HOMILÍA EN EL XXI ANIVERSARIO DE LA CONSAGRACIÓN EPISCOPAL
Lecturas bíblicas: Éxodo 32,7-14; Salmo 88,2-5.21-22.25 y 27; 1 Tes 2,2-8; Mc 1,14-20
Queridos hermanos sacerdotes y diáconos,
Queridos hermanos y hermanas:
La celebración anual del aniversario de la consagración del Obispo pone de manifiesto el carácter constitutivo de la sucesión apostólica en la Iglesia diocesana, que por medio del ministerio del Obispo se inserta en el tejido espiritual y social de Iglesia universal. La Iglesia particular fue definida por el Concilio como porción de la Iglesia universal, en la cual se hace presente el misterio de salvación.
La Iglesia particular no está aislada de la Iglesia universal, forma parte de ella y, más aún, en ella es la entera Iglesia de Cristo la que se hace presente como portadora de la salvación, que anuncia y administra como servidora del Evangelio, ministra Evangelii, para que todos los hombres vengan al conocimiento de la verdad y a formar parte de la comunión apostólica, que es comunión con «con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3).
La Iglesia es siempre creatura Verbi, creación del Verbo, del Hijo unigénito, Palabra de Dios encarnada y dirigida a las generaciones que se suceden en el tiempo, para todas se integre en la congregación eclesial, que es la comunión de quienes han recibido «el Espíritu que viene de Dios para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Cor 2,12). La Iglesia es ministra del Evangelio y es a su vez fruto del anuncio evangélico, a cuyo servicio está. El ministerio apostólico, en cuyo ejercicio los obispos suceden a los Apóstoles, está al servicio de la misión de la Iglesia como servidora del Evangelio. El apostolado que, por voluntad de Cristo, hace la Iglesia es ministerio para evangelizar, por eso exclama san Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizare!» (1 Cor 9,16b). Es su deber porque el Apóstol de las gentes ha sido incorporado al apostolado para llevar el anuncio de la salvación en Cristo a las naciones. Es Cristo mismo quien le ha encomendado este ministerio, a pesar de haber perseguido a la Iglesia, motivo por el cual habla de sí mismo como el último de los apóstoles. Ha sido llamado a evangelizar y no le importan los honorarios y la gloria que en justo salario merece su dedicación a la predicación. Para Pablo prima el deber de evangelizar y lo manifiesta sin ambages: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe» (1 Cor9,16ab).
La sucesión en el ministerio apostólico es para proclamar el Evangelio con la autoridad que Cristo ha conferido a los apóstoles y a sus sucesores. La Iglesia es por eso mismo apostólica, se levanta sobre la predicación apostólica y la sucesión en el ministerio apostólico, de suerte que «nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo» (1 Cor 3,11). No es lo importante la singularidad de cada apóstol, su personalidad y cualidades, lo importante es que Cristo lo ha llamado y ha recibido de él la misión de llevar el mensaje hasta los confines del mundo. No es lo importante lo que cada uno de los apóstoles puede llevar a cabo según la gracia que se le conceda, sino la común misión del Evangelio. Por eso dirigiéndose a su comunidad de Corinto, san Pablo les dice: No importa plantar o regar, porque «es Dios el que hace crecer. Y el que planta y el que riega son una misma cosa; si bien cada cual recibirá el salario según su propio trabajo, ya que somos colaboradores de Dios y vosotros, campo de Dios, edificación de Dios» (1 Cor 3,8-9).
Así, pues, todo apóstol está al servicio de la proclamación del Evangelio, es su primer cometido por voluntad de Cristo resucitado, que ordena a sus apóstoles «proclamar la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15), hacer discípulos bautizándolos en nombre de la Trinidad y «enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20a). No podemos ser acompañantes mudos, testigos que con su mudez neutralizan el testimonio que están llamados a dar, porque la Palabra de Dios de la cual de la que los sucesores de los apóstoles somos portadores es palabra que ha de ser proferida y dirigida a cada ser humano convocándole a entrar en la congregación de la Iglesia, ámbito de la humanidad redimida, sacramento de salvación (Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, n. 9c y 48b; Decreto Ad gentes divinitus, n. 5) y signo de la unidad del género humano (LG, n. 1). Cuando estamos tentados a evaluar con pesimismo el marco social y cultural de nuestro tiempo por su alejamiento del Evangelio y abandono de la Iglesia, no debemos olvidar que la proclamación de la verdad evangélica ha tropezado siempre, a lo largo de la historia de la Iglesia, con fuerte oposición, pero ha dejado de producir en todo tiempo, incluido el tiempo de crecimiento oculto de la semilla, los frutos de conversión a Dios y a Cristo que dan forma y figura histórica a la Iglesia.
Como san Pablo dice a los tesalonicenses, el apóstol ha de predicar la verdad de la fe sin engaños, sin rebajar su contenido para ser aceptado por el mundo, por la mentalidad ambiente y la cultura dirigida por el poder político, confiando siempre en que es Dios que hace crecer. No es la adulación ni la codicia disimulados por las buenas maneras lo que da fruto, salvo en provecho propio, sino la rectitud de la intención de quienes proclaman el Evangelio «no buscando agradar a los hombres, sino a Dios que examina nuestros corazones» (1 Te 2,4). Quienes piensan que rebajando el contenido de la fe atraerán a la Iglesia a los alejados, sólo cosecharán el fracaso de la acomodación de la vida cristiana a las exigencias del mundo, sin posibilidad alguna de que los hombres se sientan transformados por la banalidad de la sal desvirtuada e incapaz de sazonar.
El obispo como sucesor de los apóstoles, juntamente con su condición de heraldo del Evangelio, tiene, además, el cometido irrenunciable de ser vinculo de comunión en la Iglesia que preside. Queridos hermanos, la Iglesia es siempre «Iglesia de la Trinidad», está enraizada en la comunión trinitaria, y por esto mismo, con la misión de evangelizar se confía a los sucesores de los apóstoles la comunión eclesial, a cuyo servicio está el gobierno pastoral de las comunidades eclesiales y la acción sacramental que, por el obispo se extiende al colegio de los presbíteros. El Obispo y su presbiterio están al servicio de la comunión, para que en ella se realice el designio de Dios de convocar y salvar a los hombres en un único pueblo.
La enseñanza conciliar sobre las Iglesias particulares nos recuerda que el sucesor de Pedro es en la Iglesia universal «el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles»; y declara a continuación: «Cada uno de los obispos, por su parte, es el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal» (LG, n. 23). De esta manera observa el Concilio que nadie puede construir la Iglesia al margen de la comunión que el obispo preside, una comunión que no es retórica ni fingida, porque no consiste en protestaciones de obediencia y fidelidad, sino en secundar el magisterio y el gobierno del obispo en su Iglesia particular.
Esta misión y cometido del obispo no sólo se realiza mediante el gobierno pastoral, es sobre todo resultado del ejercicio sacramental que al obispo corresponde. Por esto mismo, es inseparable del ejercicio del sumo sacerdocio de Cristo en su Iglesia que el obispo realiza en la persona de Cristo Cabeza, a la cual asocia a los presbíteros, que han recibido de Cristo el ministerio sacerdotal. Es el obispo quien, en primera instancia, en comunión con el sucesor de Pedro y el Colegio episcopal, confecciona y preside la Eucaristía en la Iglesia diocesana y quien manda celebrarla a los presbíteros, sus colaboradores más estrechos, unidos a él por la participación común en el ministerio sacerdotal de Cristo. El ministerio de santificación confiado por Cristo a los apóstoles se realiza por el ministerio de la reconciliación y de la Eucaristía: es el ministerio de hacer y rehacer la comunión eclesial, para que el perdón de los pecados y la gracia de la redención de Cristo produzcan la reconciliación de los pecadores en la comunión de la Iglesia y reciban la vida divina, participada de forma singular en el sacrificio eucarístico.
Nunca podremos ponderar de modo suficiente, queridos presbíteros, que somos ministros de la reconciliación que Cristo nos ha confiado ejercer, asociándonos a su ministerio sacerdotal; un ministerio proféticamente anunciado en la misión reconciliadora que ejerció Moisés, su elegido alejando la ira de Dios y el justo castigo contra el pueblo elegido. Lo hemos escuchado en la primera lectura de esta misa. En un lenguaje humano de gran belleza, leemos en el libro del Éxodo que Moisés suplicó al Señor su Dios, haciendo memoria de cómo, después de haberlo prometido a los padres, no puede destruir al pueblo de su elección (cf. Éx 32,11-13). El obispo y con él los sacerdotes presiden la oración de la Iglesia, que ellos recapitulan, anticipan y prolongan a diario unidos al ministerio de Cristo Mediador y único Sacerdote.
Ved, queridos hermanos, cómo y con qué alcance el evangelio de san Marcos que hoy hemos proclamado nos ofrece la razón de ser de nuestro ministerio episcopal y sacerdotal, que alienta en la misión de toda la Iglesia. La Iglesia es apostólica porque fundada por Cristo, ha sido plantada mediante la siembra de la predicación evangélica. La Iglesia, fiel a la herencia de los Apóstoles, ha sido enviada al mundo para ser testigo de Cristo y sacramento de su presencia en el mundo. Misión que sólo puede llevar a cabo como prolongación del ministerio apostólico, cometido irrenunciable de la Iglesia que Jesús encomendó a los Apóstoles y se prolonga en el ministerio de sus sucesores. Los obispos y sus colaboradores estrechos los presbíteros son llamados por Jesús a seguirle de una forma radical, supeditando todo a la llamada a atraer los hombres a Cristo, como lo hicieron los primeros llamados, seguidos por los demás apóstoles y discípulos, que imitaron su entusiasmo y ejemplo.
El evangelio de hoy nos ilustra el modo y la manera de una radical apostólica que nada antepone al seguimiento de Cristo. Nos dice el evangelio que pasando Jesús junto al lago de Galilea fue llamando a los primeros discípulos, a Simón y a su hermano Andrés. Al verlos Jesús, que ya les conocía de antemano como sólo el Hijo de Dios podía conocerlos, como conoció a Natanael antes de que el apóstol pudiera tomar conciencia de ello, les invitó a seguirle. Lo hizo con palabras que en su significación simbólica resumen el ministerio de los apóstoles: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mc 1,19); y ellos al instante lo siguieron dejando las redes, y así sucedió con los hermanos Santiago y Juan, a los que Jesús llamó después, «y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras él» (Mc 1,20).
Suceder a los apóstoles es prolongar en el tipo esta pesca apostólica para llevarlos al encuentro con Cristo, experiencia definitiva de salvación que se realiza gracias al ministerio de la palabra y de la santificación, y se prolonga y manifiesta en la caridad pastoral, que extiende los bienes de la salvación sanando las heridas que afligen a los seres humanos, con la colaboración propio de religiosos y laicos. Los primeros radicalizando mediante la práctica de los consejos evangélicos una vida enteramente centrada en Dios a imitación de Cristo, en la cual se anticipa la plenitud del reino de Dios que esperamos ver consumado. Los laicos con su propia misión mediante la consagración de las realidades temporales para que vengan a ser anticipación de las realidades eternas. Todos en la comunión de la Iglesia apostólica que preside en cada Iglesia particular el obispo, para ser «morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2,22).
S. A. I. Catedral de la Encarnación
5 de julio de 2018
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería