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Homilía en la Apertura del Año Jubilar de la Santa Cruz del Voto

Apertura del Año Jubilar de la Santa Cruz del Voto

Queridos hermanos sacerdotes; Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades; Hermanos y hermanas:

Con gran ilusión hemos esperado la apertura de este Año Jubilar que el Señor, por su gran misericordia, nos concede celebrar para su mayor gloria y salvación nuestra. Por el bautismo fuimos configurados con la muerte y la resurrección de Cristo, y cuantos fuimos en bañados en la fuente bautismal fuimos marcados con el signo de nuestra redención, precio de nuestro rescate, entregados como estábamos a ser eternamente alejados de la cercanía dichosa de Dios.

         Ved que es imposible separar la encarnación del Hijo de Dios, a cuyo nacimiento en Belén de Judá nos preparamos las semanas del Adviento, que ya toca la meta de nuestra peregrinación espiritual a Belén, para contemplar con amor y adorar al Niño, nacido de mujer en la plenitud de los tiempos. La Virgen Madre, que llevó al Hijo de Dios en su seno nos lo presenta a nuestra adoración, sumida ella misma en la contemplación de la concepción virginal de su hijo, por obra del Espíritu Santo, la señal ofrecida a la casa de Israel como afirmación del poder divino contra la incredulidad del hombre. El misterio de la encarnación nos desvela el designio de Dios para el mundo, que consiste en la revelación del amor infinito de Dios en la debilidad de la humanidad de su Hijo en la trayectoria que va desde el pesebre a la cruz del Calvario.

         El nacimiento de Cristo que se nos anuncia en este IV domingo del Adviento es acción divina para salvación nuestra, porque por este nacimiento viene al mundo aquel de quien un ángel del Señor dice a José refiriéndose a la concepción virginal de Jesús en el vientre de María: “La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21).

         San Pablo habla de Jesús en la carta a los Romanos como “nacido, según lo humano, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de entre los muertos: Jesucristo nuestro Señor” (Rom 1,3-4)”. Se trata en esta confesión paulina de fe en la divinidad de Jesús de lo mismo que en el evangelio según san Mateo que acabamos de referir: que por la muerte de Jesús hemos sido salvados de los pecados, y que será así Dios lo ha revelado resucitando a Jesús de entre los muertos, porque es en su resurrección donde queda de manifiesto que él, en verdad, es el Hijo de Dios. La resurrección de Jesús es obra de Dios, acción del mismo Espíritu Santo que ha devuelto la vida a Jesús, igual que obró en las entrañas de María en la concepción virginal de Jesús.

En la resurrección de Jesús se manifiesta el poder de Dios, y la constitución de Cristo en poder en su resurrección es revelación de que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios que nos salva de la muerte. Jesús ha muerto por nuestros pecados, para que podamos volver a la amistad de Dios: en su muerte en la cruz nos han sido personados los pecados y en su resurrección Jesús ha sido manifestado por el Padre como Señor de vivos y muertos. Cristo, victorioso sobre la muerte, dice al vidente del Apocalipsis: “No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo” (Ap 1,17b-18). La victoria de Jesús sobre la muerte eterna es victoria sobre el pecado que le dio origen.

Recordemos las palabras de Jesús con motivo de la curación por él de un paralítico: “Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder para perdonar los pecados (…): «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa»” (Mt 9,6). En la muerte de Jesús hemos sido reconciliados, nos dice san Pablo, porque en la cruz de Cristo “estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Cor 5,19).

         La cruz es, pues, el instrumento de la pasión y el signo de la salvación que Dios nos muestra para que lleguemos a comprender con cuanto amor nos ha amado Dios, al darnos a su Hijo unigénito, a quien, colgado de la cruz, “Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre” (Rom 3,25). Refiriéndose a la sangre de Cristo, la crónica evangélica nos dice que Jesús vertió su primera sangre por nosotros en la circuncisión a los ocho días de su nacimiento. Fue un anuncio de su destino de víctima inmolada para borrar los pecados del mundo y del derramamiento de su sangre para rescatarnos de la muerte eterna causada por el pecado. Fue el anuncio de la liberación del estado caído de la humanidad, que la habría arrastrado a la condenación eterna, si Dios no nos hubiera acercado a “Jesús, mediador de una nueva alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla más fuerte que la sangre de Abel” (Hb 12,24): la sangre que Jesús vertió en la cruz por nuestros pecados es el precio de nuestro rescate,  como dice san Pedro, al referir que hemos sido rescatados “no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo” (1 Pe 1,19).

Esa sangre que corre por la cruz y la adorna con su brillo figurando a la luz de la fe estar adornada la santa Cruz de las piedras preciosas que la engalanan, como esta santa Cruz del Voto se adorna con las piedras de los santos Lugares donde Cristo escribió página a página la historia de nuestra redención recapitulada en la cruz y resurrección de los muertos. Piedras que adornan la levísima astilla del madero real de la santa Cruz, el lignum crucis que perteneció al Obispo mártir Diego Ventaja Milán y que el Obispo Alfonso Ródenas García hizo incrustar en la Cruz del Voto, convirtiéndola en relicario de una leve astilla del madero de la cruz donde fue clavado el Señor.

Este Año Jubilar ha de ser un año de búsqueda de la palabra de Dios y de la paz reconciliadora que mana de la cruz de Cristo. Un año en el que se deje sentir la gracia de la renovación espiritual de esta comunidad parroquial y de todas las comunidades cristianas que vengan peregrinando hasta la santa Cruz del Voto. Un año, en fin, de transformación interior, para que, renovados por el perdón y la gracia de Dios, nos sintamos acrecidos como testigos de la salvación ante los hombres; y seamos capaces de llevar la reconciliación cristiana a una sociedad necesitada de una paz social que sólo puede ser fruto de la conversión interior de sus miembros.

Demos gracias a Dios porque en la santa Cruz del Voto reconocemos la imagen y presencia de la cruz de nuestro Redentor, en la cual hemos sido redimidos. Esta humilde cruz ha sido durante siglos, desde aquel 19 de abril de 1611, fecha de su invención en los muros de este templo parroquial hasta nuestros días, signo y señal que ha hecho presente la salvación que Cristo conquistó en la cruz, cargando sobre sí los pecados del mundo para que nosotros fuéramos declarados inocentes. Esta Cruz del Voto, presencia de la cruz del Señor, ha evocado a lo largo de estos cuatrocientos años de historia cristiana el instrumento de la pasión de Cristo, donde nos ha sido revelado el amor de Dios por la humanidad hasta el extremo.

Que la próxima celebración del nacimiento de nuestro Salvador llene de gozo nuestra vida, porque gracias a la encarnación del Hijo de Dios, su cuerpo y sangre se hicieron medio y lugar de su sacrificio redentor, que ahora se hace  presente en la celebración de la esta Eucaristía, donde Dios Padre nos ofrece el altar del sacrificio y la mesa del banquete de nuestra reconciliación. Bien podemos decir con toda la Iglesia: “Te adoramos o Cristo y te bendecimos porque por tu santa Cruz has redimido al mundo. Amén”.

Lecturas bíblicas:     Is 7,10-14

                            Sal 23,1-6

                            Rom 1,1-7

                            Mt 1, 18-24

Iglesia Parroquial de la Santa Cruz

Canjáyar, 19 de diciembre de 2010

IV Domingo de Adviento

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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