Homilía en la celebración de las Vísperas de la Fiesta de la Conversión de San Pablo
Queridos hermanos y hermanas:
Este año el Octavario de oración por la unidad de los cristianos viene motivado por un texto de Miqueas, uno de los doce profetas menores contemporáneo del gran Isaías. Miqueas profetizó en Judá en el último tercio del siglo VIII y la primera década del siglo VII a. C. en los reinados de Jotán, Ajaz y Ezequías. Su tiempo fue un tiempo de dificultades, porque conoció igual que Isaías la destrucción de Samaría y la invasión del reino del Sur por el rey de Asiria en el año 701 a. C. Abandonando la idolatría y el ateísmo práctico de Ajaz, su heredero Ezequías llevará a cabo las reformas religiosas y sociales que salvaron al pueblo del asedio del rey de Asiria Senaquerib. La obra de gobierno del piadoso rey Ezequías, encaminada a la reforma religiosa, aseguró una cierta paz a Judá, que un siglo después no pudo evitar el sometimiento al poder asirio, cuando definitivamente Jerusalén asediada y vencida por Nabucodonosor.
En este contexto tanto el gran profeta Isaías, que pronunció el oráculo del Emmanuel contra Ajaz, como el mismo Miqueas, que pudo inspirarse en Isaías, denuncian el pecado del pueblo, interpretando la amenaza extranjera como castigo merecido por la idolatría y el abandono de la alianza con Dios. Judá, igual que el reino del Norte, Israel, cede al abandono de la ley sin que los dirigentes del pueblo pongan remedio alguno. Los sacerdotes ofician un culto vacío, que entra en grave contradicción con la fe del pueblo elegido. Isaías denuncia un culto que molesta a Dios, seguido por Miqueas que denuncia la pretensión de ganarse a Dios mediante el culto vacío que denuncian ambos profetas.
Dios rechaza los holocaustos de novillos cebados y carneros, como no se complace en “mil ríos de aceite” (Mi 6,7) y rechaza de plano los sacrificios humanos para obtener el perdón de los pecados. Lo que está bien no es el culto vacío, lo que el Señor exige de su pueblo es “respetar el derecho, practicar con amor la misericordia y caminar humildemente con tu Dios” (Mi 6,8).
Estas palabras del Señor dirigidas a su pueblo mediante el profeta nos alertan de cómo la voluntad de Dios es el contenido de una religiosidad auténtica y limpia de otros intereses que no sean los de Dios. Sólo la palabra de Dios puede guiar al hombre hacia el bien, porque Dios es el creador del hombre y sólo Dios puede dar plenitud a sus aspiraciones más hondas. Por esto, el camino hacia la unidad de todos los cristianos por la cual debemos transitar es el la voluntad de Dios, que nos ha sido revelada plenamente en Jesucristo.
La unidad ha de ser fruto del cumplimiento por parte nuestra de la voluntad de Cristo. Jesús mismo rogó al Padre para que así fuera: “Te pido que todos vivan unidos. Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros. De este modo el mundo creerá que tú me has enviado” (Jn 17,21).
La unidad se realiza en el amor y es en la comunión de todos los cristianos en la voluntad de Cristo Jesús como podemos dar testimonio ante el mundo del amor de Dios por el hombre, de la misericordia infinita con que Dios perdona los pecados de los hombres y abre su corazón de Padre a las aspiraciones profundas de quienes ha convertido en hijos de adopción por medio de su Hijo, enviado al mundo en nuestra carne. Sin esta comunión en Cristo de todos los discípulos no podemos dar testimonio fehaciente de Jesús como revelación definitiva de Dios; sin ella, no podemos desvelar el misterio de la misericordia y del perdón que alcanzará consumación perfecta en la comunión de la vida divina de la Santa Trinidad. Es en la comunión en Cristo, es decir, en la voluntad de unidad para su Iglesia, donde nos encontraremos unidos los discípulos del único Señor y el mundo tendrá una prueba y un signo eficiente de que Dios ha amado al hombre.
Los cristianos estamos llamados a dar testimonio del amor de Dios, pero no podemos hacerlo sin proferir una palabra profética que, como la palabra de Miqueas, denuncie el mal social que somete a tantos seres humanos a la miseria, la esclavitud del cuerpo y del espíritu, aherrojándolos en el odio y la violencia con la que los hombres tratan de imponerse unos sobre otros. Miqueas dirigía sus palabras igual que Isaías contra una situación social envenenada por la corrupción y la mentira encubiertas bajo la capa de la tradición religiosa. Su mensaje es claro y sin sombras: “Se te ha hecho conocer lo que está bien, lo que el Señor exige de ti, ser mortal” (6,8a). Está bien el ejercicio del derecho y está mal el encubrimiento de la injusticia bajo capa de piedad. El mensaje, ciertamente, es claro y su alcance insoslayable; toca en lo profundo el corazón corrompido de tantos, que no sienten otra pasión que la pasión de sí mismos, y entregándose a ellos mismos caen en el desamor de su prójimo necesitado y lo abandonan a su suerte, mientras ellos tienen cubiertas las espaldas de poder, seguridad y dinero.
Contra la corrupción de los que se enriquecen injustamente, las palabras del profeta se tornan denuncia implacable: “¿Voy a seguir soportando vuestra maldad y el que os hayáis enriquecido inicuamente, usando medidas menguadas y detestables? (…) Pues bien, he comenzado a golpearte, a devastarte a causa de tus pecados” (Mi 6,11.13).
En una situación en crisis social tan profunda como la que padecemos estas palabras proféticas cobran una fuerza imposible de sofocar, para hacernos comprender que en la injusticia se asienta el germen de la desunión y se quiebra la paz social; para mostrarnos que en el desasosiego en que nos coloca la injusticia tenemos el castigo del pecado; y que en la división de los cristianos se manifiesta la infidelidad al testamento de Cristo, siendo así que estamos llamados a ser en la sociedad germen de unidad y no podemos serlo mientras permanezcamos desunidos. Sólo nuestro nuestra vuelta al Señor hará posible el retorno comunión eclesial plena; y, con ella, podremos aparecer ante los demás verdaderamente capaces de sembrar unidad y paz social, y el mundo podrá decir: “mirad cómo se aman”; y verán cómo se cumplen las palabras de Cristo: “En esto conocerán que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,35).
La palabra profética que alienta la oración por la unidad de la Iglesia este año, nos estimula para ser sensibles ante la injusticia que padecen los demás entre nosotros y, más allá de nosotros, en los pueblos más castigados de la tierra, entre los que se encuentran los humildes dalits de la India, colocados en el último escalafón de la pirámide social de catas. No sólo ellos, también los pueblos más pobres de África y Asia sometidos a la tiranía de los señores de la guerra, a conflictos que desgarran la fundamental unión de todos los seres humanos en su dignidad. La estampa india del cartel de este año, con la imagen del buen samaritano, pide de todos nosotros aquella solidaridad y fraternidad que hemos de practicar con nuestros semejantes, con las familias sin trabajo, con los que han perdido sus casas en la crisis social mientras algunos abusan de su situación privilegiada, sumergidos en la corrupción y la insolidaridad.
Todo cuanto hagamos los cristianos por nuestro prójimo redundará en beneficio de nuestra comunión con Dios. Cristo sale hoy a nuestro encuentro, como salió al encuentro de Pablo en el camino de Damasco, para apartarnos del error de estar centrados sobre nosotros mismos y no sobre su palabra de vida y su voluntad de misericordia. Al celebrar hoy la conversión de san Pablo, volvamos nuestro rostro a Jesús y escuchemos su palabra que nos interpela: “Soy Jesús, a quien tu persigues” (Hech 9,6). Si nos convertimos a Dios, poniendo en práctica el evangelio de Cristo, los hombres verán nuestra conducta y acrecerá el crédito que el mensaje cristiano requiere para llegar al corazón de quienes no conocen en verdad que la salvación viene de Jesús.
La persecución que hoy padecen tantos cristianos en sociedades donde están en minoría, los sufrimientos que les inflige el radicalismo fundamentalista de algunas corrientes religiosas, cuya violencia es contraria al verdadero espíritu de la religión; el desdén y el desprestigio que sobre el mensaje del Evangelio arrojan las élites sociales que imponen, sirviéndose de todos los medios, una cultura sin Dios y la dictadura de un relativismo agnóstico. Estas y otras situaciones que hacen sufrir a tantos cristianos, tienen que ayudarnos a nosotros a purificar nuestra vida y a sentir el anhelo de estar unidos en Cristo, confesando su santo nombre, en el cual Dios ha querido salvarnos, el nombre santísimo de su Hijo Jesús Nuestro Señor y Redentor.
Tenemos que saber sufrir y soportar las consecuencias de nuestro compromiso con Cristo y de nuestro amor por él, sabiendo que estamos lejos de haber entregado la vida como lo hizo san Pablo, una vez convertido, a la causa del Evangelio, y considerando que no hay nada que pueda contraponerse al amor de Jesucristo. Por ello, hemos de dolernos, como el Apóstol, que siendo grande se llama a sí mismo “el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios” (1 Cor 15,9). Hemos de dolernos de no haber reconocido a Jesús en nuestro prójimo necesitado, de no haberlo reconocido en los hermanos con los que no tenemos una perfecta comunión de fe, pero a los que nos une el agua de la purificación y el Espíritu que nos regenera, injertándonos en la Iglesia y nos hacen miembros del cuerpo místico de Cristo: el bautismo que nos hace hijos de Dios y que recibimos en el nombre de Jesús y de la Trinidad Santa e indivisible del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, en cuya divina comunión vive la comunión de la Iglesia. Amén.
Lectura bíblica: Miqueas 6, 6-8
S. A. I. Catedral de la Encarnación
25 de enero de 2013
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería