HOMILÍA EN LA FIESTA DE SAN JUAN DE ÁVILA PATRONO DEL CLERO ESPAÑOL
Lecturas bíblicas: Hch 13,46-49; Sal 22,1b-6 (R/. 22,1b); Mt 5,13-19
Queridos sacerdotes y diáconos:
La fiesta del santo patrón del Clero español nos reúne entorno a la mesa del Señor concelebrando la Eucaristía, sacramento que funda la unidad del presbiterio y de todo el pueblo de Dios que nos ha sido confiado como pastores de la Iglesia. Hemos escuchado el pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles que recoge un fragmento del discurso de Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, en el primer viaje apostólico de Pablo, acompañado de Bernabé y Juan Marcos. Emprendieron el viaje desde Antioquía de Siria, donde se formó pronto una comunidad cristiana por la llegada de los primeros cristianos que huían de Jerusalén a causa de la persecución que se había desencadenado tras muerte de Esteban, lapidado por los judíos. Los Apóstoles enviaron a Antioquía a Bernabé, «hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe» (Hch 11,24). Bernabé fue a Tarso desde Antioquía a buscar a Saulo. Después de un año volvieron ambos a Jerusalén y desde allí de nuevo a Antioquía, «donde, por primera vez, los discípulos (de Jesús) recibieron el nombre de “cristianos”» (Hech 11,26).
Desde Antioquía los evangelizadores habían llegado a Chipre y desembarcaron en Salamina y de allí los tres fueron a Pafos, en la costa oeste de Chipre, para navegar hasta el continente, alcanzando desde la costa oriental de Chipre la península de Anatolia por Perge, población a 8 km. de la costa tierra adentro, donde predicaron en la sinagoga, igual que habían hecho en Salamina primero y después den Pafos. Fue en esta última localidad chipriota donde se convirtió el procónsul Sergio Paulo, al ver de qué modo por medio de Pablo Dios había castigado al mago Barjesus, porque pretendía apoderarse del Evangelio a su provecho de forma comercial obrando milagros.
En Perge Juan Marcos les dejó y regresó a Jerusalén. Desde Perge caminando hacia el interior alcanzaron Antioquía de Pisidia. En la sinagoga de Antioquía pronunció Pablo el célebre discurso en el que recapitula la historia de la salvación hasta Jesús, en quien, por su resurrección de entre los muertos, Dios ha manifestado que ha cumplido las promesas hechas a los padres. Pablo les dice: «Dios ha cumplido esta promesa en nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús tal como está escrito en el salmo segundo: «Tu eres mi hijo, / yo te he engendrado hoy» [Sal 2,7] (Hch 13,33).
Según Pablo, en el discurso que pronuncia para los judíos antioquenos, Dios ha cumplido la promesa hecha por Dios a David por boca del profeta Natán: Dios afirmará después de David una alianza con su descendencia; y refiriéndose a la descendencia de David dice Dios por medio Natán: «Él constituirá una casa para mi Nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo será para él padre y él será para mí hijo» (2 Sam 7,13-14). Más tarde Isaías volverá sobre eta profecía: «Aplicad el oído y volved a mí y vivirá vuestra alma; pues voy a firmar con vosotros una alianza eterna: las amorosas y fieles promesas hechas a David» (Is 55,3)
A esta obediencia a la palabra proclamada llama Pablo a los judíos de Antioquía, porque es en Jesús, verdadero hijo de David, en quien Dios ha cumplido sus promesas y ha sustituido la alianza antigua por la nueva alianza en la sangre de Jesús. El rechazo de la palabra del Evangelio por los judíos da lugar a la decisión de Pablo y Bernabé: «como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles. Así nos lo ha mandado el Señor: “Yo te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el confín de la tierra”» (Hch 13,46-47). Dice Lucas, el cronista de los Hechos: «Al oír esto los gentiles se alegraron y glorificaban continuamente la palabra del Señor. Todos cuantos estaban destinados a la vida eterna abrazaron la fe» (Hch 13,48).
También san Juan de Ávila se sintió llamado a predicar a los gentiles del Nuevo Mundo la palabra del Evangelio, pero las circunstancias personales y el mal estado de salud terminaron por disuadirlo, para de manera providencial y de la mano del Señor entregarse a la predicación en tierras de Andalucía, donde el aluvión de las gentes venidas para repoblar las nuevas tierras reconquistadas para la cristiandad estaban pidiendo una verdadera y nueva evangelización, una nueva plantatio ecclesiae, a la que el gran apóstol de Cristo Juan de Ávila se entregó con pasión y sin descanso.
No fue fácil para Juan de Ávila la obra evangelizadora de Andalucía, donde la aventura americana y el proyecto de evangelización alentado por la Corona concitaba navegantes, maestros y frailes, comerciantes y desventurados, truanes, pobres de muy diversa condición en busca de mejor fortuna, en las primeras aglomeraciones humanas venidas de la cristiandad para ocupar la vida pública, hacer negocios y programar a un tiempo la mayor de las aventuras de la península: programar un futuro para España a la altura de los nuevos tiempos.
Atento a la vida de la Iglesia como cauce de evangelización y cultura, en esa prodigiosa inculturación de la fe que aconteció en el siglo XVI en nuestra patria, Juan de Ávila se aventuró en proyectos singulares de carácter catequético y otros de pasión por la cultura, a cuyo abrigo pretendía una formación de los clérigos a la altura del momento y al servicio de su misión evangelizadora. Fue así como nació el proyecto de la Universidad de Baeza, que el santo Doctor de la Iglesia cuidó con particular dedicación y cariño. Fruto del proyecto es su innovación en la metodología de la catequesis y el movimiento de renovación sacerdotal conocido como «escuela avilista». Lo pensó y lo llevó a cabo porque estaba convencido de que una clerecía inculta y sin la formación universitaria que él soñó para los evangelizadores malograría su propio carisma. No es el estudio enemigo de la santidad, tal consideración del estudio que requiere la formación sacerdotal, siempre acompasada por la vivencia honda de una espiritualidad verdaderamente ilustrada. Un ministerio sacerdotal al margen del estudio es una convicción perezosa y errada, que conducirá a una concepción del cristianismo contraria a la revelación bíblica. La meta de la predicación es el conocimiento de Cristo; y, en él, el conocimiento del Dios benevolente y misericordioso, que se da a conocer en el Hijo de David, en quien Dios ha cumplido sus promesas y ha fundado una nueva alianza.
No hay conocimiento de Cristo sin conocimiento de las Escrituras, porque en verdad, el axioma de san Jerónimo de conocer a Cristo en las Escrituras, hay que atribuírselo al mismo Cristo en el camino de Emaús: «¡Qué torpes y duros de corazón para comprender lo que dijeron los profetas de mí! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?» (Lc 24,25-26) Sólo quien se adentra en las Escrituras y se sirve de las ciencias humanas para alcanzar un tratamiento no adulterado de la palabra de Dios escrita e interpretada por la Iglesia, se puede entregar a la contemplación de lo que Dios dice por medio de su palabra hecha carne en Jesucristo, postrándose ante la imagen sagrada del Crucificado.
Queridos sacerdotes, estamos llamados a ser la luz y la sal da la tierra con todos los bautizados, pero éstos esperan de nosotros la sabiduría de la revelación divina para guiarse por la senda de la vocación universal a la santidad, porque «la boca del sacerdote atesora conocimiento, y a él se va en busca de instrucción, pues es mensajero del Señor del universo» (Mal 2,7). Del mismo modo, de nosotros se espera el ejemplo de la santidad, que exige del sacerdote conocimiento de misión a la luz del conocimiento intelectual, cordial, místico y sacramental de Jesucristo.
Así nos enseña el santo doctor que tenemos por Patrón y que alcanzó el dominio de las Escrituras en aquella sabiduría evangelizadora en la cual alentaba la fe inquebrantable que le movía a propagarla el mensaje de salvación en Cristo.
Seminario Casa de Espiritualidad «Reina y Señora»
10 de mayo de 2019
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería