5,14), el buen pastor sirve con entrega a su grey vive sostenido por la fe en el Señor que es su verdadera recompensa.
En verdad, el pastor de almas sabe que su vida está marcada por el signo de la cruz, que es en palabras del Apóstol de las gentes: «necedad para los que están en vías de perdición, pero para los que están en vías de salvación —para nosotros— es fuerza de Dios. Porque dice la Escritura: “Destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces”» (1Cor 1,18.19a). No es la sagacidaz mundana con la que juegan la partida los sabios según el mundo la que otorga la victoria al justo, sino la sabiduría que viene del Espíritu Santo. La sabiduría mundana desconoce la mente de Dios, es la sabiduría de los malvados que pretenden tender una trampa al justo, arrastrados —dice san Pablo— por el dinamismo de una mente que «aprisiona la verdad con la injusticia» (Rm 1,18).
Vivimos en un tiempo de especial dificultad, un tiempo como los que santa Teresa de Jesús llamaba «tiempos recios», refiriéndose a su época, y hemos de ser muy conscientes de que la evangelización sólo cuaja por el impulso de la sabiduría del Espíritu y no con apoyos meramente humanos. La evangelización requiere del pastor y de los cristianos que el pastor instruye en la fe, la fortaleza que viene del Espíritu y sostiene en la dificultad la entrega esperanzada a una amistad con Cristo insobornablemente fiel. Esta entrega que se alimenta de la amistad de Cristo, que llama amigos a aquellos a los que él elige y llama y a los que revela el misterio de su amor como paradigma de entrega sacrificada, de la entrega martirial del cada día (cf. Jn 15,15-16). El discipulado al que Cristo llama a los pastores es el discipulado al que llamó a san Indalecio y a los Varones que sucedieron a los apóstoles y fundaron las primeras Iglesias conocidas como «Iglesias apostólicas». El discipulado que anima y alienta el corazón de los cristianos y los torna capaces de afrontar el reto de este tiempo recio que es el nuestro, para infundir en la sociedad y en la cultura de nuestro tiempo la fe en Cristo resucitado que ilumine el sentido y la meta de nuestra vida.
Es verdad que la Iglesia tropieza en nuestros días con dificultades de una cultura muy agnóstica, como comentamos con frecuencia, pero Dios hiere y al mismo tiempo cura, como leemos en el profeta Oseas cuando habla de la restauración de Israel y en el horizonte se vislumbra la resurrección de Cristo: «Venid, volvamos al Señor, pues él nos ha desgarrado, pero él nos curará; él nos ha herido, pero él nos vendará. Dentro de dos días nos dará la vida, al tercer día nos hará resurgir» (Os 6,1-2).
Si pastores y comunidades cristianas no renunciamos a proponer a Cristo, a anunciar la buena noticia de la redención, conscientes del escándalo que supone la predicación de Cristo crucificado y, al mismo tiempo, sabedores de que Cristo crucificado es «para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,24), entonces el evangelio fructificará en el mundo. Si somos capaces de presentarnos con nuestra fe en Cristo de forma abierta y de enjuiciar desde la fe el acontecer de cada día, sin complejos ni agresividad, libres de los prejuicios que nos paralizan temiendo a cada instante no ofender, el fruto de la predicación, que es obra del Espíritu Santo, se hará notar para el bien de la humanidad de hoy y del futuro.
Los cristianos no podemos sucumbir a tantos miedos, ni retroceder en la predicación de Cristo por las imposiciones culturales que reprimen la fe en la imagen revelada del ser humano desde el poder social de minorías no representativas. Es justo que defendamos los derechos que nos asisten frente a las imposiciones ideológicas del laicismo que no respeta la libertad de pensamiento y de expresión. Es asimismo justo que los cristianos podamos llevar una vida fundada en los mandamientos de Dios. Los cristianos no podemos menos de guiarnos por la imagen del hombre que tenemos en Cristo, porque en ella Dios, que lo resucitó de entre los muertos, ha ofrecido el fundamento de la renovación de la vida humana.
Por esto mismo, los pastores no podemos menos de predicar a Cristo y orientar la vida de los seres humanos según la revelación divina, a cuyo servicio está el magisterio de la Iglesia. Los obispos no podemos menos de recordar a todos con san Pablo que de la misericordia divina nos viene «que estemos en Cristo Jesús, al cual hizo Dios justicia, santificación y redención» (1Cor 1,30). Sólo seremos salvados por la misericordia de Dios, que pide a todos la conversión al Evangelio que san Indalecio predicó en nuestras tierras. Pidamos con la oración colecta de esta fiesta que hemos recitado llegar a Dios por medio del santo Obispo fundador de nuestra Iglesia, a quien Dios ha constituido pastor que nos guíe hasta Él. Acojamos su llamada que hoy continúa viva en la llamada que con humildad dirigimos como legítimo pastor a cuantos quieran acoger el Evangelio de Cristo.
S.A.I. Catedral de la Encarnación
15 de mayo de 2021
+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería
[1] Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium [LG], n. 41b.
[2] Cf. sobre la «Iglesia episcopal» del siglo III: H. Jedin, Manual de Historia de la Iglesia, t. I (Barcelona 1966) 503-507.
[3] LG, n. 41b.
[4] LG, n. 41c.
[5] Pontifical Romano: Rito de la ordenación de presbíteros, n.135 (Entrega de la ofrenda del sacrificio eucarístico al ordenado).