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HOMILÍA EN LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

Lecturas bíblicas: Is 52,7-10; Sal 97, 1-6 (R/. «Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios»); Hb 1,1-6; Aleluya: «Nos ha amanecido un día sagrado…»); Jn 1,1-18.

Queridos hermanos y hermanas:
La celebración de la Natividad del Señor llena de gozo a la Iglesia, que se apresura a asociarse al ángel del Señor que anunció a los pastores el nacimiento del Salvador. En el evangelio de la misa de medianoche leemos que el ángel comunicó la buena noticia del nacimiento del Mesías prometido al pueblo elegido representado en aquellos humildes pastores de la región de Belén, «que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño» (Lc 2,8). El ángel les animó a no tener miedo y les dijo: «os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11). Se cumplía así lo que anunció el Señor por medio del profeta Isaías: «a los que habitaban en tierras de sombras una luz les brilló» (cf. Is 9,2), acrecentando el gozo y la alegría de quienes esperaban la salvación. Era el anuncio de Isaías en la misa de medianoche, seguido en la misa de la aurora por el mensaje de san Pablo, que comenta a su colaborador el obispo Tito la aparición del Salvador en la tierra como filantropía de Dios: «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre» (Ti 3,4). Esta bondad de Dios se manifiesta como misericordia de Dios con el hombre pecador, que es salvador y renovado «con el baño del segundo nacimiento y con la renovación por el Espíritu Santo, que derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Ti 3,5-6).

Los profetas abrieron el horizonte de la esperanza mesiánica que alentaba en la historia del pueblo de Israel a todas las naciones, reivindicando la universalidad de la salvación, obra del único Dios.

Jesús no es sólo Mesías de Israel, el pueblo elegido, sino que, por su nacimiento de la estirpe de David, es el Salvador universal conforme a la promesa. Los profetas abrieron el horizonte de la esperanza mesiánica que alentaba en la historia del pueblo de Israel a todas las naciones, reivindicando la universalidad de la salvación, obra del único Dios. El profeta Isaías lleva el consuelo al pueblo elegido anunciando la llegada del Salvador, en lecturas que hemos escuchado en el Adviento: llega el Mesías redentor y, para acoger la salvación que llega con él, se hace necesario que se eleven los valles y se rebajen las colinas, que los montes escabrosos se allanen, para abrir en el desierto un sendero llano a Dios que viene a morar entre los hombres, y «se revelará la gloria del Señor, y toda criatura a una la verá» (Is 40,5). La salvación llega con la manifestación definitiva en Jesucristo del único Dios «que existe desde siempre y vive para siempre, luz sobre toda luz», como dice la oración eucarística . Frente a los ídolos, el profeta anuncia la unicidad y universalidad de Dios: «Yo soy el Señor, no hay ningún otro; fuera de mí no existe ningún otro dios» (Is 54,5).
Toda la historia de nuestra salvación es contemplada por Isaías como una marcha hacia la manifestación de Dios a todas las naciones, a las cuales el único Dios enviará mensajeros para dar a conocer al Dios que viene y trae la salvación: «Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas. Pondré en ellos una señal y enviaré de entre ellos a los “convertidos” a las naciones […] a las islas remotas que no oyeron mi fama ni vieron mi gloria; y ellos anunciarán mi gloria a las naciones» (Is 66,19).
Estas palabras del libro de profecías de Isaías se han compuesto a lo largo de más de dos siglos, del siglo VIII al siglo VI antes de Cristo, y recapitulan el mensaje de los profetas al pueblo de Israel: toda la historia de la salvación ha sido conducida por Dios por medio de su pueblo todas las naciones llegaran a conocer un día al único Dios creador y redentor de los hombres. Es lo que dice la carta a los Hebreos, segunda lectura de esta misa del día de la Natividad del Señor que estamos celebrando: «En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por medio de los profetas. Ahora en esta etapa final, nos ha hablado por medio del Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo» (Hb 1,1-2).
El nacimiento de Cristo es el momento culminante de la historia de la salvación que se consumará en el misterio pascual, en la muerte y resurrección de Cristo. Al nacimiento del Señor y a la proclamación del evangelio por los apóstoles se refiere san Pablo a Tito, cuando dice: «Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación a todos los hombres» (Ti 2,11), y, refiriéndose a la esperanza puesta por los cristianos en la segunda venida del Señor, añadirá que han de estar «aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo» (Ti 2,13).
El apóstol confiesa la divinidad de Jesucristo, que es el Dios Hijo encarnado en nuestra carne, porque en Jesús ha aparecido en nuestra carne —como hemos escuchado en el evangelio de san Juan en esta misa del día de Navidad—el Verbo eterno del Padre, que ya existía desde el principio junto a él (cf. Jn 1,1). Jesucristo es la Palabra de Dios «por medio de la cual todo fue hecho y sin ella no se hizo nada» (Jn 1,3). Dios ha creado el mundo universo por medio de su Palabra, que ha tomado carne en Jesús nacido de María Virgen. La carta a los Hebreos agrega que la Palabra de Dios es artífice también de las edades del mundo, los siglos o los tiempos que se han sucedido desde que comenzó a existir el mundo creado. La historia toda de la humanidad ha sido conducida por la providencia creadora de Dios y llegada la plenitud de los tiempos, dice san Pablo en la carta a los Gálatas: «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley [de Moisés], para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Gál 4,4-5).
Jesucristo es Verbo de Dios hecho hombre, por medio del cual Dios creó cuanto existe; es el Hijo engendrado antes de la creación del mundo y nacido en el tiempo de las entrañas de la Virgen María, enviado por el Padre para rescatar a los que vivían bajo el pecado y liberarlos de la esclavitud a la que estaban sometidos. Jesucristo es así el redentor del mundo, en cuya muerte y resurrección hemos sido redimidos.

Esta es la buena noticia de la Navidad que no todos han recibido, porque aún no han oído hablar de él, o bien han rechazado y no han querido recibir al que ha venido a traerles la salvación. Estos lo han rechazado porque culpablemente no lo han conocido.

Esta es la buena noticia de la Navidad que no todos han recibido, porque aún no han oído hablar de él, o bien han rechazado y no han querido recibir al que ha venido a traerles la salvación. Estos lo han rechazado porque culpablemente no lo han conocido. El evangelista san Juan dice que el mundo no conoce a Jesús y tampoco al Padre que le ha enviado. Es el mismo Jesús quien así se lo decía a sus adversarios: «Ni me conocéis a mí ni conocéis a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre» (Jn 8,19). Por eso san Pablo dirá que Jesucristo es «imagen visible de Dios invisible» (Col 1,15). Es lo que el propio Jesús explica a los discípulos la noche de la última Cena: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre […] Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,9.11).
Todo el Nuevo Testamento da testimonio de Jesús como enviado del Padre, porque el Hijo eterno de Dios por medio del cual Dios ha creado el mundo universo ha venido a devolverle vida al hombre pecador, porque el Dios vivo y verdadero ha creado a todos los vivientes y sin Dios todos perderán el aliento. Todo cuanto vive ha recibido la vida de Dios, que ha dado vida al hombre y a cuanto respira. Que toda vida procede de Dios es lo que nos dice también el evangelio que hemos escuchado: Dios es el manantial de la vida y esta vida que dimana de Dios por medio de su Palabra es la luz que ha brillado esta noche en las tinieblas, disipando las sombras de la muerte: «y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no vencieron a la luz» (Jn 1,4b-5).
A lo largo de su vida pública como enviado del Padre, Jesús declara: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Contra las tinieblas de un mundo que se sume con tanta facilidad en la mentira, que oculta y distorsiona la verdad de las cosas que la inteligencia natural del ser humano puede alcanzar, Jesús es la luz que ilumina la verdad de lo creado y conduce a la Verdad que Dios es, fundamento de todo cuanto existe. La cultura de la muerte se asienta sobre la mentira, las visiones deliberadamente distorsionadas de las realidades del mundo son producto del Príncipe de este mundo que induce al pecado y lleva a la muerte. Jesús ha nacido para liberarnos de la mentira y de la muerte, porque él ha cargado sobre sí nuestros pecados para liberarnos de ellos y redimirnos de nuestra situación alejada de Dios. Por eso, si somos cristianos, si somos discípulos de Cristo, hemos de dar testimonio de la verdad que hemos conocido: que Dios ha amado al mundo y le ha entregado a su Unigénito, para que mundo tenga vida (cf. Jn 3,16). Dios, que «habita una luz inaccesible al quien ningún hombre ha visto ni puede ver» (1Tim 6,16), en Cristo ha iluminada la vida humana abriéndonos al destino de salvación que nos ofrece como don que sólo él puede darnos. Es lo que dice el evangelio de hoy: «A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y en él hemos contemplado la gloria de Dios (cf. Jn 1,14), para que así, por medio de él, podamos conocer al Padre, a quien nadie ha visto jamás, porque Dios es invisible, y sólo se puede dar a conocer mediante realidades visibles.

El Niño nacido en Belén es la luz que brilló en la noche y quienes son hijos de la luz como los pastores reconocen en su humildad la luz que brilla en las tinieblas: la luz cuyo resplandor el mundo no podrá jamás vencer.

El Niño nacido en Belén es la luz que brilló en la noche y quienes son hijos de la luz como los pastores reconocen en su humildad la luz que brilla en las tinieblas: la luz cuyo resplandor el mundo no podrá jamás vencer. Los pastores reconocieron en Jesús al que trae la vida al mundo, que será perseguido por Herodes, que busca darle muerte, celoso de que le sea arrebatado su reino de terror y de muerte. En la humanidad del Niño Jesús, Dios se ha hecho visible. El Niño nacido en Belén es el Hijo eterno de Dios, el Enviado del Padre para la vida del mundo.
Con María y José, que admirados de las maravillas de Dios contemplaron en adoración el misterio de amor que es la Natividad del Salvador, mostremos al mundo a Cristo Jesús, para que todos crean en que el nacido de María Virgen es el «camino, la verdad y la vida» (Jn 14,5) del mundo, y que sólo llegaremos a Dios por medio de Él. Que la Virgen María y san José nos ayuden con su intercesión a confesar nuestra fe en el Hijo de Dios que por nosotros y por nuestra salvación tomó nuestra carne y se hizo hombre.

S.A.I. Catedral de la Encarnación
Navidad 2020

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

Ilustración: Adoración de los pastores. Retablo mayor de la iglesia de Melgar de Yuso (Palencia).

 

 

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