Homilías Obispo - Obispo Emérito

HOMILÍA EN LA FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

Lecturas: Is 42,1-4.6-7; Sal 28,1-4.9-10;Hech 10,34-38;Lc 3,15-16.21-22

Queridos hermanos sacerdotes;

Ilustrísimo Sr. Alcalde y respetadas Autoridades;

Queridos peregrinos de la Virgen, hermanos y hermanas:

Un año más nos reunimos en la playa de Torregarcía en torno a la sagrada imagen de nuestra Patrona la Santísima Virgen del Mar, en esta fiesta del Bautismo de Cristo, con la cual concluye el tiempo de Navidad. Queremos dar gracias a Dios por el hallazgo feliz de la imagen de Nuestra Señora, que nos ha acompañado a lo largo de cinco siglos como signo de la presencia de la fe cristiana entre nosotros, fuente inspiración de la vida y de nuestra concepción del mundo y de las cosas.

Cristo ha sido para las generaciones que nos precedieron y es para nosotros verdadera medida de humanidad, porque en el Hijo de María es el Hijo de Dios, y en él Dios Padre nos ha dado la verdadera imagen del hombre. Dios nos ha llamado “según su designio” (Rom 8,28) y nos ha predestinado “a reproducir en nosotros la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos” (Ron 8,29).

La fiesta del Bautismo de Cristo es inseparable de la fiesta de la Epifanía del Señor, de su manifestación a todos los pueblos, que acabamos de celebrar; porque al mismo Señor, a quien el Padre confió la misión de restaurar la casa de Israel y constituyó en heredero del trono de David y Mesías de Israel, lo ha mostrado al mundo como verdadero Salvador de las naciones. Jesús es el Mesías prometido de Israel y el Redentor del mundo. Así ha sido declarado por el Padre sobre las aguas del Jordán, a las que acudió para ser bautizado aquel que era inocente, el Justo, que cargó sobre sí nuestros pecados.  Sobre Jesús bajó el Espíritu Santo y del que la voz celestial dejó oír: “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto” (Lc 3,22). Por eso pudo decir Juan Bautista acerca de Jesús ante la multitud que acudía al bautismo de penitencia del Precursor: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y yo no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3,16).

El que nació de la Virgen María es Hijo de Dios, el único que posee el Espíritu por su divina filiación natural, engendrado antes de los siglos y verdadero Dios de Dios. Por ser el Hijo amado del Padre, Jesús puede regenerar mediante el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, a cuantos le reconocen como quien de verdad es: como el Enviado del Padre y el Salvador del mundo. De él anunció Isaías en palabras del mismo Dios, que hemos escuchado en la primera lectura de este día: “Mirad a mi Siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones” (Is 42,1). En el bautismo por Juan en el Jordán, Jesús ha sido mostrado a los testigos como aquel que es portador del Espíritu y cuya misión, la que el Padre confía a su Hijo amado, es la de llevar el derecho a las naciones bautizando a los que le siguen “con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3,16).

Jesús, queridos hermanos y hermanas, lleva el derecho a las naciones haciendo justos a los hombres ante Dios, no por la justicia que puedan atribuirse a sí mismos los hombres, dirá san Pablo, sino que “la justicia de Dios se ha manifestado (…) por la fe en Jesucristo, para todos los que creen” (Rom 3,21s). Es la fe en Jesús la que nos hace justos, porque Dios nos otorga la justicia de Jesús que nos hace hijos adoptivos de Dios y partícipes de la vida divina. La fe nos lleva al bautismo y el bautismo nos configura con Cristo, nos asocia místicamente a su muerte y resurrección. En el bautismo renacemos así a una vida nueva, tal como dice el Apóstol a los cristianos de Roma: “Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6,4).

El bautismo hace de nosotros criaturas nuevas, nos transforma internamente, porque borra de nosotros el pecado y, al hacernos verdaderamente hijos de Dios nos recrea por dentro, nos transforma en criatura nueva. Por esto, el que ha sido bautizado debe vivir según el Espíritu de Cristo, del cual ha sido hecho partícipe y debe mostrar en sus obras que es, en efecto, nueva criatura. Por medio de las obras de quienes han sido perdonados y lavados del pecado, Cristo sigue llevando la justicia y el derecho a las naciones. Os quiero recordar lo que ya sabéis por el catecismo de la doctrina cristiana: que el bautismo transforma en tal modo la vida de los que creen en Cristo que imprime un sello indeleble en el alma de los bautizados. Los que han sido bautizados podrán apartarse de Cristo, pero no podrán negar que han sido puestos por la fe de la Iglesia bajo la gracia redentora de nuestro Salvador. Ciertamente, hay quienes niegan su propio bautismo y neutralizan sus efectos, alejándose de Cristo y abandonando el ámbito de la gracia que es la Iglesia, la comunidad de los que creen en Cristo y como tales quieren comportarse ante los hombres. Se puede renegar de Cristo y despreciar el bautismo, pero es imposible vivir como si Cristo no nos hubiera asociado a su muerte y resurrección.

La devaluación del bautismo en nuestros días tiene causas diversas, bien lo sabéis, pero sobre todo es el resultado de una pérdida de la conciencia de la propia identidad cristiana, que va llevando al lento pero cada vez más alejado apartamiento de Cristo de muchos bautizados. Hay cristianos que parecen no haber sido bautizados, cristianos que han dejado de percibir la diferencia que marca el bautismo, no porque separe o aparte de los demás seres humanos, sino porque produce un cambio, una transformación interior que modifica la conducta y la manera de ver la vida. El bautismo crea, ciertamente, en ocasiones grandes dificultades a los bautizados, cuando éstos se niegan a secundar un modo materialista de ver la vida; cuando se niegan a ser asimilados a la mentalidad pagana de cuantos viven como si Dios y Cristo no existieran, como si el Espíritu de gracia y perdón, de vida y regeneración no obrara en el alma de los que vienen a la fe.

La nueva vida que produce el bautismo lleva consigo una clara renuncia al error culpable, lo que sólo es posible reconociendo nuestra culpa en el error. Ser coherentes con nuestro bautismo exige de nosotros renunciar a la vida errada y sin Dios, contraria a la vida según el Espíritu. San Pablo describe con trazos firmes la vida según el Espíritu, opuesta a la vida del pecador o vida según la carne. El que vive según el Espíritu es aquel que por la conversión de la fe y el bautismo ha echado fuera de sí las malas acciones, que manchan al hombre y le hacen cómplice del egoísmo y de la soberbia de la vida, de la pasión por el dinero como valor absoluto, y de la apetencia de cuanto de malo hay en este mundo, a veces con apariencia de bueno.

El bautismo abre al amor universal sin favoritismos ni distinción de personas, porque somete el propio provecho al bien común e inspira la búsqueda de una mayor justicia y libertad, impulsa al compromiso con una clara defensa de la dignidad y condición sagrada de la vida humana. La vida virtuosa que corresponde a los bautizados y es vocación de todo cristiano puede, por esto mismo, suscitar rechazo, y hasta odio hacia la fe religiosa de los cristianos. La descalificación del cristianismo se ha vuelto a convertir, en las sociedades hasta hoy cristianas, en obstinada agresión de la visión de la vida y de la moral de los católicos, a quienes se desearía prohibir manifestar en público y defender por medios legítimos sus convicciones de fe. Esta agresión al cristianismo es una represión de la libertad religiosa, que evidencia la falta de espíritu conciliador y de respeto a la ideas y a las creencias religiosas de los otros, por parte de quienes no dudan, sin embargo, en reivindicar para sí mismos lo que niegan a los demás.

Cristo nos invita hoy a tomar en serio nuestro bautismo, para que protegidos por la maternal intercesión de la Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia, podamos afrontar unidos el desafío a la fe de nuestro tiempo, que parece no querer reconocer la voluntad de Dios manifestada en Jesús, que es su Palabra hecha carne. Se diría que muchos bautizados quieren hoy vivir como si no estuvieran bautizados; más aún, promueven un estilo laicista de vida que niega de hecho su bautismo. Alardeando de un progresismo ideológico falto de realismo y, por eso mismo, inconsistente, se esfuerzan por contraponer al bautismo cristiano ritos sociales que, sin embargo, son un remedo y a veces una imitación degradada de los sacramentos cristianos. Quien renuncia irresponsablemente al bautismo de sus propios hijos, no puede pretender imitar los ritos bautismales para dar realce social al nacimiento de un hijo.

Quienes tienen fe en Cristo, han de ser consecuentes y procurar el bautismo para sus hijos recién nacidos, poniéndolos bajo el signo de la gracia y procurando para ellos aquella educación cristiana que acompaña su crecimiento como personas. La iniciación cristiana debe así resultar un compromiso de amor por Cristo que redunde en beneficio de los niños que son introducidos en al fe, y de los adultos que son y quieren permanecer cristianos.

Hoy hemos venido a la ermita de la Virgen del Mar, nuestra Madre celestial y Patrona amada, para pedirle que nos ayude a superar la tentación de asimilarnos a esta mentalidad contraria a la fe. No para separarnos de todo lo bueno que tiene el mundo de hoy, sino para mejor servirlo y transformarlo según la voluntad de Dios. Estamos convencidos de que todo lo bueno de nuestra sociedad, sus mejores conquistas sociales y sus valores proceden de la bondad de Dios y son logros tan nuestros como de nuestros conciudadanos. Nosotros promovemos la justicia y la libertad, amamos el progreso de la ciencia y de las artes; y queremos una sociedad más solidaria con los necesitados, los pobres y los marginados. Promovemos una cultura fundamentada en el destino trascendente del ser humano y en el valor sagrado de la vida; y por esto mismo, rechazamos la manipulación de las conciencias por el poder político, y por las ideologías esgrimidas contra la dignidad de la persona y los derechos de los grupos sociales.

Hemos venido a pedirle a la Virgen del Mar, nuestra Patrona, que siga amparándonos cada día haciendo crecer en nosotros la fe en que Jesús, su divino Hijo, puede salvarnos y ayudarnos a vernos libres de los males que nos aquejan y de las dificultades que nosotros mismos echamos sobre nuestras espaldas, cuando no cumplimos los mandamientos de Dios y  dejamos de vivir como quienes han sido bautizados en Cristo.

Que la Virgen María nos conceda cuanto le pedimos con fe y nos ayude a descubrir ante Cristo aquellas heridas que él conoce y sólo él puede cicatrizar, pero quiere que nosotros se lo pidamos con fe, ayudados por su Madre, que siempre nos conduce hasta él. Ayúdanos siempre, Madre amada, santísima Virgen del Mar, ayúdanos a curarnos de nuestras enfermedades espirituales y físicas, bendice nuestras personas y familias, y ampara a cuantos se refugian en ti y esperan de Cristo una vida nueva.  Que así sea.

Playa de Torregarcía

En la Ermita de la Virgen del Mar

10 de enero de 2010

Fiesta del Bautismo del Señor

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