HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE CRISTO REY DEL UNIVERSO
Lecturas bíblicas: Dn 7,13-14; Sal 92,1-2.5; Ap 1,5-8; Jn 18,33-37
Queridos hermanos y hermanas:
Con la fiesta de Cristo Rey concluye el año litúrgico, y volveremos a comenzar un nuevo año con la llegada del Adviento el próximo domingo, para prepararnos a la celebración de la Natividad del Señor. Después de haber celebrado los grandes acontecimientos de la salvación, desde la Navidad a la Pascua de Resurrección y Pentecostés, los domingos ordinarios del año culminan con esta fiesta de Cristo como Señor de la creación y de la humanidad redimida por su sangre.
La Iglesia proclama este domingo de forma solemne lo que confiesa la fe: que Cristo glorioso y resucitado está sentado a la derecha del Padre, como recitamos en el credo, expresando así la glorificación y su señorío sobre el mundo universo. El que, por decisión de Dios Padre, es rey de la creación vendrá juzgar a los vivos y a los muertos, revelando a la humanidad su condición de Señor de la historia de la humanidad. Esta historia se nos revela a la luz de la fe como el escenario en el cual se desarrolla la historia de nuestra salvación, que ha culminado en el misterio pascual de la muerte redentora y la gloriosa resurrección de Jesucristo de entre los muertos.
El profeta Daniel presenta una visión apocalíptica, es decir, de revelación del misterio del mundo y de la historia, que en ella Dios manifiesta que los reinos de este mundo están sometidos al señorío universal de Dios. El profeta describe las visiones que tuvieron los reyes caldeos Nabucodonosor y Baltasar, mediante las cuales afirma la soberanía de Dios sobre la historia. El castigo que Dios infligió a Nabucodonosor, enajenado en su locura hasta llegar a comer la hierba de los pastos con los animales, tenía por fin hacerle confesar que «el Altísimo es el dueño de los reinos humanos y que se los da a quien quiere» (Dn 4,22.29). Sólo Dios Altísimo «vive por siempre y su poder es eterno, y su reino perdura de edad en edad» (Dn 4,31).
Después de estas visiones, el profeta tiene su propia visión, en la que contempla «venir a alguien parecido a un ser humano (“hijo de hombre”) entre las nubes del cielo» (Dn 7,13). En la mente judía la visión alude a un ser divino que en semejanza de ser humano recibe de Dios Padre, el anciano venerable de la visión, «poder, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían» (Dn 7,14). Cuando Jesús sea llevado ante el sanedrín para ser juzgado y el Sumo Sacerdote le exige que diga si es el Cristo, el Hijo del Bendito, Jesús responde aplicándose a sí mismo la visión de Daniel: «Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mc 14,61).
Cuando Jesús resucitado se aparece a los desalentados discípulos de Emaús, les dice que todo lo que ha sucedido en la pasión y en la cruz estaba predicho por los profetas, porque las Escrituras hablan de él, y les pregunta: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?» (Lc 24,26). Jesús había padecido como hombre, y como siendo de condición divina, dice san Pablo se despojó de su rango para pasar como un hombre más. San Jerónimo comenta el pasaje del libro de Daniel, diciendo que el ser divino en figura de hombre no es sino el Hijo de Dios encarnado, que ha asumido el cuerpo humano, humillándose, como afirma san Pablo, «se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8). Por eso, Dios Padre respondió a su humillación en la obediencia resucitándole de entre los muertos; y por su ascensión a los cielos ha entrado en la gloria del Padre como rey del universo, atrayendo a sí todas las cosas dando cumplimiento a la profecía de Daniel: «todo el pueblo, las tribus y las lenguas le servirán: su imperio será un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será jamás destruido» (Dn 7,14b)[1].
En el evangelio de san Juan, durante el interrogatorio al que le somete Pilato, Jesús responde a la pregunta si es rey: «Mi reino no es de este mundo» (Jn18,36). Él ha venido en nuestra carne como testigo de la Verdad, para llevar consigo a la humanidad a su gloria. Su reinado de amor pasa por su venida en carne, para conducirnos a su reino de gloria. En tanto llega el día del Señor, cuando pase la figura de este mundo, como dice san Pablo (cf. 1 Cor 7,31), el evangelio de Cristo contiene el mandamiento de amor que el Rey del Universo nos ha mandado proclamar, para que la humanidad alcance la salvación y la historia humana se vea consumada en el reino de Dios por toda la eternidad.
Los hombres tienden por causa del pecado a considerar un desafío a su libertad y al ejercicio de su voluntad el imperio de Dios Creador como Señor de cuanto existe, del Padre de la gloria que ha entregado al Hijo su poder y reino. Sin embargo, ningún mortal podrá soslayar el juicio que hemos de rendir a Dios. La pasión por el poder ciega al hombre oscureciendo su inteligencia, hasta el punto de convertirlo en necio, es decir, en su acepción etimológica “nesciente” de aquello Dios le da a conocer y que la ofuscación de su mente rechaza. El necio ignora culpablemente que todo ser humano está marcado por su propia mortalidad y por las limitaciones en las que le colocan los condicionamientos de su inteligencia y voluntad, que no sólo proceden de su propia condición finita y temporal, sino del poder del pecado que reina en el mundo desde el origen de la humanidad y sume al hombre en la inmoralidad suma, que es el desamor, el odio y la aniquilación del prójimo en provecho propio.
Por esto, es bueno considerar que la fe cristiana, en el mensaje de salvación eterna incluye el camino que conduce a ella: el cumplimiento de los mandamientos y que Cristo resumió en el amor a Dios y al prójimo. Este amor, al prójimo como a uno mismo, es la prueba del amor a Dios y es imposible sin respetar la dimensión comunitaria de la vida que para un cristiano es el ámbito donde el reinado de Cristo alcanza su dimensión social, que se rige por el criterio moral que coloca el bien común por encima del interés y del bien particular y de grupo.
Acojamos el reinado de Cristo sobre nosotros y extendamos su reino mediante la entrega generosa a la misión de la Iglesia, para que Cristo reine en nosotros y podamos alcanzar el reino eterno con él. Que la intercesión de la Virgen María, Reina y Madre de los discípulos de Jesús, en esta iglesia parroquial venerada en la advocación de Nuestra Señora del Rosario, tan amada por el pueblo fiel, que a ella se confía. Que así sea.
Roquetas de Mar, 25 de noviembre de 2018
Iglesia parroquial de Nª Sª del Rosario
+ Mons. Adolfo González Montes
Obispo de Almería
[1] San Jerónimo, Commentarius In Danielem II, 848: CCSL LXXV A (1964), vers. española de ed. biling. BAC Obras completas de San Jerónimo Vb (Madrid 2006) 636-637.