HOMILÍA EN LA FIESTA DE SAN ESTEBAN PROTOMÁRTIR Conmemoración de la entrega de la Ciudad de Almería a los Reyes Católicos
Lecturas bíblicas: Hb 6,8-10; 7,54-59; Sal 30,3-4. 6-8.17.20; Mt 10,17-22
Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta de san Esteban Protomártir nos trae la conmemoración histórica de la entrega de la Ciudad de Almería a los Reyes Católicos, cercana ya la completa capitulación del poder musulmán en la península con la conquista de Granada. Conmemorar esta fecha no tiene hoy voluntad alguna de herir los sentimientos de la comunidad musulmana, a la que acogemos y estimamos de verdad, sino de evocar los acontecimientos históricos que dieron origen a la restauración de la sociedad cristiana tras la dominación del islam en España. Los acontecimientos del pasado no se hicieron realidad con los criterios de hoy, pero hicieron posible la definitiva liberación del sometimiento musulmán, que había comenzado ocho siglos atrás, y por eso estamos hoy aquí. Nuestros antepasados vivieron la recuperación de las tierras sometidas como el retorno a la libertad de la fe cristiana y la posibilidad de un modo de vida nuevo capaz de configurar la sociedad sobre principios cristianos.
En aquellos acontecimientos hubo aciertos y errores, como en toda obra humana, pero fueron resultado de la aspiración a la libertad de los reinos cristianos de la península, proyecto ideal perseguido con tenacidad en el que todos estaban de acuerdo y al que todos reinos cristianos de la península ibérica aspiraban. Este proyecto ideal era incompatible con el sometimiento a una visión del mundo impuesta y un credo religioso no compartido e imposible de aceptar para quienes habían recibido la predicación del evangelio desde los tiempos apostólicos que dieron lugar a las comunidades cristianas de la Hispania romana. Después, asentados los visigodos en la península, en el III Concilio de Toledo, celebrado en 589, el reino hispano de los godos abrazaría la fe católica que había sido la de profesada por la Iglesias hispanorromanas, siguiendo a los concilios de la Iglesia antigua y el Credo o símbolo niceno-constantinopolitano. Es el Credo que recitamos en la Misa y, a veces, alternamos con el credo del bautismo, conocido como Credo de los Apóstoles.
Lo importante es que ambos credos confiesan la divinidad de Jesucristo, que los godos venidos de la Europa central negaban, aunque eran cristianos. Con el asentamiento del reino visigótico, la fe de los godos experimentó un cambio radical, al imponerse la fe católica de los hispanorromanos, con los cuales crearon la unidad católica de la nación. Hago mención de estos datos bien conocidos de la historia de nuestra nación, porque el catolicismo configuró en tal manera la mente religiosa de España que la restauración de la fe católica constituyó un proyecto ideal. Fue un ideal de futuro que en los momentos más duros de la dominación islámica los mozárabes vieron desvanecerse en las tierras del sur, viéndose obligados a huir a los reinos del norte en la medida que éstos fueron adquiriendo configuración histórica con el avance de la Reconquista.
Por eso estamos hoy aquí, celebrando la Misa de san Esteban, en el día de la entrega de la Ciudad a los Reyes Católicos, y hemos entonado el Te Deum de acción de gracias en esta Catedral que, por afirmar la divinidad de Cristo, como otras catedrales e iglesias parroquiales de estas tierras fue consagrada con el título mariano de la Encarnación. El año que termina hemos bendecido la imagen titular de Nuestra Señora de la Encarnación, que acoge las súplicas de los fieles que oren ante esta imagen suya, colocada en el lugar preeminente del presbiterio, en la capilla mayor de esta Catedral de Nuestra Señora de la Encarnación.
Volviendo a la fiesta de esta fecha memorable, san Esteban, el primer mártir de Cristo, pagó con su vida confesar la divinidad de Cristo, al que el Nuevo Testamento da el título de Señor a Jesús, que sólo a Dios corresponde en la fe de la antigua alianza. Jesús que se refirió tantas veces a sí mismo como el «Hijo del hombre», fue, en efecto, contemplado por su resurrección de entre los muertos como el Hijo del hombre del que habla la profecía de Daniel, para referirse al ser divino que recibe de Dios el poder y el reino sobre la humanidad.
En el juicio el que el sanedrín judío sometió a Jesús, el sumo sacerdote preguntó a Jesús: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito»? Jesús respondió: «Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo» (Mc 14,61-62). Esta respuesta sirvió al sanedrín para condenar a Jesús por blasfemo. El sanedrín había percibido con claridad que Jesús se equiparaba a Dios al identificarse con el ser divino que vendría sobre las nubes del cielo como juez plenipotenciario de Dios.
Queridos hermanos, la divinidad de Jesús es la clave y el fundamento de la salvación de la humanidad en él. Sólo Dios puede salvar al hombre de sus pecados, y en la aparición del ángel del Señor en sueños a José, el ángel le dice: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21).
Esteban da fe de la divinidad de Jesús y hace suyas las palabras de Jesús sobre su triunfo definitivo sobre la muerte y su glorificación a la derecha de Dios por su resurrección de entre los muertos. La palabra de Esteban es avasalladora, llena de fuego apostólico. Esteban no teme disputar con los judíos sobre la verdad profunda y la identidad divina de Jesús y, por eso, será odiado quien entre los judíos con su predicación atraía a la fe de forma irresistible. Contra Esteban sólo queda la calumnia y la mentira, como había sucedido con Jesús, contra el cual dieron falso testimonio en los mismos términos que harán con Esteban, afirmando que blasfema. Esteban no cede, no se amilana y todavía en el tormento al que será sometido, la muerte por lapidación, se yergue afirmando las palabras proféticas de Daniel, de las cuales se había servido Jesús para anunciar su glorificación como Juez de vivos y muertos. Dice el libro de los Hechos que Esteban, extasiado por la visión de los cielos abiertos, exclama: «Estoy viendo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios» (Hch 7,56).
El cronista del libro de los Hechos recoge el odio a la fe que condujo a la muerte de Esteban, y se manifiesta en cómo, ante las palabras irresistibles de Esteban, sus enemigos «se recomían por dentro y rechinaban los dientes de rabia» (Hch 7,54), dando origen a la persecución de los cristianos de aquella primera hora, dando lugar a la primera muerte cristiana que convierte a Esteban en Protomártir. En el año que termina hemos vivido el gran acontecimiento de la beatificación de los mártires de Almería del siglo XX. Este magno acontecimiento marcará la historia de nuestra Iglesia diocesana y la muerte de los mártires en odio a la fe impulsará siempre la prolongación en la historia de la proclamación del evangelio de la luz y de la vida.
Jesús había preparado a sus apóstoles para lo que se les echaba encima con su crucifixión y muerte: «Todos os odiarán por mi nombre: el que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10,22). La persecución forma parte de la vida cristiana, a veces de forma incruenta y otras de forma cruenta, porque el evangelio de Cristo no deja a nadie indiferente. La proclamación del evangelio se ha tornado hoy incluso difícil, ante la actitud intolerante de cuantos reivindican su propia visión del mundo, del hombre y de la vida humana, pero pretenden hacerlo intentando silenciar la visión de los demás, negándole a la fe cristiana legitimidad para sostener su propia visión del mundo y del hombre, de la vida y la sociedad.
Es la intolerancia de los que pretenden arrancar los signos cristianos de la vida pública, e incluso celebrar la Navidad sin su propia razón de ser, sin Jesús, y así disolverla en unas fiestas vacías de fin de año, vengo diciendo en las homilías de estos días, apoyando mis palabras en las del papa Francisco, invitando a no dejarnos vaciar la Navidad de su verdadero contenido, para convertirla en una fiesta vacía.
La liturgia, sin embargo, canta estos días la antífona de la Navidad: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Canta el cielo con la tierra la salvación de nuestro Dios». Jesús es el Príncipe de la paz y en su cruz hemos sido reconciliados. Nació para devolver la paz que la humanidad perdió por el pecado y haciéndose hombre llevar al hombre a la participación de su divinidad. Lo expresa san León Magno con gran hondura en un sermón de la Navidad, al decir que Dios nos amó y, por este amor que Dios nos ha tenido, el Hijo de Dios «asumió la naturaleza del género humano para reconciliarla con su Creador, de modo que el demonio, autor de la muerte, se viera vencido por la misma naturaleza gracias a la cual había vencido» (San León Magno, Sermón 1 en la Natividad del Señor, 1-3: PL 54, 190-193). A lo cual el santo pontífice añade, invitándonos a la acción de gracias a Dios, «puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó; estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, para que gracias a él fuésemos una nueva creatura, una nueva creación» (ibid.).
El sacrificio de Cristo es la gran expresión sacramental de este amor que Dios nos tiene, que la participación en él nos colme de su misericordia y nos renueve plenamente.
S.A.I. Catedral de la Encarnación
Fiesta de San Esteban
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería