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HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA VIRGEN DEL PILAR

Ilustramos la homilía del obispo en la Fiesta del Pilar con los célebres tapices que se conservan en la iglesia de Oncala (Soria), donde se reproducen escenas del Antiguo Testamento. Los cartones de estos tapices, con un total de dieciocho “paños”, fueron encargados en 1625 por la Infanta Isabel Clara Eugenia al gran artista flamenco Pedro Pablo Rubens, para el Convento de las Descalzas Reales de Madrid.

Lecturas bíblicas: 1 Cr 15,3-4.15-16; 16,1-2; Sal 26,1-5 (R/. «El Señor me ha coronado sobre la columna me ha exaltado”); Aleluya: «Afianzó mi pie sobre la roca y me puso en la boca un cantico nuevo»; Lc 11,27-28

Queridos hermanos y hermanas:

La Fiesta del Pilar viene unida a la Fiesta Nacional de España. La fecha nos brinda así a los españoles la ocasión de reflexionar sobre nuestra vida en común como proyecto que vamos realizando en el tiempo y como convivencia ordenada bajo el imperativo del ordenamiento jurídico. Este día es además conocido como Día de la Hispanidad, porque en esta fecha arribaron al Nuevo Mundo las naves de Castilla que lanzaron a España a la mayor aventura de su historia, llena de luces y algunas sombras, pero una verdadera epopeya épica, en la cual la colonización del Nuevo Mundo y la evangelización dieron a la historia de España una impronta duradera.
Hemos escuchado unos textos bíblicos que nos ayudan a penetran en el significado cristiano del fervor mariano que acompaña este día, al tiempo que iluminan nuestra conducta, que queremos poner bajo la protección de la Virgen. La lectura que hemos escuchado en primer lugar está tomada del libro primero de las Crónicas. Es un fragmento de la historia de Israel de la mayor importancia religiosa para el pueblo elegido, el pueblo de Dios de la antigua Alianza, porque nos habla de cómo, conquistada la tierra y aseguradas sus fronteras, el rey David quiere que la señal de la presencia de Dios en medio de su pueblo ocupe el centro de la vida nacional.
En el arca de la Alianza se guardaban las tablas de la Ley, que Dios entregó a Moisés en el monte Sinaí. En el texto sagrado se narra cómo el rey David, que había conquistado Jerusalén a los jebuseos, quiso hacer de ella la capital del nuevo Estado y, consciente del significado religioso de sus acciones, trasladó el arca del Señor a Jerusalén, organizando para el traslado una procesión festiva con canticos de alegría, alabanza y acción de gracias, mientras el arca era transportada por los levitas a hombros, para ser instalada en medio de la tienda que David había levantado para acoger el arca (cf. 1 Cr 15,25-28; 16,1-2), hasta que su hijo Salomón, “hombre de paz”, construyera el templo al Señor que el propio David se proponía construir, pero a quien no dejó el Señor que lo hiciera por haber derramado mucha sangre en las guerras de conquista del país, a pesar de que el mismo Dios le había hecho caudillo del pueblo y le había elegido para ser el rey que fundara la dinastía de David (1 Cr 17,7; 22,7-10).

El arca es la figura de María, verdadera arca de la Alianza, como la invocamos en el santo Rosario, porque ella contuvo en su seno no ya las tablas de la ley, sino a aquel que es la palabra de Dios hecha carne, que en su seno se encarnó

El arca es la figura de María, verdadera arca de la Alianza, como la invocamos en el santo Rosario, porque ella contuvo en su seno no ya las tablas de la ley, sino a aquel que es la palabra de Dios hecha carne, que en su seno se encarnó y se hizo hombre por nosotros y nuestra salvación. Esta es la motivación teológica por la cual el evangelio de hoy ofrece el pasaje en que una mujer de la multitud, entusiasmada al escuchar hablar a Jesús, bendiga a María exclamando: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!», a lo que Jesús replicó: «Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!» (Lc 11,27-28).
La bienaventuranza de María descansa sobre su cumplimiento de la Palabra de Dios, que ella acogió en su interior y concibió dando a luz al autor de la vida, aquel que es la Palabra de Dios encarnada. Esta es la razón de la bienaventuranza de María, como la proclamó su prima Isabel: «¡Dichosa la que has creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Isabel proclama a María «bendita entre las mujeres», pero aclara enseguida la razón profunda de la bienaventuranza: la fe de María, que ella llevó a pleno cumplimiento hasta que fue llevada al cielo.

Tenemos en María un amparo y un cobijo donde encontrar protección a nuestra fe, acosados por una sociedad marcada por el secularismo.

España es un país amante de María, “tierra de María”, como decimos tradicionalmente, y como nos dijo san Juan Pablo II al despedirse en 2003 de España. Lo he dicho en la carta a los diocesanos que he escrito con motivo de la Fiesta del Pilar que celebramos, día de la Fiesta Nacional de España: tenemos en María un amparo y un cobijo donde encontrar protección a nuestra fe, acosados por una sociedad marcada por el secularismo. Benedicto XVI nos advertía de los peligros que acechan a España y que pueden destruirla como Nación. Los enemigos de España no podrán lograrlo, si permanecemos unidos en tono al Pilar, en torno a la Madre de España, como la proclama el himno de alabanza de este día. La Virgen María es madre de la unidad de la Iglesia y es Madre de la unidad de sus hijos, que Cristo quiso que aparecieran ante el mundo congregados en la Iglesia, que es por esto «como un sacramento o signo e instrumento de la unidad íntima con Dios y de la unidad del género humano», como nos recordó el II Concilio del Vaticano .
Las divisiones separan y aíslan, son movidas por el que siembra la discordia entre los pueblos y en las sociedades. La unidad de España es un bien moral, que hemos de proteger, y frente a quienes pretenden su abrogación por la fuerza de los hechos, la rectitud mortal de la conducta pública de los cristianos se acredita por el respeto a la ley justa como salvaguarda del bien común. En este sentido es un deber moral la defensa de la Constitución y del ordenamiento jurídico, porque su modificación tiene cauces previstos por la propia ley fundamental del Estado.

La unidad de España es un bien moral, que hemos de proteger, y frente a quienes pretenden su abrogación por la fuerza de los hechos, la rectitud mortal de la conducta pública de los cristianos se acredita por el respeto a la ley justa como salvaguarda del bien común.

Hace ya unos años, los obispos de España afrontamos con responsabilidad la valoración del terrorismo como un mal perverso en sí mismo inaceptable y, conscientes del complejo proceso histórico por el cual España llegó a convertirse en la nación que somos y la unidad del Estado, siguiendo la Doctrina Social de la Iglesia, dijimos entonces: «Poner en peligro la convivencia de los españoles, negando unilateralmente la soberanía de España, sin valorar las graves consecuencias que esta negación podría acarrear, no sería prudente ni moralmente aceptable» .
No podemos por tanto ignorar el carácter inmoral de las acciones de quienes atentan contra el orden constitucional abandonando los cauces establecidos para su legítima reforma. Los españoles llevamos siglos conviviendo en este gran hermanamiento que es la Nación de la que formamos parte, y nuestra historia acredita que caminos no podemos volver a recorrer sin riesgo de graves perturbaciones sociales, por eso todos hemos de hacer lo posible para dar solidez y cohesión a la convivencia social, condición fundamental para el progreso verdadero de la sociedad.
En esta situación en la que nos coloca la pandemia de alcanza magnitudes verdaderamente preocupantes en todo el mundo, el camino de la fraterna solidaridad pide un esfuerzo de todos para cumplir las normas sanitarias y hacer cuanto esté a nuestro alcance para facilitar el retorno a una vida verdaderamente normal. Es necesario vencer la enfermedad para que podamos recuperarnos de la crisis económica que la pandemia ha provocado, para que todos podamos disfrutar del bienestar social que nos corresponde a la dignidad de las personas. En tanto se llega a la meta que ha de aunar esfuerzo de todos, es necesario atender las necesidades más urgentes, las de aquellos que han perdido su trabajo por la pandemia y la urgencia de prestar atención a las familias que necesitan poder acceder a un hogar; los enfermos que reclaman la ayuda sanitaria y la fraterna preocupación por su estado de salud y el acompañamiento que los ayude a superar la enfermedad; la acogida de los inmigrantes en situaciones de ilegalidad y falta de trabajo e integración social. En la medida en que cubramos estos deberes morales se hará más fuerte la cohesión social de cuantos formamos la comunidad nacional.
Damos gracias a Dios, que nos ha guiado a lo largo de nuestra historia y nos ha ayudado a superar graves dificultades y peligros, y nos confiamos a la materna intercesión de la Virgen María del Pilar, Madre de España y Señora nuestra. Que ella nos ayude siempre y nos acompañe en nuestra peregrinación histórica hacia la patria celestial, hasta que lleguemos a la comunión definitiva en Dios participando de la vida divina, que ahora se nos adelanta bajo la figura del sacramento en esta celebración de la Eucaristía.

S.A.I. Catedral de la Encarnación
12 de octubre de 2020

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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