HOMILÍA EN LA EPIFANÍA DEL SEÑOR. Ordenación de Diaconado
Lecturas: Is 60,1-6
Sal 71,2.7-13
Ef 3,2-3a.5-6
Mt 2,1-12
Queridos hermanos sacerdotes, religiosas y seminaristas;
Queridos fieles laicos:
La solemnidad de la Epifanía es la fiesta de la manifestación del Señor a todos pueblos, su revelación al mundo como Salvador universal. En este día el Oriente cristiano celebra la fiesta mayor del tiempo de Navidad; un día que en Occidente tiene también hondo significado religioso. Es ésta la fiesta de la revelación mesiánica de Jesús, inseparable de su bautismo por Juan Bautista en el río Jordán, y de su manifestación en las bodas de Caná de Galilea como Mesías de Israel. Estos tres acontecimientos de salvación revelan quién es Jesús, el hijo de María, que pasó a los ojos del mundo como hijo de José. Jesús aparece en su más honda verdad como aquel que no ha nacido de la carne ni de la sangre, sino de Dios, porque es la Palabra de Dios hecha carne, como hemos contemplado en estos días de Navidad, adorando el misterio de su nacimiento virginal.
Jesús es el Mesías de Israel y como tal es llamado por los magos, que preguntan al tetrarca Herodes: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo” (Mt 2,2). Jesús es el Mesías hijo de David, aquel a quien Dios “dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc 1,33). Convergen así las informaciones de los evangelistas Mateo y Lucas al ver en Jesús el heredero de David; a cuya visión hay que sumar la información de los evangelistas Marcos y Juan, cuando dicen que sobre la cruz de Jesús pusieron el letrero «Jesús Nazareno el Rey de los Judíos» (Jn 19,19), como “causa de su condena” (Mc 15,26; Mt 27,37).
La realeza de Jesús no era de este mundo, pero así lo creyó Herodes y quiso engañar a los magos para poder eliminar a Jesús. La cólera de Herodes desembocaría en la matanza de los niños inocentes, y la cólera de los que rechazaron su realeza provocaría la condena a muerte a Jesús a manos de los paganos. Hay una íntima conexión entre el nacimiento de Jesús y su muerte y resurrección, y una corriente de aceptación gozosa o de rechazo airado de Jesús recorre la trayectoria que va de Belén al Calvario. Los signos que acompañan el nacimiento de Jesús y los signos que acompañan su muerte invitan a la confesión de fe en el misterio de su persona divina manifestada en nuestra carne. La confesión de fe es la respuesta a estos signos, que se nos ofrece como paradigma de actitud y conducta en los pastores y los magos, en el escenario evangélico del nacimiento de Jesús; y en el centurión que custodiaba su cruz, en el Calvario.
Los pastores fueron corriendo a ver aquello que el ángel les había anunciado y viéndolo “se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto” (Lc 2,2,20). Del mismo modo, el centurión y los que estaban con él guardando a Jesús, al contemplar su muerte y ver los signos cósmicos que la rodearon exclamaron: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mc 15,39; Mt 27,54). Esta confesión de fe puesta en boca del centurión por los evangelista es la que corresponde a la revelación del misterio divino de Cristo en su bautismo en el Jordán, manifestado por la voz divina que resuena en los cielos que se abren como el “Hijo amado”en quien el Padre se complace (Mc 1,11; Mt 3,17; Lc 3,22).
Es la misma confesión de fe que pone el evangelista san Juan en boca de Natanael, a quien Felipe muestra a Jesús. Natanael exclama: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel”(Jn 1,49). El apóstol reconoce en Jesús al Hijo de Dios, que es el Mesías de Israel. Cuando el ángel anuncia a María el nacimiento de Jesús, le dice que será llamado “Hijo del Altísimo” (Lc 1,32) e “Hijo de Dios” (1,35). El ángel dice en sueños a José que el hijo que nacerá de María será el Enmanuel prometido por Isaías (Is 14), lo que se traduce como «Dios con nosotros» (Mt 1,23); llama a José“hijo de David” y le encomienda, en condición de padre legal, dar nombre al hijo de María: “tú le pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). Jesús aparece así desde su misma infancia como el Mesías de Israel y el Redentor de los hombres.
También los magos reconocen en Jesús al Rey de los judíos prometido en la profecía de Miqueas, que promete la llegada del Pastor de Israel, “el caudillo que apacentará a mi pueblo Israel” (Mi 5,3). El rey esperado es el pastor definitivo, Dios mismo: “Yo mismo apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar” (Ez 34,15). Este Jesús niño es el que un día se presentará ante Israel como el buen Pastor, que conoce a sus ovejas y éstas le conocen a él, y les dirá: “Yo soy el buen pastor (…) y doy mi vida por las ovejas” (Jn 10,14s). En este rey de Israel los magos adoran al pastor universal de las ovejas, de todas, no sólo de Israel sino del mundo entero. Adoran a aquel que se ha humillado en carne, para ser humano con los hombres y al tiempo Dios con ellos y pastor de sus vidas. Los magos adoran en el Niño Dios al gobernador del mundo y a aquel que ha sido concebido por obra del Espíritu Santo y el ángel ha llamado Hijo del Altísimo e Hijo de Dios.
También los magos han de interpretar los signos, igual que han de hacerlo cuantos vienen a la fe y confiesan la divinidad de Jesús. Ellos hubieron de interpretar el signo que Dios les ofrecía: el brillo extraordinario de una estrella que han reconocido como la estrella del rey de los judíos: “Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo” (Mt 2,2). Contemplan los magos el signo que la naturaleza les ofrece y confirman este signo con las Escrituras de los judíos, que afirman que nacerá en Belén de Judá, y creen en aquello de lo que les hablan los signos y las Escrituras, mientras Herodes no cree y ve en el recién nacido un peligroso rival de su poder real.
Como los magos, también el hombre de nuestro tiempo es interpelado por los signos que Dios nos ofrece: el anuncio d el mensajero que proclama que la Palabra se ha hecho carne y por su encarnación hemos sido liberados del pecado. El anuncio de que Jesús es el Salvador del mundo y como tal ha de ser recibido y adorado. Hoy aclamamos su divinidad y proclamamos el carácter universal de su obra redentora ante el mundo. Para anunciar a las naciones su salvación y llevarla a todos los pueblos, Dios suscita vocaciones que lo anuncien con su propia vida y testimonio.
Hemos dicho que la Iglesia ha celebrado este día como la fiesta de la universalidad de la salvación. Cristo es anunciado a los pueblos gentiles como el Salvador definitivo del hombre, al que han de adorar las naciones y rendir homenaje los pueblos. En la luz de la estrella de Jesús brilla la salvación de las gentes. Jerusalén y el mundo reciben la luz gozosa de Belén, cumpliéndose la profecía de Isaías: “Sobre ti amanecerá el Señor y su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz, y los reyes al resplandor de tu aurora” (Is 60,2-3). Hoy como siempre la Iglesia proclama con Pedro que “no se nos ha dado otro nombre bajo el cielo (que el nombre de Jesús) en el que podamos ser salvos” (cf. Hech 4,12).
La proyección misionera de la Epifanía nos lleva a dispensar el sagrado Orden del Diaconado en esta fecha, con el gozo de proponer a nuestros diáconos el servicio de la Palabra y de la caridad como vocación de anuncio de la universalidad de la salvación que se deja sentir en el amor que se manifiesta en el servicio, en al diaconía a los hermanos. En el ministerio de la caridad para con los pobres y los necesitados Dios nos ofrece un signo de su amor sin medida ni límites, particularmente cuando la crisis social y económica deja sentir la falta de humanidad de un sistema de producción de bienes y de reparto verdaderamente justo. En este mundo de consumo y necesidad a un mismo tiempo, el ministerio de la diaconía de la Iglesia quiere ser un signo visible de la caridad de Dios para con nosotros, que nos recuerda la fundamental hermandad de todos los hombres en Cristo.
Bendecimos a Dios porque nos sigue bendiciendo con vocaciones que van jalonando año tras año el relevo generacional de los ministros ordenados, y pedimos a la Madre de Jesús y a san José el acompañamiento materno y protector que a ambos confiamos de nuestras vocaciones sacerdotales. Que así nos lo conceda el Señor manifestado hoy a los pueblos como Salvador del mundo y Luz de los pueblos.
S.A.I. Catedral de la Encarnación
6 de enero de 2009
+Adolfo González Montes
Obispo de Almería