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HOMILÍA EN EL DOMINGO DE RESURRECCIÓN

Lecturas: Hech 10,34.37-43; Sal 117,1-2.16-17.22-23; Col 3,1-4; Jn 20,1-9

“Vio y creyó. Pues hasta entonces no habían  entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 20,8b.9).

Queridos hermanos y hermanas:

Estas palabras de san Juan nos desvelan el misterio de la Escritura, al decirnos que hablan de Cristo y de su pasión y muerte, pero a la luz de su resurrección gloriosa. Es la resurrección de Cristo la que arroja luz sobre las Escrituras para poder comprender que, en verdad, hablaban de él; más aún que es así porque toda la historia de nuestra salvación conducía a Jesús, para que, por su muerte y resurrección, nosotros fuéramos arrancados de la muerte, y llegáramos un día a participar de una vida sin fin, enteramente bienaventurada y feliz. Por el misterio pascual Cristo nos ha abierto el camino para llegar a Dios y participar de la vida divina, que con el pecado habíamos perdido alejándonos del amor de Dios.

Esta es la gran noticia de la Pascua, una y otra vez reiterada con permanente novedad. No todo termina con la muerte que acosa a la humanidad y ensombrece la vida de todos los mortales. No es el misterio pascual un rito de muerte y vida cíclicamente repetido con cada primavera al ritmo del ciclo estacional. Estamos ante el más sorprendente acontecimiento de salvación que ha dejado en la historia las huellas de su verdad. La resurrección de Jesús es el acontecimiento que ha hecho posible el cristianismo y sin ella no habría fe cristiana. Lo dice con claridad san Pablo a los Corintios “Si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación y vacía es también nuestra fe” (1 Cor 15,14).

La noticia de la resurrección de Cristo tropezó desde el primer momento con la contrariedad de los adversarios y enemigos de Jesús, que le habían conducido a la muerte. Tenían motivos para ello: si Cristo había resucitado, entonces se hacía necesario reconocer que Jesús era el Enviado de Dios que ellos mismos habían rechazado. Tropezó también con la incredulidad de los paganos: ¿cómo podía ser el revelador de Dios un judío supliciado y muerto como criminal? El carácter histórico de la muerte de Jesús en la cruz constituyó desde el principio una dificultad y un obstáculo real para el anuncio de la resurrección y la propagación del Evangelio. Sólo por la contundencia del testimonio, probada por los hechos, de los apóstoles y discípulos de Jesús pudo ser superado el escándalo de la cruz. Fue esta verdad de los hechos proclamada por la predicación de los apóstoles la que abrió los ojos, de los que recibieron el primer anuncio de la noticia, al misterio redentor del sufrimiento y de la cruz del Mesías Jesús.

Así se lo decía el Resucitado a aquellos desengañados seguidores suyos, a los que salió a su encuentro en el camino de Emaus, cuando ya habían perdido toda esperanza en él: “¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?” (Lc 24,25-26). Jesús les explicó cómo desde Moisés a los profetas todas las Escrituras hablaban de él. Por eso ellos, asombrados de su propia incapacidad para reconocerlo durante el camino, comentaban después con admiración ante lo ocurrido, sin poder contener el gozo de la experiencia vivida en el reencuentro con Jesús: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (24,32). Una alegría incontenible se había apoderado de sus corazones, al comprender que, en verdad, Jesús era el Ungido de Dios, el Mesías que había sido prometido; y que su salvación consistía en la victoria sobre el pecado y la muerte, amenaza de la humanidad pecadora. Llegaba la restauración de Israel, pero no según un plan político de desquite frente a las naciones, sino como obra del Espíritu Santo, el gran don de la Pascua; y esa restauración comenzaba con la confesión de fe en su resurrección.

Sólo la fe podía penetrar en el misterio de Cristo y los hechos vividos exigían la fe. Por eso, aunque las santas mujeres habían encontrado el sepulcro vacío, los apóstoles no daban crédito a lo sucedido hasta que Jesús mismo fue a su encuentro y se puso en medio de ellos en el cenáculo. Como en el caso de los de Emaús:“sus ojos estaban incapacitados para reconocerle” (Lc 24,16). Les hacía falta el colirio de la fe para descubrir que las Escrituras hablaban de todo lo sucedido con él. A pesar de que el sepulcro estaba vacío, necesitaban la fe para creer en la verdad de lo acontecido. El evangelista san Juan dice por eso que, llegados Pedro y el discípulo que Jesús tanto quería al sepulcro, constataron, que las cosas eran tal como les habían dicho las santas mujeres: “las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte” (Jn 20,6b.7). El evangelista dice que el discípulo amado al ver, creyó.

La fe es la respuesta que piden Pedro y los apóstoles de cuantos acuden a oír de sus labios el anuncio de la resurrección. Dios ha querido que el encuentro con Jesús resucitado sea un acontecimiento de gracia y de iluminación, obra del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes. Por eso requiere la fe que nos abre a la esperanza en la vida eterna, ya pregustada en la resurrección de Jesús, como dice san Pablo: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron (…) Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Cor 15,22).

La resurrección es la gran noticia de los cristianos para el mundo, la razón de la misión de la Iglesia y el fundamento de la fe y de la existencia de la comunidad cristiana.  La Iglesia tiene como misión abrir la vida de los hombres a los bienes y valores “de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1b-2). La Iglesia invita a buscar estos bienes y valores y a edificar este mundo con la esperanza puesta en ellos, porque sólo así podremos abrir la vida del ser humano a su consumación en Dios; es decir, sólo así podremos dar cauce una comunidad humana donde, por la fe, la esperanza y la caridad, vivamos ya del amor de Dios que sostiene la vida humana y la impulsa a su perfección y acabamiento. Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza trascendente; y un mundo sin Cristo es un mundo que desconoce que el futuro que esperamos ha sido abierto ya, en la resurrección de Cristo, para cuantos le aman: un futuro que ha comenzado en la glorificación del cuerpo de Cristo resucitado de entre los muertos, que se mostrará en todo su esplendor y verdad “cuando aparezca Cristo, vida nuestra” (Col 3,4), porque entonces también nosotros llegaremos a participar plenamente de su gloria.

La fe en la resurrección de Cristo pide la conversión del corazón y el bautismo. Los catecúmenos que se han venido preparando estos dos últimos años han recibido anoche los sacramentos de la iniciación cristiana: bautismo, confirmación y Eucaristía; y otros lo van a hacer a lo largo del tiempo pascual, cumpliendo ellos lo que pedía san Pedro a sus oyentes: “Convertíos y que cada uno se haga bautizar en el nombre de Jesucristo” (Hech 2,38). También nosotros queremos evocar hoy nuestro bautismo y, por eso, hemos rociado nuestras cabezas con el agua lustral de la Pascua. Es necesario que retomemos las promesas de nuestro bautismo con toda honradez y, renovados por la Pascua del Señor, nos propongamos vivir de un modo coherente la vida cristiana, dando testimonio de la fe que tenemos en Cristo resucitado ante los hombres de nuestro tiempo, con los que convivimos a diario y tal vez no tienen fe o viven como si no hubieran sido bautizados. Dejemos que el Resucitado, renueve mediante su Santo Espíritu nuestra mentalidad, para que podamos hacer frente a una sociedad fuertemente materialista y marcada por el hedonismo, apegada a los bienes de la tierra, pero incapaz de un reparto justo de los mismos, donde las diferencias sociales y la marginación descubren la falta de justicia verdaderamente distributiva; una sociedad en la que falta aquel amor recíproco que puede ayudarnos a vencer el egoísmo que nos divide.

Si Jesucristo está vivo, demos testimonio de su vida con nuestra manera de hablar y obrar, sin temor y con decisión, afrontando las consecuencias de nuestro bautismo. Si así lo hacemos, la celebración del misterio pascual habrá dejado una honda huella en nosotros, y será señal inequívoca de que hemos alcanzado los frutos de la redención.

Con María, que se alegra con al resurrección de Cristo, alegrémonos nosotros del triunfo de Cristo sobre la muerte y busquemos los bienes y valores de arriba.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

4 de abril de 2010

Domingo de Resurrección

Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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