Homilías Obispo - Obispo EméritoNoticias

HOMILÍA EN LA MISA DEL II DOMINGO DE PASCUA

Octava de Pascua y Domingo de la Misericordia

Lecturas bíblicas: Hech 2,42-47; Sal 117,1-2.16-17.22-23; 1 Pe 1,3-9; Aleluya: 1 Jn 20,29; Jn 20,19-31

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos la Misa del segundo domingo de Pascua, el domingo conocido en la Iglesia antigua como domingo “in albis” (albas o túnicas blanca), ya que durante toda la Octava de Pascua los neófitos (“nuevas plantas”) y «niños recién nacidos, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, gracia del Padre, fecundidad de la Madre…», les llama san Agustín[1]. Bautizados en la noche santa de la Vigilia pascual vestían en la liturgia sus túnicas blancas. Recibieron estas túnicas en el bautismo, para simbolizar la nueva realidad de vida que comenzó en ellos al revestirse de Cristo. Sigue haciéndose así tanto con los infantes como con los adultos que reciben el bautismo.

Esta idea del revestimiento de Cristo la desarrolla san Pablo en sus cartas y así les dice: «Los que os habéis bautizado en Cristo, os habéis revestido de Cristo… todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,27-28). De suerte que el bautismo anula toda división entre los bautizados: entre judíos y gentiles o paganos, entre esclavos y libres, entre hombre y mujer. Todos los bautizados participan de la misma vida divina que nos llega por la muerte y resurrección de Cristo, pues con ellas hemos sido configurados en el bautismo: «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos en una vida nueva» (Rm 6,3-4).

El tiempo pascual es tiempo de gozo por la nueva vida en Cristo que Dios nos ofrece por su Espíritu, prometido a los Apóstoles por Jesús para conducirlos a la verdad plena: la verdad revelada en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo. En el evangelio de hoy contemplamos al Resucitado infundiendo su santo Espíritu en los Apóstoles, haciéndose presente en el cenáculo la tarde misma de la resurrección. Jesús se apreció a sus Apóstoles y soplo sobre ellos dándoles la potestad de perdonar los pecados, que es efecto del bautismo para cuantos lo han recibido.

El Papa san Juan Pablo II quiso que este domingo recibiera el nombre de “domingo de la misericordia”, porque la proclamación de este evangelio nos deja ver con gran claridad la razón de un amor tan grande como el que Dios nos ha tenido: el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo nos abren a la vida nueva en Cristo, restaurando nuestro ser herido por el pecado y creado de nuevo por la acción diva del Espíritu del Padre y del Hijo que recibimos con la crismación, la unción con el santo Crisma en el bautismo y en la confirmación.

La misericordia de Dios nos devuelve a la amistad divina y hace de nosotros hijos adoptivos de Dios en Cristo, somos hechos hijos en el Hijo de Dios, que por nosotros sufrió la pasión y la cruz, para resucitar al tercer día, como lo había predicho. Como hemos escuchado en la lectura de la primera carta de san Pedro, bendecimos a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, porque «en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nace de nuevo para una esperanza viva…» (1 Pe 1,3). La misericordia de Dios con nosotros se manifiesta en nuestro renacimiento en Cristo a una nueva vida, con esperanza cierta en una feliz consumación en Dios de nuestra existencia como hijos suyos, hijos de adopción, pero verdaderamente hijos, como dice la primera carta de san Juan: Dios nos tenido un amor tan grande como llamar y «ser en verdad hijos de Dios» (1 Jn 3,1).

El evangelio de san Juan presenta la fe como la luz que abre el entendimiento del creyente a lo sucedido con Jesús, y reconoce en su muerte redentora y en su resurrección el designio de Dios anunciado por los profetas; y al reconocerlo así, el evangelista da razón del sufrimiento del Cristo de Dios, del Mesías. En el evangelio del pasado domingo el discípulo amado entra con Pedro en el sepulcro: vio que estaba vacío, igual que lo había visto Pedro, con las vendas en el suelo y el sudario enrollado en un sitio aparte, y creyó (cf. Jn 20,6-8).

Como opuesta a la actitud creyente del discípulo amado, Tomás no ha visto al Resucitado como lo habían visto ya los demás discípulos, se niega a creer, si no toca los agujeros de sus manos y la herida de su costado. Contra la actitud descreída de Tomás, lo que Jesús pide es la fe. La necesidad de creer para comprender lo sucedido con Jesús se prolonga en el evangelio de hoy. Tomás recibe el reproche de Jesús, que le exhorta a la fe y le dice: «¿Por qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20,29). Con estas palabras de exhortación a la fe y de bienaventuranza para los creyentes en Jesús, el evangelio de san Juan toca un tema con el que concluyen los cuatro evangelios: la misión es la razón de ser y el cometido de la Iglesia, y por su testimonio vendrán cuan tos no han visto a la fe.

El evangelio de san Juan presenta, además, a los discípulos como germen de la Iglesia y depositarios de la misión como mandato y cometido de la comunidad eclesial[2]. Cristo confió el gobierno y magisterio a los Apóstoles revistiéndolos de su propia recibida del Padre. En los discípulos Jesús anticipa la comunidad que se congrega a partir de la audición de la predicación evangélica que ellos han de llevar a todos los confines del mundo. La condición permanente de la evangelización es la misión de la Iglesia, porque la Iglesia es misionera, está al servicio del anuncio y propagación de la fe. La misión determina su identidad: por la misión congrega Cristo a su grey en «iglesia», en asamblea convocada por la palabra de Dios; y esta congregación de los creyentes se constituye como la humanidad nueva y redimida, sin distinción alguna que segregue o diferencie entre sus miembros. El ministerio del perdón, confiado a la Iglesia representada en aquel momento en los Apóstoles, evolucionará en la Iglesia bajo la acción del Espíritu para confiarse a aquellos que les han sucedido. El evangelista transmite la fe de la comunidad cristiana primitiva, que predica unidos el perdón de los pecados y la efusión del Espíritu. Como el Creador sopló sobre el primer hombre modelado en barro para infundirle espíritu, así Jesús sopla para que el pecador para que sea recreado y renazca a la nueva vida[3]. Ha comenzado la acción escatológica del Espíritu purificador predicha por los profetas para los tiempos últimos, cuando Israel sea purificado de sus suciedades e inmundicias y sea restaurado en una Alianza nueva y definitiva.

La primacía de los Apóstoles la presenta el libro de los Hechos en la forma que hemos escuchado en el fragmento que hemos leído: todos los cristianos de aquella primera comunidad de Jerusalén «eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). A los Apóstoles corresponde presidir la comunidad en torno a la fracción del pan, les corresponde la enseñanza de la fe como testigos y custodios del testimonio del Resucitado, orientando la vida de la congregación de los discípulos en el mundo y velar por el bien común de la Iglesia.

Esta primacía de la predicación apostólica y la oración le decidirá a instituir desde muy temprano el ministerio de los diáconos, a quienes confiarán la caridad y la distribución a los pobres de las ayudas necesarias que proporciona la comunidad; del mismo modo que se rodearon de presbíteros para que colaboraran con los propios Apóstoles en el ministerio del Evangelio y la presidencia de la comunidad. Lo que hoy pone de relieve la lectura del libro de los Hechos es la comunión de vida que caracteriza a los discípulos de Jesús, cuyo número va creciendo por la predicación apostólica, cumpliéndose así las palabras de Jesús: son dichosos los que vienen a la fe sin haber visto aceptando el testimonio de la predicación apostólica.

La Iglesia de Jerusalén, que es Iglesia madre de todas las Iglesias, porque está en el origen. La Iglesia es así mostrada como una congregación de redimidos que se saben salvados por el gran don de la misericordia divina. Como reza la oración colecta con la que abríamos la Misa, esta misericordia se ha manifestado en el misterio de Cristo revelado para salvación del hombre, haciéndonos comprender «la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del Espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido»[4].

La Eucaristía que ahora vamos a celebrar fortalece nuestra vida de fe, porque contiene todo el bien de la Iglesia, que es Cristo nuestra Pascua[5]; y Dios Padre lo ofrece al mundo por medio de la predicación. Que el sacrificio de Cristo que se hace presente en el altar nos afiance en la fe y fortalezca la esperanza en estos momentos de dificultad, en los cuales no estamos solos, porque el Señor nos acompaña.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

Almería, a 19 de abril de 2020

+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería

 

[1] San Agustín, Sermón 8 1,4 (Octava de Pascua): PL 46, 838.

[2] Cf. breve introducción  a Jn, 19-31 en Secretariado Nacional de Liturgia, Comentarios bíblicos al leccionario dominical I. Ciclo A (Madrid1971)164.

[3] X. Léon-Dufour, Lectura del evangelio de Juan, vol. IV. Jn 18-21 (Salamanca 1988) 193,197.

[4] Misal Romano: Oración colecta del II Domingo de Pascua.

[5] Vaticano II; Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 11; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1324.

Mostrar más

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba