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HOMILÍA EN LA MISA DE CONSAGRACIÓN DEL NUEVO ALTAR DE LA IGLESIA DE BACARES En el 250 Aniversario del Patrocinio del Santísimo Cristo del Bosque sobre la Población de Bacares

Lecturas bíblicas: Gn 28,11-18; Sal 83,3-5.10-11; 1 Cor 10,16-21;  Jn 12,31-36

Queridos hermanos y hermanas:

Se han cumplido en estos días los 250 años de la declaración de Patrocinio del Santísimo Cristo sobre esta histórica población de Bacares, que se distinguió durante el primer período de la restauración cristiana de estas tierras por su buen gobierno y tolerancia, siendo gobernador Gutierre de Cárdenas, esposo de Teresa Enríquez. Esta extraordinaria mujer cristiana es conocida como la «Loca del Sacramento» por su acendrada piedad eucarística y, después de siglos, la causa de canonización de esta Sierva de Dios va abriéndose camino. Su amistad y entusiasmo por la obra de santa Beatriz de Silva, Teresa Enríquez su colaboración resulta decisiva para la fundación de algunos de los conventos de monjas concepcionistas, empresa a la que se entregó de lleno tras la muerte de su esposo don Gutierre en 1503 en Alcalá de Henares y, poco después, de la Reina Católica en 1504. Fue dama de la Reina Isabel y la acompañó en sus empresas históricas, entre ellas la reforma de la Iglesia en el reino de Castilla. Una reforma religiosa en gran hondura que se adelantó a la reforma protestante y la posterior reforma católica que saldría del Concilio de Trento.

La población de Bacares estuvo ligada a este pasado glorioso de la restauración cristiana de estas tierras. Fue una localidad que, sin embargo, padeció el drama, las muertes y saqueos del levantamiento de los moriscos. Después, una se asentó la paz, comenzó Bacares todavía en el siglo XVII una vida de laboriosidad inteligente y fructífera, de trabajos de forja y comercio. Fue justamente la recomposición de la cristiandad, realizada por los colonos venidos de los territorios del centro y norte peninsular, la obra religiosa que afianzó la cohesión social y cultural de los territorios que había ocupado el antiguo reino nazarí.

La devoción por el Santísimo Cristo del Bosque surgió y se afianzó en aquel nuevo marco social y religioso, y sus orígenes están nimbados de leyenda. Recibe su nombre de su hallazgo en el bosque, al que siguió su introducción en el culto para la veneración de la sagrada imagen de Cristo crucificado por los lugareños. Aquellos primeros fervores y devoción a la Cruz del Señor fueron seguidos por la etapa en que aparece la primera documentación escrita sobre la bella talla barroca, datada en 1622 por el que fuera su artífice, Juan Ladrón de Freila. La sagrada imagen fue venerada en esta iglesia parroquial hasta la persecución religiosa de los pasados años treinta del último siglo, acompañada siempre de la veneración que le tributaban los fieles. Fue tan grande y amorosamente cultivada que la advocación del Santísimo Cristo del Bosque recibiría la titularidad canónica del patrocinio sobre Bacares, declarado el 25 de julio de 1768 por nuestro venerado predecesor de feliz memoria, Don Claudio Sanz Torres, el obispo que tanto contribuyó a la ornamentación arquitectónica de la Iglesia Catedral de Almería. A su iniciativa debemos el templete del presbiterio y el trascoro de la Catedral, a la cual dotó, además, de bellos paramentos litúrgicos. Fue Don Claudio el obispo por cuya iniciativa se construyó el santuario de la Virgen del Saliente, devoción mariana tan amada en estas tierras.

La destrucción de la imagen sagrada del Crucificado durante la persecución religiosa de los años treinta del pasado siglo XX, con los trágicos sucesos que forman parte de la memoria histórica de España, daría lugar a su sustitución por esta no menos bella talla del Crucificado que hoy nos preside. Esta imagen, cuya autoría no tenemos documentada, nos hace presente a Cristo que por nosotros sufrió la tortura y el martirio de la cruz. Sacrificado por nosotros vive para siempre y se hace presente resucitado y glorioso con sus llagas en el sacrificio de eucarístico de la Misa.

Para celebrar este sacrificio eucarístico habéis querido bendecir un nuevo ambón y consagrar este nuevo altar que dedicamos a Dios, sobre cuya piedra pulimentada se hace presente el sacrificio de la cruz. Esto acontece por la plegaria del sacerdote, que actúa en la persona del mismo Cristo y, al recitar la plegaria eucarística, invoca al Padre para que venga sobre las ofrendas el Espíritu Santo, y transforme con su poder el pan y el vino del altar en el Cuerpo y la Sangre de nuestro Redentor, alimento de vida eterna y prenda de eterna salvación.

Nos detenemos en las lecturas de la Misa, que iluminan el rito sagrado de la dedicación del altar. El Génesis nos dice que Jacob se quedó a pernoctar en un lugar, y tomó por almohada una piedra sobre la que reclinó su cabeza. En aquel lugar Jacob soñó que una escala, por la que subían y bajaban los ángeles, unía el cielo y la tierra; y escuchó la voz del Señor que se identificaba ante él como el Dios de Abrahán y de Isaac, su padre, prometiéndole cumplir en él la promesa hecha a Abrahán: que su descendencia llenaría la tierra. Aquella experiencia marcó el alma de Jacob que levantándose realizó el rito sagrado de ungir con aceite la piedra sobre la que descansó y que ahora colocaba erguida como estela que indicaba que aquel lugar era santo, porque en él había experimentado la presencia de Dios. Jacob dijo entonces: «Terrible es este lugar; no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo» (Gn 28,18).

Las estelas sagradas levantadas del Antiguo Testamento representan los primeros momentos de la historia de los altares. Estas estelas preceden a los altares compuestos por las doce piedras que representan a las doce tribus de Israel: las tribus de los doce hijos de Jacob. Entre otros muchos lugares de la Biblia, podemos mencionar cómo Moisés levantó un altar con doce estelas, rociándolo con la sangre de los novillos sacrificados, con la que también roció al pueblo (cf. Éx 24,4-8). El altar de la antigua Alianza estaba confeccionado con piedras sin tallas para no ser profanadas por el hierro del escoplo del escultor, siguiendo las leyes rituales de Israel (cf. Éx 20,25; Dt 27,5-7; Js 8,31).

En esta normativa litúrgica del Antiguo Testamento podemos ver el anticipo del altar del Nuevo Testamento, que es el cuerpo santísimo del Cristo Jesús, verdadero altar, sacerdote y víctima, como canta el prefacio de esta misa de consagración del altar. El evangelista san Juan contempló como altar y víctima al mismo tiempo el cuerpo sacrificado de Jesús en la cruz, el cual, al ser atravesado por la lanza del soldado, se abrió el manantial de su pecho herido del cual brotan los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía: la sangre y el agua que manaron del costado del Señor.

Esta visión del evangelista, que se presenta como testigo de lo que él mismo contempló, es de gran hermosura. San Juan interpretó místicamente el drama del Calvario, viendo en el sacrificio de la cruz consumado el sacrificio pascual: Jesús es el verdadero cordero de Dios sacrificado por nuestros pecados, al cual los soldados, al verlo ya muerto, «no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua» (cf. Jn 19,33-34). Sucedió así para que se cumpliese la Escritura (Jn 19,36), tal como había prescrito la ley de Moisés que debía ser sacrificado y comido el cordero pascual: «no le quebraréis ni un hueso»(Éx12,46; Núm 9,12).

El costado abierto del Crucificado se ha convertido en la fuente de la vida y a Cristo «mirarán los que lo atravesaron» (Za 12,10): miran hacia él los pueblos y las gentes, que levantan la cabeza atraídas por el que ha sido elevado sobre la tierra, para que cuantos miren al Redentor hallen la salvación, la cura real y verdadera de su condición de pecadores.

El altar, queridos hermanos, contiene así el sacramento de nuestra fe, como proclamamos tras la consagración, para que los ojos de todos vueltos hacia el Señor sacramentado contemplen dónde está la luz y la gracia; para que se dejen iluminar por aquel que se ha hecho alimento de vida eterna por nosotros y dice de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). En el mundo de hoy, y siempre, el pecado siembra la oscuridad y vela la luz natural de la razón en tan alto grado que el hombre pierde la capacidad de distinguir entre el bien y el mal. El pecado oscurece en su mente la luz que ilumina la vida y conduce al amor, pero Jesús restaura esa luz y eleva la mente a la claridad poderosa de la revelación, porque él mismo es la luz que vino a este mundo para iluminar el misterio del hombre. El poder de las tinieblas pretende ofuscar esa luz, pero «la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron» (Jn1,5). La gloria del Resucitado ilumina el misterio de la muerte y nos abre al significado trascendente de su cruz, de la multitud de nuestras cruces, enseñándonos a saber afrontarlas y soportar su peso hasta que nos resulte suave y tolerable, porque que mayor que el dolor del hombre es el gozo que alcanzará al contemplar la gloria del Resucitado.

Postrados ante el Santísimo Cristo del Bosque, acudamos hoy y siempre confiadamente a la vera del Crucificado: «al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un auxilio oportuno» (Hb 4,16). Acerquémonos a la cruz con la mirada puesta en el que fue traspasado por nosotros y, acompañados de su Madre Santísima, dejémonos iluminar y consolar cuando sintamos los dolores de la vida, el peso de los fracasos, el mal ejemplo de las malas acciones y del crimen, la destrucción de las guerras, en nuestros fracasos morales, en la debilidad que traen las enfermedades y, al fin, en la muerte.

Dios nos ha reconciliado en la cruz de Jesús, y el pecado ha sido vencido en su muerte y resurrección. Que la misericordia del Señor venga sobre nosotros como así lo esperamos de él. Que la Virgen de los Dolores nos ayude siempre en nuestras oscuridades y no nos deje sin su amparo espiritual en las dificultades de la vida. Amén.

Iglesia parroquial de Santa María

Bacares, a 28 de julio de 2018

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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