Homilías Obispo - Obispo Emérito

HOMILÍA EN EL XXII ANIVERSARIO DE LA CONSAGRACIÓN EPISCOPAL

Lecturas bíblicas: Jer 1,4-9; Sal 109,1-4; 1 Cor 4,1-5; Aleluya III: “Venid en pos de mí…” (Mc 1,17); Lc 5,1-11

Queridos hermanos sacerdotes, religiosas, seminaristas y fieles laicos,

Hermanos y hermanas en el Señor:

El aniversario de la consagración del Obispo tiene su lugar en el calendario de la Iglesia diocesana, ya que cada Iglesia particular se inserta en la sucesión apostólica por medio del ministerio del Obispo. Así lo recoge la oración colecta de esta misa: Dios ha puesto al obispo al frente de su pueblo como sucesor de los Apóstoles. Es la doctrina reiterada por el Concilio, que antes de referirse al carácter sacramental del episcopado, definen a los obispos como sucesores de los Apóstoles, cuya misión es la confiada por Cristo a los Doce. Como esta misión, cometido de toda la Iglesia, tiene que durar hasta la consumación de los siglos, «los Apóstoles se preocuparon de instituir en esta sociedad jerárquicamente organizada a sus sucesores»[1], y de este modo los obispos junto con sus colaboradores, los presbíteros y los diáconos, recibieron el ministerio de la comunidad[2]. La Constitución sobre la Iglesia continúa diciendo que, por medio de los obispos, a cuyo lado están los presbíteros, «se hace presente en medio de los creyentes nuestro Señor Jesucristo, Sumo Sacerdote», y que por medio de su «servicio paternal» agrega Cristo nuevos miembros de su cuerpo, a los cuales hace renacer en el orden sobrenatural; y añade que, los pastores guían con sabiduría y prudencia al pueblo de la nueva Alianza hacia la felicidad eterna. La Constitución afirma que los obispos como «pastores elegidos para pastorear el rebaño de Dios, son ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios»[3].

Estas enseñanzas del Concilio constituyen la exhortación que el Obispo consagrante principal recita antes de proceder a la ordenación del nuevo Obispo. La exhortación invita a recibir con alegría al que va a ser ordenado por la imposición de las manos de todos los obispos presentes, siguiendo en el tiempo la práctica litúrgica de la imposición de las manos procedente de la religión judía, que los Apóstoles hicieron suya ordenando así a los colaboradores que ellos eligieron y a los cuales pusieron al frente de las Iglesias. El consagrante principal del nuevo Obispo sigue diciendo: «Debéis honrarlo como ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios: a él se le ha confiado dar testimonio del verdadero Evangelio y administrar la vida del Espíritu y la santidad. Recordad las palabras de Cristo a los Apóstoles: “Quien a vosotros escucha a mí me escucha; quien a vosotros rechaza a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado” [Lc 10,16]»[4].

Al mismo tiempo, la exhortación recuerda al ordenando que el episcopado es un servicio y no un honor; por ello el Obispo debe vivir para servir a los fieles y no sólo para presidirlos;  el Obispo debe gobernar como quien sirve, siguiendo la enseñanza de Jesús: «el que quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,26-28).

A pesar de estas palabras de Jesús, entre sus discípulos las rivalidades y oposiciones fueron una realidad en la Iglesia naciente. Las aspiraciones al poder eclesiástico han tenido siempre desde los Apóstoles una presencia distorsionadora de la comunión en la vida de la Iglesia. Recordemos el tráfico de influencias que ya refleja el evangelio, al contemplar a los dos hijos de Zebedeo recomendados por su madre a Jesús: «Manda que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu Reino» (Mt 20,21). El evangelista anota no sólo la respuesta de Jesús, y sus palabras proféticas sobre la muerte con la habrían de dar gloria a Dios bebiendo con el Maestro el cáliz del martirio; agrega además que, al oír los otros diez la súplica de la madre de los primeros, «se indignaron contra los dos hermanos» (Mt 20,24), dando lugar a la reconvención de Jesús a los Apóstoles.

San Juan Crisóstomo nos ha dejado un comentario aleccionador de este pasaje evangélico en una de sus homilías. Recuerda el santo obispo que Jesús elogia la valentía de los dos hermanos, dispuestos a dar la vida por él, y después les advierte que sólo el Padre tiene en su mano el destino de los discípulos. A continuación, san Juan Crisóstomo sigue comentando el pasaje evangélico: «Después que ha levantado sus ánimos y ha provocado su magnanimidad, después que los ha hecho capaces de superar el sufrimiento, entonces es cuando corrige su petición… Ya veis cuán imperfectos eran todos, tanto aquellos que pretendían una precedencia sobre los otros diez, como también los otros diez que envidiaban a sus colegas»[5]. Sigue el comentario diciendo que fueron después de la resurrección transformados por el Espíritu, perdiendo toda clase de aspiraciones, conduciéndose sólo por el amor de Jesús hasta dar la vida por él.

En la elección del Obispo, más allá de las mediaciones humanas, que no son pocas, es Dios mismo el que instala en la cátedra de cada Iglesia al elegido, porque es Dios quien así lo ha querido llamándolo desde el vientre de su madre, como lo atestiguan las palabras biográficas de Jeremías aplicadas por la Iglesia al ministerio profético y sacerdotal: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré…» (Jer 1,5). Por eso, ante los riesgos que lleva consigo el ministerio del profeta, es el Señor quien le asegura con imperativa exhortación: «No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte» (Jer 1,8).  El profeta siente miedo ante la ingente tarea que le espera por la amenaza que pende sobre él, pero el Señor pone su mano en la boca del profeta para que, una vez purificada, pueda proferir la palabra de Dios y hacer de su discurso misión.

A veces las tensiones en la Iglesia nos llevan a olvidar que el compromiso de los ministros con la verdad tiene sus consecuencias no gratas para el que ha recibido la misión. Los sufrimientos de Jeremías por causa de la palabra de Dios fueron tales que la figura bíblica del gran profeta del siglo VII antes de Cristo, se ha convertido en tipo de la pasión del Señor. La misión profética es descrita como misión de «destrucción y edificación», porque le ha llamado «para extirpar y destruir, para perder y derrocar, para reconstruir y plantar» (Jer 1,10). El profeta tiene un compromiso con Dios, origen de sus sufrimientos, por eso llega a maldecir el día en que nació. La lectura nos remite a la misma experiencia vivida por san Pablo por causa de la predicación evangélica, aunque el Apóstol no experimenta el abatimiento del profeta perseguido por sus enemigos. Los sufrimientos por Cristo son para san Pablo timbre de gloria.  El cúmulo de sufrimientos padecidos por causa de Cristo por el Apóstol lo conocemos por la impresionante descripción biográfica de la segunda carta a los Corintios, sufrimientos que fueron causados no sólo por los enemigos y adversarios del Evangelio, sino también por los que dentro de la Iglesia naciente rivalizaron con él.

En la primera carta a los Corintios Pablo había sentado ya las bases del ministerio apostólico que ejercía por mandato del Resucitado, porque fue el Señor el que le salió al encuentro en el camino de Damasco. Lo importante, decía el Apóstol, es que «la gente vea en vosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1 Cor 4,1). Es lo que recoge la enseñanza del Vaticano II sobre el ministerio episcopal. Por eso, no pueden los ministros del Señor acobardarse, como no lo hace el Apóstol, sino mantener la fidelidad que deben al Señor y resistir a quienes pretenden romper la comunión eclesial colocándose por encima de aquellos que han recibido el mandato de guardarla. Tenemos que llevar adelante nuestro ministerio con entrega y generosa dedicación de nuestra vida al servicio de la comunidad eclesial, que el Señor nos ha confiado presidir y servir, poniendo en juego con la mejor caridad pastoral de la que seamos capaces nuestro saber y entender al servicio de la edificación del cuerpo de Cristo.

El evangelio de san Lucas ilumina y orienta la vida del sucesor de los apóstoles convertido como ellos en «pescador de hombres» (Lc 5,10) por Cristo. A quien así ha sido llamado por el Señor, le cumple orientar la barca y remar mar adentro echando las redes, repitiendo las mismas palabras de san Pedro: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5). Hoy vivimos momentos de confusión y necesitamos recobrar la calma sin alarmas innecesarias, sin acusaciones que se gestan en la pasión de las concupiscencias y la insaciable apetencia del poder. Estamos llamados a servir y a iluminar como guías del espíritu la vida de nuestros hermanos como administradores de la gracia de la santificación. Necesitamos, por eso, humildad que reconozca los límites propios y no deje nunca de admirar la llamada y los dones que el Señor ha otorgado a los demás. La Iglesia necesita de todos sus operarios, y el ministerio episcopal es un ministerio de comunión y unidad de los ministros ordenados y de todos los fieles de la Iglesia diocesana que preside, estando el mismo en comunión con el sucesor de Pedro y el Colegio episcopal. Él es quien celebra la Eucaristía y la manda celebrar a los presbíteros, sacramento de la unidad de la Iglesia.

Así queremos proceder siempre en fidelidad al ministerio que se nos ha confiado, a pesar de nuestras muchas limitaciones, conscientes de aquellas palabras de santo Tomás de Cantorbery sobre el ministerio episcopal: «Si nos preocupamos por ser lo que decimos ser y queremos conocer la significación de nuestro nombre –nos designan obispos y pontífices-, es necesario que consideremos e imitemos con gran solicitud las huellas de aquel que, constituido por Dios Sumo Sacerdote eterno, se ofreció por nosotros al Padre en la cruz (…) Nosotros hacemos sus veces en la tierra, hemos conseguido la gloria del nombre y el honor de la dignidad… sucedemos a los apóstoles y a los varones apostólicos en la más alta responsabilidad de las Iglesias, para que, por medio de nuestro ministerio, sea destruido el imperio del pecado y de la muerte, y el edificio de Cristo, ensamblado por la fe y el progreso de las virtudes, se levante hasta formar un templo consagrado al Señor»[6] .

Me encomiendo a la oración de todos, rogando a la Madre del Divino Pastor y Obispo de nuestras almas me conceda un corazón semejante al de su Hijo.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

5 de julio de 2019

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

 

[1] Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium [LG], n. 20a.

[2] Cf. LG, n. 20b.

[3] LG, n. 21a.

[4] Pontifical Romano, Ordenación del Obispo, formulario I.

[5] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de san Mateo, homilía 65,2-4: PG 58,619-622); vers. española de la Liturgia de las horas: Oficio de lectura de la solemnidad de Santiago Apóstol, del 25 de julio.

[6] Santo Tomás Becket, Carta 74: PL 190, 533-536; traducción según Liturgia de la horas I, lectura del oficio de la memoria.

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