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HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA B. V. MARÍA

Lecturas bíblicas: Gn 3,9-15.20; Sal 97, 1-4; Ef 1,3-6.11-12; Lc 1,36-38

Queridos sacerdotes y seminaristas;

Queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de la Inmaculada nos invita a celebrar el misterio de la concepción inmaculada de la Virgen con alegría y esperanza. Desde el primer momento de su existencia el hombre se hizo culpablemente pecador desobedeciendo el mandato de Dios, queriendo hacerse dueño del paraíso en lugar de custodio responsable del mismo. Adán, representante corporativo de toda la humanidad, quiso que se le abrieran los ojos para ser igual a Dios, conocedor del bien y del mal, pero, al abrírsele los ojos, Adán y Eva se dieron cuenta de que estaban desnudos y se avergonzaron el uno del otro, se produjo aquel desequilibrio que introduce la desobediencia al mandato de Dios, provocando la desconfianza  que trastorna las relaciones entre el hombre y la mujer;  y, más allá de la comunión personal entre ambos, la relación entre los hombres en general. La desobediencia al mandato de Dios da lugar a la quiebra de la armonía que sostenía la relación del hombre con Dios. El pecado introdujo así en el mundo la muerte, no tanto la muerte biológica cuanto la muerte eterna, que es la lejanía definitiva de Dios.

Comenta san Ambrosio que cuando Dios llega al jardín para preguntar a Adán dónde se encuentra, en realidad lo que pregunta es cuál es su situación: «¿De qué beneficios –dice el Señor–, de qué bienaventuranza, de qué gracia has caído en tal estado de miseria? Has dejado la vida eterna y te has sepultado en la muerte, te has enterrado con el pecado»[1].

La muerte es sepultura definitiva del hombre viviente como cancelación de vida eterna y apartamiento de Dios, por eso la redención de Cristo es retorno a la vida que sólo puede otorgar el Dios que «no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27). Por eso, no hay proporción cuando se compara el alcance universal del pecado y el propio alcance universal de la gracia.  El pecado alcanza a todos los hombres, «porque todos pecaron» (Rm 5,12), sin exclusión; son pecadores en razón no sólo de la herencia de Adán, sino en razón de la medida: el pecado es una realidad que alcanza a todos los humanos, mientras que lo que es divino sólo es de Dios; por eso, lo que Cristo Jesús, el nuevo Adán, ofrece a la multitud de los salvados es fruto de la gracia de Dios, bien que no guarda proporción con el pecado dice san Pablo: «…no hay proporción entre el delito y el don: si por la transgresión de uno murieron todos, ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se han desbordado  sobre todos!» (Rm 5,15).

El apóstol Pablo, en la carta a los Efesios, invita y exhorta a bendecir a Dios por el gran beneficio de haber sido agraciados en Cristo siendo nosotros pecadores. San Pablo describe este agraciamiento de la humanidad en razón del designio divino, porque Dios nos ha destinado desde antes de la creación del mundo a ser conformes con la imagen de su Hijo, es decir: «santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (Ef 1,4). No se trata de imitar a Jesucristo como reproducción de su mismo destino en nosotros, como si de una clonación se tratara, sino de haber sido destinados «en la persona de Cristo –por pura iniciativa suya– a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya» (Ef 1,5).

El nuestro es destino a ser conformados con la imagen de Cristo, nuevo Adán, y en ello consiste la vocación a la santidad. De esta vocación universal el modelo acabado y perfecto lo tenemos en la Virgen María, predestinada por Dios Padre a ser madre del Redentor. En María cumple Dios la promesa que hiciera en el paraíso, al maldecir a la serpiente: «establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón» (Gn 3,15). A esta promesa de esperanza en la salvación que había de venir por Cristo, hijo de María, obedece la representación que la iconografía sagrada que contemplamos en las pinturas y esculturas de la Inmaculada. La Virgen, que tiene la luna bajo sus pies y está coronada de doce estrellas, tal como la contempló el vidente del Apocalipsis (cf. Ap 12,1), pisa la cabeza de la serpiente, símbolo del Maligno que engañó a la mujer en el paraíso.

El evangelio de san Lucas, al narrar la anunciación del ángel a María, coloca estas palabras en el saludo angélico dirigido a la Virgen: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,31). Es el nombre del Redentor, que tiene un significado que alude a la misión que Jesús tiene que llevar a cabo: traer la salvación. Jesús significa “Dios salva, Dios libera”. Cristo Jesús ha venido a liberarnos del pecado naciendo de la Virgen Inmaculada, que como dice la oración de intercesión de la Iglesia, «precedía a su hijo cual aurora luciente»[2].

El hombre es pecador desde los orígenes de la humanidad, pero no acepta con facilidad reconocerse pecador. Los intentos pretendidamente científicos de desechar la culpa de la conciencia han fracasado, porque el ser humano, por más excusas y disculpas que se puedan proponer en su favor, es sujeto de responsabilidades que no puede eludir y la complicidad con el pecado ronda como tentación constante la vida de los seres humanos. No es realista pretender obviar y no reconocer la contundente realidad del pecado, origen de la muerte eterna, del alejamiento de Dios que el hombre padece por culpa propia. El pecado va alejando progresivamente al hombre de Dios hasta perder la referencia a él, que es sustantiva y sin la cual el hombre queda sin fundamento.

Nos cuesta aceptar nuestra condición pecadora. Es verdad que la mujer fue tentada por la serpiente, y el libro el libro de la Sabiduría dice que «Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces» (Sb 2,23-24). Sin embargo, el pecado que trajo consigo la muerte eterna fue cometido desde el principio de la humanidad por el hombre bajo su propia responsabilidad; y Dios ni es autor del pecado ni de la muerte como alejamiento definitivo de Dios.

Jesús quiso ser tentado para que nosotros aprendiéramos a superar la tentación, ya que Dios no permite que seamos tentados por encima de lo que nos es posible a los humanos, y nos asiste siempre con su gracia.

Hoy la cultura de la muerte que padecemos es un exponente claro del poder del pecado en el mundo, y la Iglesia pone ante nosotros ojos la obra de la gracia que es el dechado de hermosura de la Inmaculada, que Dios quiso libre de todo pecado, para ser la madre de Cristo venido del padre para redimirnos del pecado y de la muerte eterna. María nos ayuda a caminar hacia la meta definitiva, viene en nuestro auxilio con permanente intercesión ante su Hijo, para que nosotros no perdamos la esperanza de alcanzar las promesas que Dios nos ha revelado en la muerte y resurrección de Jesucristo. En él todos hemos sido agraciados y en él hemos heredado todos; y en él tenemos la esperanza cierta de la salvación, que ahora en la celebración eucarística se nos entrega como prenda y adelanto de la vida eterna.A. I. Catedral de la Encarnación

S.A.I. Catedral de Almería, 8 de diciembre de 2018

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

 

[1] S. Ambrosio, El paraíso 14,70: CSEL 32/1, 328.

[2] Liturgia de las horas: Laudes de la Inmaculada Concepción de la B.V. María

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