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HOMILÍA EN LA CONMEMORACIÓN DE LA MUERTE DEL SEÑOR

Lecturas bíblicas: Is 52,13-53,12; Sal 30,2.612-17.25; Hb 4,14-16; 5,7-9; Versículo: Flp 2,8-9;  Jn 18,1-19,42

Queridos hermanos y hermanas:

La conmemoración de la muerte del Señor ha comenzado en silencio, postrado en tierra el celebrante como signo de humilde aceptación de la cruda verdad de los hechos: Jesús ha sido crucificado y muerto en la cruz por nosotros y por nuestra salvación. Las lecturas que hemos escuchado describen la pasión del Señor desde el anuncio profético de Isaías hasta la versión de los hechos sucedidos según san Juan.

Ya el anuncio profético nos impresiona, porque este fragmento de uno de los cánticos del Siervo del Señor que encontramos en el profeta Isaías hace pasar ante nosotros la terrible humillación del Hijo de Dios cargado con los crímenes de la humanidad de consecuencias horribles: «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes” (Is 53,4-5).

Sus sufrimientos eran los nuestros a causa de nuestros pecados, porque estaba en nuestro lugar y sus dolores fueron vicarios, para que no sufriéramos las penas que merecen nuestros pecados. Lo hizo cumpliendo el designio amoroso de Dios, que encarga al profeta decir: «Por mi vida ―oráculo del Señor Dios― que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que se arrepienta y viva» (Ez 33,11; cf. 18,23). Por eso, «nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron» (Is 53,5b). San Pablo dice que esta sustitución de Jesús en lugar nuestro, respondía al misterioso designio de Dios, que nos amó en grado extremo hasta hacer que el justo, su propio Hijo, llevara sobre sus hombros el peso de nuestros crímenes, y así el Apóstol asegura: «Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor 5,21). Lo mismo dice la primera carta de san Pedro, recordando las palabras de Isaías: «Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuisteis curados» (1 Pe 2,23).

Dios nos ha justificado «habiendo pasando por alto los pecados cometidos…» (Rm 5,25) y habiendo cancelando nuestras deudas: ésta es la clave de interpretación de la pasión y muerte de Jesús en la cruz, hecho histórico que nos desconcierta. ¿Cómo puede Dios estar en un ajusticiado? Ante tal acontecimiento sólo cabe nuestro anonadamiento y silencio, y dejar agradecidos que el Espíritu vivificador que lo resucitó de entre los muertos, el abogado defensor que Jesús había prometido a sus discípulos, comience a vivificar también nuestros cuerpos mortales camino de la resurrección (cf. Rm 8,11). Que lo haga adelantando en nosotros la sanación de nuestras heridas, las que el pecado nos deja, como es el oscurecimiento de la mente, incapaz de reconocer a Dios, porque sólo nos buscamos a nosotros mismos (cf. Rm 1,21). La pasión y muerte de Cristo es un acontecimiento de salvación donde se revela el amor divino que deshace las pruebas contra los pecados de la humanidad, para afirmar que aquél que murió en nuestra carne mortal poseía el Espíritu vivificador que lo resucitó de entre los muertos. Éste obra ya en nosotros transformando nuestro hombre interior para ayudarnos a vivir una vida nueva, abandonando la vida del hombre viejo, la vida que llama “vida según la carne”, que conduce a la muerte eterna (cf. Rm 8,5-8).

La pasión de Cristo producirá frutos de salvación en nosotros, si reconocemos en ella nuestra propia pasión y martirio, porque hemos de dar muerte en nosotros al pecado para vivir como hijos de Dios. La razón última de la pasión de Cristo es el amor de Dios por nosotros. Este amor es el que da razón de por qué el Hijo de Dios sufrió la cruz, para darnos así ejemplo en el dolor de Cristo y siguiendo sus huellas enseñarnos a afrontar nuestros dolores y sufrimientos, con los que nos vemos probados en la fe (cf. 1 Pe 2,21).

La humanidad lleva el signo del dolor inscrito en su cuerpo y en el alma, y no se verá liberada de él hasta que Dios cancele todo el dolor de este mundo. Dios aceptó la pasión de su Hijo para que nosotros pudiéramos ser perdonados; y acepta nuestro dolor, si lo unimos al de Jesús tomando conciencia de nuestra condición humana que, sin embargo, está destinada a ser plenamente transformada y glorificada.

Las palabras de Jesús a Pilato: «No tendrías ninguna autoridad sobre mí, si no te la hubieran dado de lo alto» (Jn 19,11), dejan ver que Dios ha permitido la pasión de Jesús para que, cargando él con las injusticias de los hombres, superemos el acoso del mundo y sepamos soportar nuestra condición de hombres mortales, conscientes de que, por la pasión de Cristo Jesús, hemos sido rescatados y destinados a la gloria de la resurrección. Si Jesús, siendo el Hijo de Dios sufrió la pasión y la muerte aprendiendo así la obediencia al designio de Dios, por esa aceptación obediente de la pasión y la cruz nos ha venido la salvación y la gloria. Primero fue él mismo exaltado, para convertirse en causa de salvación de cuantos obedecen a Dios (cf. Hb 5,9) y, llevado a la gloria por su resurrección de entre los muertos, Jesús «penetró en los cielos» (Hb 4,14), convertido en el sumo sacerdote de la nueva Alianza, «está al servicio del santuario y de la Tienda verdadera, erigida por el Señor, no por un hombre» (Hb 8,2), donde ejerce el sacerdocio eterno de intercesión en favor nuestro.

La carta a los Hebreos nos anima a no perder la confianza en Jesús convertido por su pasión, muerte y resurrección en sumo sacerdote de los bienes imperecederos, porque habiendo tomado nuestra carne, «gustó la muerte para bien de todos… Pues habiendo pasado él la prueba del sufrimiento, puede ayudar a los que la están pasando» (2,9.18). La carta nos invita a acercarnos con plena confianza al trono de la gracia, donde hallaremos gracia para ser socorridos en nuestras necesidades y sufrimientos.

Como el Papa decía en la homilía del pasado Domingo de Ramos, podemos en esta situación de dolor preguntarnos dónde está Dios, pero la respuesta nos la da la pasión de Cristo. Dice el Papa: «Jesús experimentó el abandono total, la situación más ajena a Él, para ser solidario con nosotros en todo. Lo hizo por mí, por ti, por todos nosotros, lo ha hecho para decirnos: “No temas, no estás solo. Experimenté toda tu desolación para estar siempre a tu lado”»[1]. Dios está en la cruz de Jesús que le pregunta por qué le ha abandonado (cf. Sal 22,2). Está con los que padecen, solidario con nuestros sufrimientos, sosteniendo nuestra fe con su santo Espíritu. Dios nos ayuda ahora, cuando la pandemia nos acosa, a soportar los sufrimientos y si permite que los suframos no es porque no tenga piedad de nosotros, sino para que confiemos en él y sólo en él pongamos la razón de nuestra vida. Dios nos pide relativizar todo cuanto nos parece de valor fuera del mismo Dios. porque la vida de todos los hombres está en las manos de Dios.

Quiera la Madre de la Salud, cargada como ella estuvo de sufrimientos y dolores por la pasión de su Hijo venir en nuestra ayuda, para que con su materna protección podamos mirar con esperanza el futuro inmediato. Esta tarde no viviremos la procesión del Santo Entierro de Cristo, seguida la urna con su sagrado cadáver por la soledad y el dolor de la Madre del Redentor, Virgen de los Dolores y Señora de la más grande Soledad. Tenemos grabadas en nuestras retinas y en nuestros corazones estas imágenes, bastará recrearlas espiritualmente para comprender que no hay dolor como el de la Madre de la Esperanza, a la que el dolor no ha logrado extinguir la fe y espera contra toda esperanza la luz de la resurrección del Hijo ahora muerto y sepultado.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

10 de abril de 2020, Viernes Santo

+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería

[1] Francisco, Homilía en el Domingo de Ramos (Basílica de San Pedro, domingo 5 de abril de 2020).

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